LA VISITA AL MUSEO – VLADIMIR NABOKOV

La visita al museo es un relato bastante curioso y extraño de Vladimir Nabokov. Se podría englobar en la categoría de relato fantástico, pero probablemente su significado tenga más que ver con el sentimiento del propio Nabokov de ser un exiliado que otra cosa. Lo interesante es la forma en que está contada esta historia rica en simbología y en la que el lector es introducido lentamente en una atmósfera onírica en la que la extrañeza va creciendo gradualmente hasta devenir en pesadilla y llegar a un desenlace no menos desconcertante. Con todos estos ingredientes no tenemos método de saber si el protagonista lo está soñando, está delirando o simplemente se ha muerto y ese borgiano museo es una especie de purgatorio camino al infierno. No quiero desvelar detalles porque este relato a ratos surrealista y divertido al más puro estilo Nabokov y a ratos terrorífico por lo que sugiere, bien vale una lectura. Espero que os guste.

La traducción es de María Lozano y al final del post hay una explicación del propio autor referente a un pasaje que puede aclarar dudas a los lectores no rusos.

 

La visita al museo

Hace varios años, un amigo mío de París —una persona con alguna rareza, por decirlo suavemente—, al saber que yo iba a pasar unos días en Montisert, me pidió que me pasara por el museo local donde, según le habían dicho, se mostraba un retrato de su abuelo pintado por Leroy. Sin dejar de sonreír y con ademanes exagerados, me contó una historia bastante vaga a la que debo confesar que presté poca atención, en parte porque no me gustan los asuntos complicados de otra gente, pero sobre todo porque siempre había albergado mis dudas acerca de la capacidad de mi amigo para no dejarse llevar por la fantasía. La historia era más o menos así: después de que su abuelo hubiera muerto en su casa de San Petersburgo en tiempos de la guerra ruso-japonesa, los muebles de su casa fueron vendidos en subasta pública. El retrato, tras una serie de oscuras peregrinaciones, fue adquirido por el museo de la ciudad natal de Leroy. Mi amigo quería saber si el retrato estaba realmente allí; en el caso de que se encontrara en el citado museo, cuáles eran las posibilidades de rescatarlo; y si el rescate fuera posible, cuál sería el precio del mismo. Cuando le pregunté por qué no se ponía en contacto con el museo, respondió que ya les había escrito más de una vez sin haber recibido respuesta hasta el momento.
Me prometí a mí mismo no dar curso a su petición: siempre cabía la posibilidad de decirle que había caído enfermo o que había cambiado mi itinerario. La noción misma de ir a ver los monumentos turísticos, ya sean museos o edificios antiguos, me resulta desagradable; además, el encargo de mi buen amigo me parecía un tanto absurdo. Aconteció, sin embargo, que mientras deambulaba por las calles desiertas de Montisert en busca de una papelería, sin dejar de maldecir la torre altanera de una catedral, siempre la misma, que se empecinaba en aparecer ante mi vista en cuanto doblaba el recodo de una nueva calle, me vi sorprendido por un violento aguacero repentino que inmediatamente provocó la caída acelerada de las hojas de los plátanos porque el tiempo cálido de un octubre meridional se mantenía apenas en un hilo de vida. Corrí a resguardarme de la lluvia y me encontré en las escaleras de acceso al museo.
Era un edificio de proporciones modestas, construido con piedras de muchos colores, con columnas, una inscripción dorada sobre los frescos del pedimento y un banco de piedra de patas de león a ambos lados de la puerta. Una de sus hojas estaba abierta y el interior parecía oscuro contra el brillo del agua que caía. Me quedé un rato de pie en las escalinatas pero, a pesar del tejadillo que las protegía, iban poco a poco cubriéndose de motas húmedas. Vi que no se trataba de un aguacero pasajero sino que tenía visos de durar y, como no tenía nada mejor que hacer, decidí entrar en el museo. Apenas hube pisado las suaves losas resonantes del vestíbulo cuando llegó hasta mí el ruido de alguien que en una esquina distante había movido un taburete que se movía y el guarda, un jubilado insignificante al que le faltaba un brazo, se levantó y vino a mi encuentro, dejando de lado su periódico y mirándome por encima de las gafas. Pagué el franco que me correspondía y, tratando de no fijarme en las estatuas de la entrada (que eran tan convencionales e insignificantes como el número que abre un espectáculo de circo), entré a la sala principal.
Todo era como cabía esperar: tonos grises, sustancia dormida, materia desmaterializada. Ahí estaba la típica vitrina de monedas viejas y gastadas que descansaban sobre el terciopelo de sus correspondientes departamentos. Sobre la vitrina había un par de búhos, tinge y autillo, con sus nombres en francés que eran algo parecido a Gran Duque y Duque Secundario en traducción. Unos minerales venerables se mostraban en sus tumbas abiertas de polvoriento papier maché; la fotografía de un caballero atónito con barba puntiaguda dominaba una mezcolanza de voluminosos objetos negros de varios tamaños. Tenían un gran parecido con los excrementos de insecto congelados, y me detuve involuntariamente ante ellos, sin conseguir descifrar su naturaleza, composición o función. El guarda me había estado siguiendo con pasos de fieltro a una distancia respetuosa; sin embargo, en aquel momento, se acercó hasta mí, con un brazo a la espalda y el fantasma del otro en el bolsillo, sin dejar de deglutir algo a juzgar por el movimiento de su nuez.
—¿Qué son estas cosas? —pregunté.
—La ciencia no ha conseguido determinarlo todavía —replicó, con una frase que, sin duda, tenía aprendida de memoria—. Las encontró —continuó con el mismo tono de falsedad— Louis Pradier, concejal municipal y caballero de la Legión de Honor en 1895 —y con dedos trémulos indicó la fotografía.
—Eso está bien —dije—, pero lo que yo querría saber es ¿quién y por qué decidió que merecían un lugar en el museo?
—¡Y ahora permítame que dirija su atención hacia esta calavera! —exclamó el anciano enérgicamente, tratando de cambiar de tema.
—Sin embargo, me gustaría saber de qué material están hechos —le interrumpí.
—La ciencia… —comenzó de nuevo, pero se detuvo en seco y se miró como enfadado los dedos, sucios de tocar las vitrinas.
