El séptimo continente – Michael Haneke

Hace un par de días estuve comiendo con un buen amigo, con el que me unen una gran cantidad de afinidades. Nuestras conversaciones tocan todos los palos, desde lo banal a lo existencial, pasando por incursiones en la literatura, arte, historia o cine y siempre aderezadas con mucho humor. Es un placer mayúsculo poder compartir momentos así, en los que poder divagar y aprender siempre algo nuevo. Después de un par de copas y varias horas de charla, llegamos a un tema que le apasiona y del que tiene un gran conocimiento, que no es otro que el cine. Yo por suerte soy todavía un profano en esta materia, lo cual me da mucho margen para descubrir y aprender, cosa que me encanta. Bien, decía que es un tema que apasiona a mi amigo y quizá influenciado por toda la conversación que habíamos tenido, me preguntó si conocía a un director austriaco llamado Michael Haneke. Le dije que el nombre me sonaba pero realmente no había visto nada suyo. Me habló a grandes rasgos de su estilo y me recomendó fervientemente sus películas, me dijo que empezara por su ópera prima, así que le hice caso y… Lo que vi me voló la cabeza.

“El séptimo continente” o el vacío existencial de la cultura occidental.

Básicamente de eso trata El séptimo continente: del vacío existencial provocado por el alienante sistema capitalista y consumista del mundo occidental. Es una historia terrorífica que Haneke cuenta de una manera magistral e innovadora. Es la historia de una familia de clase media austriaca que podría ser cualquiera de nosotros. Una familia que a pesar de los normales altibajos, tiene una buena vida, con buenos trabajos, buenos ingresos, una buena casa y todas las comodidades que puedan desear. Pero algo no marcha bien, algo no encaja en este puzzle a priori idílico. Haneke no lo cuenta todo, su manera de presentar la historia, deja mucho margen a la imaginación. Ofrece una serie de imágenes aleatorias de la vida de los protagonistas, que parecen estar atrapados en un bucle de repeticiones cotidianas. El espectador tiene que ir encajando las piezas. Una historia elíptica llena de largos planos estáticos de maquinas funcionando, de personas trabajando frenéticamente, acciones que se repiten, secuencias inconexas, fundidos a negro, ausencia total de música (salvo la diegética) y por debajo de todo, reptando como una serpiente venenosa, la presencia de una violencia contenida que amenaza con estallar en cualquier momento.

En un momento dado de la película, cuando todo parece ir de maravilla y sin motivo aparente, la familia renuncia a todo. Dejan sus trabajos, sacan todo el dinero del banco, se encierran en su casa y comienzan sistemáticamente a destruir todas sus posesiones, a la par que se ofrecen festines con los mejores alimentos. Renuncian a todo lo que han conseguido, se diría que renuncian a la civilización y al final, incluso renuncian a seguir “viviendo”. Se inmolan.

Imágenes perturbadoras

La última hora de la película es perturbadora y desconcertante. Es una hora de planos fijos llenos de renuncia, destrucción y muerte. En ese momento el espectador se da cuenta de que Haneke sí le ha estado ofreciendo pistas a modo de metáforas visuales. Le ha ido llevando de la mano a través de ese caos inconexo de manera imperceptible. Por ejemplo la relación entre los personajes es fría y distante. No hay casi diálogos entre ellos porque no se comunican. Parecen estar muertos emocionalmente, se parecen mucho a los peces que nadan en el acuario que hay en su casa, donde viven en un entorno seguro y bien alimentados, pero en realidad están atrapados entre esas cuatro paredes de cristal en un patético simulacro de vida. La metáfora del túnel de lavado también es muy poderosa: Uno entra dentro con su coche y al salir, el exterior esta limpio y reluciente, pero solo el exterior, en el interior todo sigue igual. Nada cambia. Critica feroz al culto a la apariencia tan en boga en nuestra sociedad.

Las imágenes de la destrucción de todas sus posesiones son brutales, hay una frialdad y una sistematización que perturba hasta lo indecible. Es como si quisieran borrar toda huella de su paso por este mundo. Lo destruyen todo meticulosamente: muebles, objetos, ropa, recuerdos, discos, electrodomésticos. El climax llega cuando arrojan cientos de billetes y monedas por el inodoro. Haneke hace un extenso plano fijo recreándose en la destrucción de uno de los pilares del capitalismo. Para muchas personas será perturbador verlo, es como una herejía, como matar a dios. Incluso puede que para muchos espectadores esa destrucción de dinero sea más perturbadora que ver como los padres asesinan a su propia hija antes de suicidarse; otra prueba más de la alienación que provoca el sistema capitalista en los individuos. Creo que el director austriaco, formado en psicología y filosofía, contaba con ello. Otra imagen recurrente a lo largo del film es la de la playa, una imagen onírica e imposible que supuestamente representa Australia o que quizá simbolice el lugar idílico al que quiere escapar la familia cuando se suicide.

La película está diseñada para perturbar, Haneke tensa la cuerda al límite, pero no necesita escenas explícitas ni sangrientas, ofrece algo más poderoso y efectivo: lo deja todo a la imaginación del espectador. Haneke quiere conectar con esa región oscura de la mente humana que todos poseemos, pero también quiere intentar despertar la conciencia de que la historia que nos narra, también es en mayor o menor medida, la nuestra, porque todo lo que nos muestra es normal, terroríficamente normal y cotidiano. Al igual que los hechos reales en los que esta basada la película, El séptimo continente es una certera advertencia de la muerte de nuestra civilización.

 

 

 

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