Yo me puse a contemplar entonces un jarrón chino, probablemente traído hasta allí por un marino; un grupo de fósiles porosos; un gusano pálido en nubes de alcohol y un mapa rojo y verde de Montisert en el siglo XVII; y también un trío de utensilios oxidados atados con una cinta fúnebre —una pala, un azadón y un pico. «Para excavar en el pasado», pensé distraído, pero esta vez no le pedí aclaraciones al guarda, que me seguía mansamente sin hacer ruido, deambulando en torno a la vitrinas expuestas. Detrás del primer vestíbulo había otro, aparentemente el último, en cuyo centro destacaba un gran sarcófago que parecía una bañera sucia, mientras que las paredes estaban cubiertas de cuadros.
Al punto los ojos se me quedaron prendidos en el retrato de un hombre que estaba entre dos paisajes abominables (con ganado y «ambiente»). Me acerqué y, ante mi considerable extrañeza, encontré el objeto preciso cuya existencia hasta ese momento se me había aparecido como un mero capricho de la imaginación de un hombre inestable. El hombre, pintado al óleo con pésimo arte, llevaba una levita, patillas y unos grandes quevedos sujetos con una cinta; tenía un cierto parecido con Offenbach, pero, a pesar del maldito convencionalismo del cuadro, tuve la sensación de que se podía vislumbrar en sus rasgos un cierto parecido, por así decir, con mi amigo. En una esquina del mismo, en carmín sobre fondo negro se leía la firma Leroy, escrita en una letra tan vulgar como la propia obra.
Sentí un aliento avinagrado junto a mis hombros y me volví a confrontar la mirada amable del guarda.
—Dígame —le pregunté—, supongamos que alguien quisiera comprar uno de estos cuadros, ¿a quién tendría que dirigirse?
—Los tesoros del museo constituyen el mayor orgullo de esta ciudad —replicó el anciano—, y el orgullo no está a la venta.
Ante su elocuencia decidí apresurado darle la razón en todo lo que dijera, lo cual no me impidió preguntarle el nombre del director del museo. Él trató de distraerme con la historia del sarcófago, pero yo seguí insistiendo. Finalmente me dio el nombre de un tal señor Godard y me explicó dónde encontrarlo.
Con toda franqueza debo decir que me alegré de que el cuadro existiera. Es divertido asistir al momento en que un sueño se hace realidad, incluso si no se trata de un sueño propio. Decid arreglar el asunto sin más dilaciones. Cuando decido hacer una cosa, no hay nada que pueda detenerme. Abandoné el museo con pasos decididos y sonoros para encontrar que había cesado la lluvia, que el azul se había extendido por el cielo, que una mujer de medias todas manchadas corría por la calle en una bicicleta que brillaba como la plata, y que las nubes se habían refugiado en las colinas que rodeaban la ciudad. Y de nuevo la catedral empezó a jugar al escondite conmigo, pero conseguí burlarla. Conseguí escapar apenas de la embestida de las ruedas de un furioso autobús rojo repleto de jóvenes que cantaban, crucé la calzada de asfalto y un minuto más tarde estaba llamando a la puerta de la verja del señor Godard. Resultó ser un enjuto caballero de mediana edad con cuello duro y pechera almidonada, con la consabida perla en el nudo de su corbata de plastrón, y un rostro que se asemejaba mucho al de un perro lobo ruso; como si aquello no fuera suficiente, se encontraba chupando unas costillas con ademanes absolutamente caninos mientras que a la vez trataba de pegar un sello en un sobre, cuando yo entré en aquella su habitación pequeña pero lujosamente amueblada con su tintero de malaquita sobre el escritorio y un jarrón chino, que me resultaba extrañamente familiar, sobre la repisa de la chimenea. Un par de floretes se cruzaban sobre el espejo, que reflejaba su estrecha nuca gris. Aquí y allá una serie de fotografías de un buque de guerra rompían la monotonía de la flora azul del papel que revestía las paredes.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó, arrojando la carta que acababa de sellar a la papelera. Esta acción me resultó extraña; sin embargo, no consideré oportuno intervenir. Le expliqué el objeto de mi visita en pocas palabras, e incluso pronuncié la importante suma de dinero que mi amigo estaba dispuesto a ofrecer, aunque él me había dicho que no mencionara ninguna cantidad, sino que esperara a conocer las condiciones que el museo requiriera.
—Lo que me dice es maravilloso —dijo el señor Godard—. El único problema es que usted está en un error… no existe tal cuadro en el museo.
—¿Qué quiere decir que no existe tal cuadro? ¡Acabo de verlo! Retrato de un aristócrata ruso de Gustave Leroy.
—Tenemos un Leroy —dijo el señor Godard cuando hubo hojeado un cuaderno con tapas de hule en una de cuyas páginas se detuvo apuntando una determinada entrada con su uña negra—. Sin embargo, no es un retrato sino un paisaje rural: El retorno del rebaño.
Repetí que había visto el cuadro con mis propios ojos cinco minutos antes y que no había poder en la tierra que me pudiera hacer dudar de su existencia.
—De acuerdo —dijo el señor Godard—, pero yo tampoco estoy loco. He sido conservador de nuestro museo casi durante veinte años y me sé de memoria este catálogo como si fuera el padrenuestro. Aquí dice El retorno del rebaño y eso quiere decir que hay un rebaño y que está volviendo al redil y que, a no ser que el abuelo de su amigo haya sido pintado como un pastor, no puedo ni siquiera concebir la existencia de su retrato en nuestro museo.
—Lleva levita —exclamé—. ¡Le juro que lleva levita!
—¿Y qué le pareció nuestro museo y sus colecciones? —preguntó Godard con cierta suspicacia—. ¿Le gustó el sarcófago?
—Escuche —dije (y creo que se hizo perceptible un cierto temblor en mi voz)—, hágame un favor, vayamos ahora mismo allí, y lleguemos al acuerdo de que en el caso de que el retrato está allí, usted me lo vende.
—¿Y si no está?
—Le pagaré la suma indicada, en cualquier caso.
—Está bien —dijo—. Aquí tiene, tome este lapicero rojo y azul y en rojo, en rojo,
por favor, póngame por escrito la proposición que acaba de hacerme.
Estaba tan excitado que hice lo que me pedía. Al ver mi firma, deploró la difícil pronunciación de los nombres rusos. Luego añadió su propia firma y doblando  rápidamente la hoja de papel se la metió en el bolsillo del chaleco.

—Vamos —dijo, haciendo el ademán de estirarse los puños.
Por el camino entró en una tienda donde compró una bolsa de caramelos
pegajosos que pasó a ofrecerme con insistencia; aun cuando yo rechacé su oferta, intentó meterme un par de ellos en la mano. Yo la retiré. Unos cuantos caramelos cayeron en la acera; se detuvo a recogerlos y luego me alcanzó en un trote. Cuando nos acercábamos al museo vimos el autobús rojo de los turistas (vacío, ahora) aparcado en la puerta.
—¡Ajá! —dijo Godard, complacido—. Veo que hoy tenemos muchos visitantes.
Se quitó el sombrero y con él en la mano como si fuera abriéndole paso, subió con todo decoro las escalinatas.
Algo no marchaba bien en el museo. Surgían de su interior gritos pendencieros, risas lascivas, e incluso lo que parecían ser los ruidos típicos de una pelea. Entramos al primer vestíbulo; allí el anciano guarda trataba de impedir que dos sacrílegos, todos sudorosos y de rostros ya rojos de energía, que portaban en las solapas una especie de emblemas festivos, se llevaran los excrementos del señor concejal de su correspondiente vitrina. El resto de los jóvenes, miembros de alguna organización deportiva rural, no paraban de hacer ruido y de reírse descaradamente, algunos del gusano conservado en alcohol, otros de la calavera. Uno hacía payasadas con las tuberías del radiador que pretendía era uno de los objetos expuestos; otro apuntaba con el puño e índice a una lechuza. Habría como unos treinta en total, y sus voces y movimientos creaban un tumulto de ruidos y estrépito.
Godard se puso a dar palmadas de atención y a apuntar a un cartel que decía: «Los visitantes del museo deben ir decentemente vestidos». Luego se abrió y me abrió camino hasta la sala segunda. Inmediatamente todo aquel tropel se apresuró a seguirnos. Yo llevé a Godard hasta el retrato; se quedó helado al verlo, hinchó el pecho, y luego se hizo atrás uno o dos pasos como para admirarlo, y con su tacón femenino le dio un pisotón a uno de aquellos energúmenos.
—Espléndido cuadro —exclamó con una sinceridad genuina—. Bueno, no seamos miserables en esta cuestión. Usted tenía razón, debe de haber un error en el catálogo.
Mientras hablaba, sus dedos, que parecían haber adquirido un movimiento independiente, rompieron nuestro acuerdo en miles de papelitos que fueron cayendo como copos de nieve en una escupidera maciza.
—¿Y quién es ese mono viejo? —preguntó un individuo con un jersey a rayas, mientras que otro gamberro, al ver que el abuelo de mi amigo estaba pintado con un puro encendido, intentaba encender su pitillo con la lumbre del puro.
—De acuerdo —dije—, fijemos el precio, y en cualquier caso, vayámonos de aquí.

Había una salida, de la que no me había percatado antes, al fondo de la sala y nos apresuramos a salir por ella.
—No puedo tomar una decisión —gritaba Godard por encima de aquel estrépito —. Ser decidido sólo es bueno cuando viene apoyado por la ley. Primero tengo que discutir este asunto con el alcalde, que acaba de morir y todavía no ha sido elegido. Dudo que pueda comprar el retrato pero, de todos modos, me gustaría enseñarle algunos de nuestros tesoros.
Nos encontramos en una sala de considerables dimensiones. Unos libros de color pardo, con un aspecto como si los hubieran pasado por agua y de páginas toscas y sucias, estaban dispuestos bajo un cristal sobre una larga mesa. En las paredes había unos muñecos, soldados de botas altas con rodillera.
—Hablemos del asunto —exclamé desesperado, tratando de dirigir las evoluciones de Godard hacia un sofá de terciopelo que había en una esquina. Pero el guarda me lo impidió. Blandiendo como espada su brazo sano, llegó corriendo hasta nosotros, perseguido por una jubilosa multitud de jóvenes, uno de los cuales se había tocado la cabeza con un casco de cobre de brillo rembrandtesco.
—¡Quíteselo, quíteselo! —gritaba Godard, y un empujón anónimo llevó al casco a volar por los aires con estruendo, lejos de la cabeza del gamberro.
—Sigamos —dijo Godard, tirándome de la manga, y entramos en la sección de escultura antigua.
Me perdí por un momento entre unas enormes piernas de mármol, y tuve que pasar dos veces por delante de una rodilla gigantesca antes de recobrar a Godard, que me buscaba también a mí desde detrás del tobillo blanco de una gigante cercana. Y en ese momento, un individuo con bombín, que debía haberse encaramado a la estatua, cayó de repente y desde las alturas al suelo de piedra. Uno de sus compañeros intentó ayudarle a levantarse, pero estaban los dos borrachos y Godard los dejó de lado y corrió hasta la sala vecina, radiante de alfombras orientales; tres podencos corrían sobre alfombras azules y un arco y una aljaba descansaban sobre una piel de tigre.
Curiosamente, sin embargo, la abigarrada mezcolanza de objetos así como la amplitud del lugar sólo provocaban en mí una sensación imprecisa como de opresión, que quizá fuera debida a que no dejaban de pasar ante mi vista nuevos visitantes y tal vez porque yo ya estaba impaciente por abandonar aquel museo innecesario, que no dejaba de expandirse, y dedicarme en calma y libertad a cerrar mis negociaciones mercantiles con Godard, empecé a experimentar una vaga sensación de alarma. Mientras tanto, habíamos transportado nuestros cuerpos hasta una nueva sala, que debía de ser realmente enorme, porque albergaba el esqueleto completo de una ballena, que parecía el casco de una fragata; a lo lejos se divisaban todavía más salas, con el correspondiente brillo oblicuo de los cuadros, llenos de nubes de tormenta, entre las que flotaban ídolos del arte religioso mostrando vestimentas azules y rosas; y todo ello se resolvía en una abrupta turbulencia de pliegues envueltos en la niebla, y candelabros todos relucientes y peces con agallas translúcidas que serpenteaban a través de acuarios iluminados. Al subir a toda prisa por una escalera vimos, desde la galería superior, un grupo de gente de pelo gris y con paraguas, examinando una réplica gigantesca del universo.
Finalmente, al llegar a la habitación sombría pero magnífica dedicada a la historia de las máquinas de vapor, conseguí detener por un instante a mi despreocupado guía.
—¡Ya basta! —grité—. Yo me voy. Hablaremos mañana.
Cuando acabé de hablar ya se había desvanecido. Me volví y vi, apenas a unos centímetros de donde yo estaba, las majestuosas ruedas de una sudorosa locomotora. Durante un largo rato traté de rehacer mi camino entre los distintos modelos de estaciones de ferrocarril. ¡Qué raras brillaban las señales violetas en la penumbra de detrás del abanico de los raíles húmedos, y qué espasmos sacudían mi pobre corazón! De repente, todo volvió a cambiar de nuevo: ante mí se extendía un pasillo infinitamente largo, que contenía numerosos armarios de oficina y también gente que se escabullía de forma un tanto escurridiza. Di un giro de noventa grados y me encontré en medio de instrumentos musicales; las paredes, todas un gran espejo, reflejaban una hilera de pianos de cola, mientras que en el centro había una especie de estanque con un bronce de Orfeo sobre una roca verde. El tema acuático no acababa ahí porque, al volver corriendo, di con mi persona en la Sección de Fuentes y Arroyos, y me resultaba difícil caminar por las riberas sinuosas y cenagosas de aquellas aguas.
De vez en cuando, a uno u otro lado, aparecían unas escaleras de piedra con unos charcos en los escalones que me producían una extraña sensación de miedo, que descendían hasta abismos llenos de niebla de los que surgían una serie de silbidos, el chocar de platos, el golpeteo de máquinas de escribir, martillazos, y muchos otros ruidos, como si, allá abajo, hubiera salas de exposiciones de algún que otro tipo, que ya estuvieran cerradas o cuyas obras estuvieran a punto de completarse. Luego me vi envuelto en la oscuridad y empecé a tropezar con todo tipo de muebles desconocidos hasta que finalmente vi una luz roja y salí a una plataforma que sonaba metálica a mi paso… y de repente, tras ella, me encontré con un cuarto de estar iluminado, amueblado con gusto al estilo Imperio, pero sin un alma, sin un alma… Para entonces yo ya estaba indescriptiblemente aterrado, pero cada vez que intentaba deshacer mi camino a lo largo de los distintos pasadizos, me volvía a encontrar en lugares desconocidos —en un invernadero con hortensias y cristales rotos a través de los cuales se colaba la oscuridad de la noche artificial o en un laboratorio desierto con alambiques polvorientos sobre las mesas. Finalmente fui a parar a una especie de habitación con percheros monstruosamente atiborrados de abrigos negros y pieles de astracán; desde detrás de una puerta llegaba un estallido de aplausos, pero cuando abrí la puerta de golpe, no encontré teatro alguno, sino únicamente una suave opacidad y una niebla de imitación tan perfecta que incluso mostraba de forma convincente una serie de manchas correspondientes a unas confusas farolas. ¡Más que convincentes! Avancé unos pasos e inmediatamente una inconfundible y bienvenida sensación de realidad reemplazó finalmente a toda aquella basura irreal contra la que me había ido estrellando por todos los lados. La piedra que tenía bajo mis pies era un auténtico adoquín de la acera, espolvoreada con nieve maravillosamente fragante y recién caída. Al principio la frescura silenciosa y nevada de la noche, que de alguna manera me resultaba extrañamente familiar, me produjo una sensación placentera después de mi deambular enfebrecido. Confiadamente, empecé a hacer conjeturas acerca del lugar en el que había estado y acerca del porqué de la nieve, y qué serían aquellas luces que brillaban exageradamente aunque indistintas, aquí y allá en la parda oscuridad. Me puse a mirar e incluso me agaché a tocar una piedra redonda del bordillo de la acera, y luego me quedé contemplando la palma de la mano, llena de húmedo frío granular, como si esperara encontrar allí una explicación. Sentí que iba vestido demasiado ligero, demasiado cándido, pero la conciencia de que había logrado escaparme del laberinto del museo era todavía tan fuerte que en los dos primeros minutos, no experimenté ni sorpresa ni miedo. Siguiendo con mi examen detenido miré la casa junto a la que me encontraba e inmediatamente me chocó el espectáculo de sus escaleras de hierro y de los raíles que bajaban hasta la nieve en su camino hacia el sótano. Me dio una punzada al corazón, y cuando volví a mirar la acera lo hice con una curiosidad de orden nuevo, un punto alarmada, al ver su cubierta blanca a lo largo de la cual se estiraban una serie de líneas negras, y también el cielo pardo cruzado por una luz persistente y misteriosa, y el parapeto macizo a cierta distancia. Me pareció que tras él había como una pendiente; algo crujía y regurgitaba allí abajo. Más allá, al otro lado de aquella cavidad lóbrega, se extendía una cadena de luces borrosas. Arrastrándome por la nieve con mis pies empapados, caminé unos cuantos pasos, sin dejar de mirar aquella casa oscura a mi derecha; sólo había luz en una ventana, donde una lámpara solitaria lucía débilmente bajo su pantalla de cristal verde. Una puerta de madera cerrada… Deben de ser los postigos de una tienda que duerme… Y a la luz de una farola cuyas formas me habían empezado a gritar su mensaje imposible, conseguí descifrar el final de un letrero —«… INKA SAPOG» (… CIÓN DE CALZADO)— pero no, no era la nieve la que había borrado el letrero. «No, no, en un minuto me despertaré», dije en alta voz, y, temblando, con el corazón a golpes, me di la vuelta, seguí caminando, me volví a detener. De algún lugar me llegó el ruido de unos cascos de caballo que se alejaban, la nieve se asentaba como un gorro de dormir sobre una piedra y se mostraba confusamente blanca sobre una pila de leña al otro lado de la verja, y entonces supe, de manera irrevocable, dónde me encontraba. ¡Ay de mí, no era en la Rusia que yo recordaba, sino en la Rusia real de hoy en día, prohibida para mí, desesperadamente servil, y también desesperadamente mi patria! Yo, un medio fantasma vestido con un traje extranjero de verano, me quedé de pie en la nieve impasible de una noche de octubre, en algún lugar junto al Moyka o al canal Fonanja, o quizá fuera en el Obvodny, y tenía que hacer algo, ir a algún lugar, correr; proteger con desesperación mi vida frágil, fuera de la ley. ¡Cuántas veces había experimentado esa misma sensación mientras dormía! Ahora, sin embargo, era realidad. Todo era real, el aire parecía mezclarse con los copos de nieve dispersos, con el canal que todavía no se había helado, con la casa flotante, y con aquel peculiar rectángulo de las ventanas oscuras y amarillas. Un hombre con una gorra de piel, y una cartera bajo el brazo, llegó hasta mí como desde la niebla, me lanzó una mirada asustada y se volvió a mirarme después de haberse cruzado conmigo. Esperé a que desapareciera y entonces, con prisas, empecé a sacar todo lo que llevaba en los bolsillos, destrozando papeles, arrojándolos en la nieve y después pisoteándolos. Había algunos documentos, una carta de mi hermana en París, quinientos francos, un pañuelo, cigarrillos: sin embargo, a fin de despojarme de todos los tejidos del exilio, tendría que desgarrar y destrozar mi ropa, mis calzoncillos, mis zapatos, todo, y quedarme idealmente desnudo: y aunque ya estaba temblando y con escalofríos a causa del frío y también de mi angustia, hice todo lo que pude en ese sentido.
Pero basta. No relataré la historia de cómo me arrestaron ni tampoco contaré las pruebas subsiguientes por las que hube dé pasar. Baste decir que me costó una paciencia y un esfuerzo increíbles volver a salir al extranjero, y que, desde entonces, me he jurado no llevar a cabo misiones confiadas por la locura de los otros.

 – Vladimir Nabokov.

«La visita al museo» («Poseshchenie muzeya») se publicó en la revista del exilio Sovremennyya Zapiski (1939) y posteriormente en el volumen de relatos Vesna v Fialte (1959). La versión inglesa apareció en Esquire en marzo de 1963 y posteriormente se incluyó en Nabokov’s Quartet (1966).
Los lectores que no sean rusos tal vez agradezcan una nota explicativa. En un determinado momento, el desgraciado narrador observa el rótulo de una tienda y se da cuenta de que no está en la Rusia de su pasado sino en la Unión Soviética. El detalle revelador es la ausencia de la letra que solía decorar el final de una palabra terminada en consonante en la vieja Rusia pero que se omite en la ortografía reformada adoptada por los soviéticos.

 

 

 

 

Una rosa para Emily – Un relato de William Faulkner

Un rosa para Emily fue el primer relato publicado por William Faulkner, apareció en 1930 en el magazine The Forum. Es un claro exponente del gótico sureño, con algunas reminiscencias del estilo macabro de E. A. Poe. Es una historia ambientada en Jefferson, la capital del ficticio condado de Yoknapatawpha, donde transcurren la mayoría de la ficciones del escritor norteamericano.

Este relato fue lo primero que leí de Faulkner hace ya unos cuantos años y fue toda una revelación, recuerdo que me encantó la cadencia y la manera de contar la historia. Ese ritmo lento y pegajoso que te introduce en el ambiente de esa pequeña ciudad sureña, atrapada entre la modernidad y las rancias tradiciones de antes de la guerra civil, que parecen no querer abandonar. El personaje de Emily Grierson es un claro exponente de ese pasado que persiste y que lo impregna todo. Un personaje peculiar, altivo, desconectado de la realidad y del progreso, que vive en su propio mundo y que se resiste con vehemencia a cualquier tipo de cambio.

El relato también es interesante porque en muy pocas páginas, el autor nos ofrece un muestrario de las costumbres y códigos de conducta de la sociedad sureña de la época y también nos habla de los efectos de la soledad y de la locura. Además la maestría de Faulkner introduce la dosis justa de suspense para llevarnos de la mano hasta el final. En resumen, un relato magnífico y una buena manera de aproximarse a un escritor con fama de difícil.

 

Una rosa para Emily

I

Cuando murió la señorita Emily Grierson, todo nuestro pueblo fue a su funeral: los hombres por una especie de respetuoso afecto hacia un monumento caído, las mujeres sobre todo por la curiosidad de ver el interior de su casa, que nadie, excepto un viejo criado —mezcla de jardinero y cocinero— había visto, por lo menos, en los últimos diez años.

Era una casa de madera, grande, más bien cuadrada, que alguna vez había sido blanca; estaba decorada con cúpulas, agujas y balcones con volutas, según el airoso y pesado estilo de los setenta. Se ubicaba en la que antiguamente fue nuestra mejor calle, después invadida por talleres y limpiadoras de algodón que se inmiscuyeron e hicieron caer en el olvido incluso los apellidos más ilustres de ese vecindario. Sólo la casa de la señorita Emily seguía alzando su obstinada y coquetona decadencia por encima de los camiones de algodón y las bombas de gasolina —un adefesio entre adefesios. Y ahora la señorita Emily había ido a reunirse con los que otrora portaran aquellos ilustres apellidos en el lánguido cementerio de cedros, donde yacían entre las tumbas, ordenadas en filas y anónimas, de los soldados de la Unión y la Confederación que cayeron en la batalla de Jefferson.

En vida, la señorita Emily había sido una tradición, una preocupación y un deber; algo así como una obligación hereditaria que recayó sobre el pueblo desde aquel día de 1894 en que el coronel Sartoris, el alcalde —quien creó el decreto por el cual ninguna mujer negra podría salir a la calle sin un delantal— le condonó el pago de impuestos desde la muerte de su padre y a perpetuidad. No era que la señorita Emily hubiera aceptado una obra de caridad. El coronel Sartoris inventó una complicada historia según la cual el padre de ella había prestado dinero al pueblo, dinero que la comunidad, por cuestiones financieras, prefería pagarle de esta manera. Sólo un hombre de la generación y con la mentalidad del coronel Sartoris podría haber inventado algo así, y sólo una mujer podría haberlo creído.

Este acuerdo generó cierto descontento cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, llegó a la alcaldía y al Consejo. El primer día del año le enviaron por correo una notificación del pago de impuestos. Llegó febrero y aún no había respuesta. Le escribieron un oficio para pedirle que se presentara en la oficina del alguacil en cuanto le fuera posible. Una semana después, el alcalde mismo le escribió, ofreciéndose a visitarla o enviarle su coche y recibió como respuesta una nota escrita en un papel de apariencia anticuada, con caligrafía fina y fluida y tinta desvanecida, en la que la señorita Emily le decía que ya no salía nunca. También incluía la notificación del pago de impuestos, sin comentario alguno.

Convocaron a una junta especial de concejales. Una delegación fue a buscarla y tocó la puerta por la que ningún visitante había pasado desde que ella dejó de dar clases de pintura en porcelana ocho o diez años antes. El viejo negro los guió hacia un oscuro vestíbulo, desde donde ascendía una escalera que se adentraba en una oscuridad todavía más profunda. Olía a polvo y desuso —un olor a encierro, a humedad. El negro los condujo a la sala, donde había pesados muebles de piel. Cuando él abrió las persianas de una ventana, pudieron ver las grietas en la piel de los muebles y al sentarse, un ligero polvillo se elevó perezosamente alrededor de sus muslos, girando con lentas motas a la luz del único rayo de sol. En un caballete dorado deslustrado que se encontraba frente a la chimenea, se erigía un retrato al carbón del padre de la señorita Emily.

Se levantaron cuando ella entró —una mujer pequeña y gorda, vestida de negro, con una delgada cadena de oro que descendía hasta su cintura y desaparecía en su cinturón. Se apoyaba en un bastón de ébano con cabeza de oro deslustrado. Su esqueleto era pequeño y enjuto; quizás por eso lo que en otra persona hubiera sido simple gordura, en ella era obesidad. Se veía hinchada y con el mismo color pálido que un cuerpo sumergido por mucho tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las protuberancias que formaban los pliegues de su cara, parecían dos pequeños carbones presionados en un bulto de masa que se movían de una cara a otra mientras los visitantes explicaban el motivo de su visita.

Ella no los invitó a sentarse. Solamente se paró bajo el marco de la puerta y escuchó en silencio hasta que el hombre titubeó y se detuvo. Entonces ellos pudieron escuchar el tictac del invisible reloj que colgaba de la cadena de oro.

Su voz era seca y fría. “Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. El coronel Sartoris me lo explicó. Quizás alguno de ustedes pueda tener acceso a los registros de la ciudad y comprobarlo por sí mismo.”

“Ya lo hicimos. Somos las autoridades de la ciudad, señorita Emily. ¿No recibió una notificación del alguacil, firmada por él mismo?”

“Sí, recibí un papel —dijo la señorita Emily—. Quizás él se cree el alguacil… Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”

“Pero, verá usted, no hay ningún registro que lo demuestre. Debemos seguir…”

“Vean al coronel Sartoris. Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”

“Pero, señorita Emily…”

“Vean al coronel Sartoris. (El coronel Sartoris había muerto hacía casi diez años.) Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. ¡Tobe! —el negro apareció—. Muéstrale a los caballeros dónde está la salida.”

II

Así que los venció, por completo, tal y como había vencido a sus antepasados treinta años atrás en relación con el olor. Eso fue dos años después de la muerte del padre de la señorita Emily y poco después de que su enamorado —el que todos creíamos que la desposaría— la abandonara. Después de la muerte de su padre ella salía muy poco; después de que su novio se fue, ya no se le veía en la calle en lo absoluto. Algunas damas tuvieron la osadía de buscarla pero no las recibió, y la única señal de vida en el lugar era el negro —joven entonces— que salía y entraba con la canasta del mercado.

“Como si un hombre —cualquier hombre— pudiera llevar una cocina adecuadamente”, decían las damas. Así que no se sorprendieron cuando surgió el olor. Fue otro vínculo entre el mundo ordinario, terrenal, y los encumbrados y poderosos Grierson.

Una vecina se quejó con el alcalde, el juez Stevens, de ochenta años de edad.

“¿Pero qué quiere que haga al respecto, señora?”, dijo.

“Bueno, mande a alguien a decirle que lo detenga —dijo la mujer—. ¿Acaso no hay leyes?”

“Estoy seguro de que no será necesario —dijo el juez Stevens—. Probablemente sea solamente que su negro mató una víbora o una rata en el jardín. Hablaré con él al respecto.”

Al día siguiente recibió dos quejas más, una de ellas de un hombre que le dijo con tímida desaprobación: “De verdad debemos hacer algo al respecto, juez. Yo sería el último en molestar a la señorita Emily, pero debemos hacer algo.” Esa noche el Consejo se reunió —tres hombres con barbas grises y un hombre más joven, miembro de la nueva generación.

“Es simple —dijo este último—. Enviémosle un aviso para que limpie su propiedad. Le damos un plazo para hacerlo y si no lo hace…”

“Por Dios —dijo el juez Stevens—, ¿acusaría a una dama de oler mal en su propia cara?”

Así que la noche siguiente, después de media noche, cuatro hombres cruzaron el jardín de la señorita Emily y se escabulleron en la casa como ladrones, husmeando a lo largo del basamento de ladrillo y los huecos del sótano mientras uno de ellos hacía un movimiento regular con el brazo, como de sembrador, sacando algo de un saco que colgaba de su hombro. Rompieron la puerta del sótano y espolvorearon cal ahí y en todo el exterior de la casa. Cuando cruzaron de nuevo el jardín, una ventana que había estado apagada estaba ahora iluminada y se podía ver a la señorita Emily sentada, con la luz detrás de ella y la parte superior de su torso inmóvil como la de un ídolo. Se deslizaron silenciosamente a través del césped hacia la sombra de las acacias que bordeaban la calle. Después de una semana o dos el olor desapareció.

Eso fue cuando la gente ya había comenzado a sentir verdadera pena por ella. El pueblo recordaba cómo la anciana Wyatt, su tía abuela, se había vuelto completamente loca y creía que los Grierson se sentían más importantes de lo que realmente eran. Ningún joven era lo suficientemente bueno para la señorita Emily y su familia. Habíamos pensado durante mucho tiempo en ellos como si fueran un cuadro, la delgada figura de la señorita Emily en el fondo y la figura de su padre al frente, con la espalda vuelta hacia ella y sujetando un látigo, ambos enmarcados por la puerta principal abierta. Así que cuando ella cumplió treinta años y aún era soltera, no fuimos precisamente complacidos, sino vengados; incluso con la locura de su familia, ella no hubiera rechazado todas sus oportunidades si éstas se hubieran materializado de verdad.

Cuando su padre murió, se rumoraba que la casa fue todo lo que le dejó, y de alguna forma, la gente estaba contenta por ello. Finalmente podrían compadecerse de la señorita Emily. Al quedar sola y pobre, se había humanizado. Ahora también ella sabría lo que eran la desesperación y el temor de tener un centavo de más o de menos.

El día siguiente a la muerte de su padre, todas las damas se prepararon para ir a su casa y ofrecer sus condolencias y ayuda, como es nuestra costumbre. La señorita Emily las encontró en la puerta, vestida como siempre y sin señal alguna de aflicción en el rostro. Les dijo que su padre no estaba muerto. Lo hizo durante tres días, con todo y que los ministros y los doctores la buscaban tratando de persuadirla para deshacerse del cuerpo. Justo cuando iban a recurrir a la ley y la fuerza, ella tuvo una crisis y ellos enterraron a su padre rápidamente.

Entonces no decíamos que estaba loca. Creíamos que tenía que hacer lo que hizo. Recordábamos a todos los jóvenes que su padre había ahuyentado y sabíamos que, ahora que nada le quedaba, tendría que aferrarse a quien la había robado, como cualquiera en su lugar lo haría.

III

Estuvo enferma durante mucho tiempo y cuando volvimos a verla, se había cortado el cabello, lo que la hacía parecer una niña, con un ligero parecido a esos ángeles de los vitrales de las iglesias —entre trágicos y serenos.

El pueblo acababa de aceptar los contratos para pavimentar las aceras y las obras comenzaron en el verano que siguió a la muerte de su padre. La compañía de construcción llegó con negros y mulas, maquinaria y un capataz llamado Homer Barron, yanki —un hombre grande, de piel oscura, vivaz, con una voz fuerte y ojos más claros que su rostro. Los niños lo seguían en grupos para escucharlo maldecir a los negros y a éstos cantar al compás con que subían y bajaban los picos. Muy pronto Homer Barron conocía ya a todo el pueblo. Siempre que se escuchaban risas en algún lugar de la plaza, él estaba en el centro del grupo. Poco tiempo después comenzamos a verlo con la señorita Emily las tardes de domingo, conduciendo su coche con ruedas amarillas y el par de caballos bayos de la caballeriza.

Al principio nos dio gusto que la señorita Emily estuviera interesada en alguien, porque todas las damas decían: “Por supuesto, una Grierson no tomaría en serio a un obrero del norte.” Pero otros, mayores, afirmaban que ni siquiera la aflicción podría hacer que una verdadera dama olvidara la noblesse oblige —sin llamarla exactamente noblesse oblige. Solamente decían: “Pobre Emily. Su familia debería visitarla.” Ella tenía algunos parientes en Alabama; pero años atrás su padre se había peleado con ellos por la herencia de la anciana Wyatt, la loca, y ya no había comunicación entre las dos familias. Ni siquiera habían enviado a alguien en su representación al funeral.

Y tan pronto como los ancianos dijeron “Pobre Emily”, los rumores comenzaron. “¿Crees que sea cierto? —se decían entre ellos—. Por supuesto que sí. ¿Qué más podría…?” Lo decían a sus espaldas; y el susurro de la seda y el raso detrás de las persianas cerradas bajo el sol de la tarde de domingo conforme sonaba el rápido clop-clop-clop de los caballos: “Pobre Emily.”

Ella llevaba la frente muy en alto —incluso cuando creíamos que había caído. Era como si demandara más que nunca el reconocimiento de su dignidad como la última Grierson; como si ese toque de desenfado reafirmara su impenetrabilidad. Como cuando compró el veneno para ratas, el arsénico. Eso sucedió un año después de que comenzaran a decir “Pobre Emily”, durante la visita de sus dos primas.

“Quiero un veneno”, dijo al droguero. Entonces ya rebasaba los treinta, era aún una mujer delgada, aunque más delgada de lo normal, con ojos negros, fríos y arrogantes, en una cara con la piel estirada sobre las sienes y alrededor de los ojos, como uno imaginaría que debe verse la cara de un guardafaros. “Quiero un veneno”, dijo.

“Sí, señorita Emily. ¿De qué tipo? ¿Para ratas y cosas por el estilo? Le recomiendo…”

“Quiero el mejor que tenga. No me importa de qué tipo sea.”

El droguero mencionó varios. “Matarían hasta a un elefante. Pero lo que quiere es…”

“Arsénico —dijo la señorita Emily—. ¿Ése es bueno?”

“¿Arsénico?… Sí, señora. Pero lo que usted quiere…”

“Quiero arsénico.”

El droguero bajó la mirada. Ella lo miró, muy erguida, con el rostro como una bandera tirante. “Bueno, por supuesto —dijo el droguero—. Si eso es lo que desea. Pero la ley exige que diga para qué va a usarlo.”

La señorita Emily sólo lo miró, con la cabeza inclinada hacia atrás para verlo a los ojos, hasta que él desvió la mirada, fue por el arsénico y lo envolvió. El repartidor, un niño negro, le llevó el paquete; el droguero no volvió. Cuando ella abrió el paquete en su casa, estaba escrito sobre la caja, debajo del símbolo de la calavera y los huesos cruzados: “Para ratas.”

IV

Así que al día siguiente todos dijimos “Va a suicidarse”; y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando se le había comenzado a ver con Homer Barron, habíamos dicho “Se casará con él”. Luego dijimos “Todavía puede convencerlo”, porque el mismo Homer había puntualizado que él no era para casarse, le gustaba alternar con hombres y se sabía que bebía con los jóvenes en el Club de Elk. Después dijimos “Pobre Emily” detrás de las persianas, cuando pasaban por la tarde de domingo en el brillante coche, la señorita Emily con la frente en alto y Homer Barron con el sombrero ladeado y un puro entre los dientes, tomando las riendas y el látigo entre sus guantes amarillos.

Luego algunas damas comenzaron a decir que era una desgracia para el pueblo y un mal ejemplo para los jóvenes. Los hombres no querían intervenir, pero finalmente las damas forzaron al pastor de la iglesia bautista —la familia de la señorita Emily pertenecía a la iglesia episcopal— a que hablara con ella. Él nunca habría de decir qué pasó durante la entrevista, pero se negó a regresar. Al domingo siguiente ellos pasaron de nuevo por las calles y el lunes la esposa del ministro le escribió a los parientes de la señorita Emily en Alabama.

De modo que de nuevo tenía parientes bajo su techo y nosotros esperamos para ver los acontecimientos. Al principio no sucedió nada. Luego estábamos seguros de que se casarían. Nos enteramos de que la señorita Emily había ido con el joyero y le había pedido un juego de tocador de plata para hombre, con las letras H.B. grabadas en cada pieza. Dos días después nos enteramos de que había comprado un juego completo de ropa de hombre, incluyendo un camisón para dormir. Entonces dijimos “Están casados”. De verdad estábamos contentos. Lo estábamos porque las dos primas eran aún más Grierson de lo que la señorita Emily había sido.

De modo que no nos sorprendió que Homer Barron se fuera —las obras en las calles habían terminado desde hacía algún tiempo. Nos desilusionó un poco que no hubiera una despedida pública, pero creíamos que él se había ido para preparar la llegada de la señorita Emily, o para darle la oportunidad de deshacerse de sus primas. (Para entonces ya era una conspiración y todos éramos aliados de la señorita Emily para ayudar a ahuyentar a las primas.) Efectivamente, después de una semana partieron. Y, como todos esperábamos, tres días después Homer Barron volvió al pueblo. Una vecina vio al negro recibiéndolo por la puerta de la cocina en la penumbra una noche.

Ésa fue la última vez que vimos a Homer Barron. También a la señorita Emily, por algún tiempo. El negro entraba y salía con la canasta del mercado, pero la puerta principal seguía cerrada. De vez en cuando la veíamos en la ventana por un momento, como cuando la vieron los hombres que esparcieron la cal, pero durante casi seis meses ella no se apareció en la calle. Entonces supimos que también esto era de esperarse; como si la personalidad de su padre, que había frustrado su vida de mujer tantas veces, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa como para morir.

Cuando volvimos a verla, había engordado y su cabello se estaba volviendo gris. Con los años se tornó gradualmente más gris hasta que llegó a ser de un gris acerado, entrecano parejo, y así permaneció. El día de su muerte a los setenta y cuatro años seguía siendo el mismo brioso gris acerado, como el cabello de un hombre activo.

A partir de entonces la puesta principal de su casa permaneció cerrada, excepto por un periodo de seis o siete años, cuando ella tenía alrededor de cuarenta años, durante el cual dio clases de pintura en porcelana. Acondicionó una de las habitaciones a manera de estudio en la planta baja y allí le enviaban a las hijas y nietas de los coetáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y el mismo espíritu con que las mandaban a la iglesia los domingos, con una moneda de veinticinco centavos para la canastilla de la limosna. Para entonces ya le habían condonado el pago de impuestos.

Entonces la nueva generación se volvió la columna vertebral y el alma del pueblo, las alumnas de pintura crecieron, se fueron y no enviaron a sus hijas con cajas de colores y tediosos pinceles e imágenes recortadas de las revistas para damas a la casa de la señorita Emily. La puerta principal se cerró por última vez detrás de la última alumna y permaneció cerrada para siempre. Cuando el pueblo tuvo correo gratuito, únicamente la señorita Emily se negó a dejarlos poner los números metálicos sobre su puerta y a instalar un buzón. Ella no los escuchaba.

Día con día, mes con mes, año con año, vimos al negro encanecer y encorvarse, entrando y saliendo con la canasta del mercado. Cada diciembre enviábamos a la señorita Emily una notificación para que pagara sus impuestos, notificación que regresaría por correo una semana después, sin haber sido abierta. De vez en cuando la veíamos en una de las ventanas de la planta baja —evidentemente, había cerrado el piso superior de la casa— como el torso tallado de un ídolo en un nicho, sin que supiéramos si nos veía o no. Así siguió de generación en generación —cercana, ineludible, impenetrable, impasible y perversa.

Y así murió. Se enfermó en la casa llena de polvo y de sombras, con sólo el negro senil para atenderla. Ni siquiera nos enteramos de que estaba enferma; hacía mucho que habíamos dejado de intentar obtener información del negro. Él no hablaba con nadie, quizás ni siquiera con ella, ya que su voz se había vuelto áspera y oxidada, como por el desuso.

Ella murió en una habitación de la planta baja, en una pesada cama de nogal con cortina, su cabeza gris apoyada en una almohada amarillenta y mohosa por el tiempo y la falta de luz del sol.

V

El negro recibió a las damas en la puerta principal, con sus cuchicheos silbantes y sus miradas furtivas y curiosas, y luego desapareció. Atravesó la casa, salió por la parte trasera y nadie volvió a verlo.

Las dos primas vinieron en seguida. Ellas organizaron el funeral al segundo día y recibieron al pueblo que venía a ver a la señorita Emily bajo un ramo de flores compradas, con la cara al carbón de su padre meditando profundamente por encima del ataúd, las damas repugnantes susurrando y los muy ancianos —algunos con sus uniformes de la Confederación recién cepillados— en el porche y el césped, hablando de la señorita Emily como si hubiera sido contemporánea suya, creyendo que habían bailado con ella y que quizás hasta la habían cortejado, confundiendo el tiempo y su progresión matemática, como le pasa a los ancianos, para quienes el pasado no es un camino que se estrecha, sino un vasto campo al que el invierno nunca toca, separado de ellos por el estrecho cuello de botella de la década más reciente.

Ya sabíamos que había una habitación en el piso de arriba que nadie había visto en cuarenta años, cuya puerta debería forzarse. Esperaron, sin embargo, hasta que la señorita Emily estuviera decentemente bajo tierra antes de abrirla.

La violencia al romper la puerta pareció llenar la habitación con un polvillo penetrante. Un paño delgado como el de la tumba cubría toda la habitación que es taba adornada y amueblada como para unas nupcias: sobre las cenefas de color rosa desvaído, sobre las luces rosas, sobre el tocador, sobre los delicados adornos de cristal y sobre los artículos de tocador de hombre, cubiertos con plata deslustrada, tan deslustrada que las letras estaban oscurecidas. Entre ellos estaba un cuello y una corbata, como si alguien se los acabara de quitar; al levantarlos, dejaron sobre la superficie una pálida medialuna entre el polvo. Sobre una silla estaba colgado el traje, cuidadosamente doblado; debajo de éste, los mudos zapatos y los calcetines tirados a un lado.

El hombre yacía en la cama.

Durante un largo rato nos quedamos parados ahí, contemplando aquella sonrisa profunda y descarnada. Parecía que el cuerpo había estado alguna vez en la posición de un abrazo, pero ahora el largo sueño que sobrevive al amor, que conquista incluso los gestos del amor, le había sido infiel. Lo que quedaba de él, podrido bajo lo que quedaba del camisón, se había vuelto inseparable de la cama en la que yacía, y la cubierta uniforme del paciente y eterno polvo cubría el cuerpo y la almohada a su lado.

Entonces nos dimos cuenta de que en la segunda almohada estaba la marca de una cabeza. Uno de nosotros levantó algo de ella e, inclinándonos hacia delante, con el débil e invisible polvo seco y acre en la nariz, encontramos un largo mechón de cabello color gris acerado.

– William Faulkner

 A Rose for Emily (1930).

 

No se culpe a nadie – Julio Cortázar

Era una mañana de Enero en el punto B-305, mientras finas hebras de un sol invernal atravesaban la ventana, inundando de luz la habitación, J y M remoloneaban adormilados en una cama, acompasados con el ritmo de un blues lento, cuyas notas fluctuaban en el aire acariciándolos. En un momento dado, J le propuso a M leer un cuento de Julio Cortázar. M accedió encantado, así que J sacó las Instrucciones para leer cuentos, las consultó un par de minutos, busco el relato y entonces procedió a leérselo a M.

M recuerda que cerró los ojos mientras escuchaba a J para imaginarse mejor la historia y de vez en cuando los entreabría para verla leyendo muy concentrada el texto. M también recuerda que la voz de J, su acento (una bella amalgama entre argentino, canario y madrileño) y sus risas le daban un toque especial al relato. Una vez acabado el cuento, a M le entraron ganas de haber representado la historia de manera cómica mientras J lo leía y pensó en pedirle que se lo releyera, pero no lo hizo (quizá se lo pida la próxima vez). En lugar de eso, estuvieron riéndose y comentando el cuento entre caricias, cíclopes y sábanas relampagueantes. Y es que J y M son dos cronopios, que disfrutan con los mundos creados por el Gran Cronopio. Siguen fascinados, asombrándose cada vez que leen algo suyo como si fuera la primera vez y que cuando están juntos, las leyes de la realidad y el tiempo dejan de tener sentido y se trastocan hasta límites insospechados. Tanto como que en la (aparentemente inexistente) 503 haya dos dobles idénticos a ellos haciendo lo mismo pero al revés, que las sábanas contengan efímeras luciérnagas o que en la oscuridad total se materialicen de la nada y como por arte de magia, cuerpos, deseos y pasiones.

El cuento que J leyó a M es éste que os presento aquí, un relato muy divertido y con varias lecturas entre lineas. Un relato en el que como casi todo lo que escribió Cortázar, el orden cotidiano de la realidad se subvierte y se vuelve extraño, en este caso ponerse un jersey puede convertirse en toda una aventura. Espero que os guste tanto como a J y a mí.

 

No se culpe a nadie

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas, por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente, pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire, al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver, por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara, sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso, respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación, es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver, lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas, en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

Ilustración de Ángela Corti.

– Julio Cortázar

No se culpe a nadie, incluido en Final del juego, 1956.

 

El horror del túmulo – Un relato de Robert E. Howard

Aprovechando que es Halloween, Samhain, Gau Beltza, Víspera de Todos los Santos o como queráis llamarlo y que en esta época se estila pasar miedo, se me ha ocurrido contribuir a ello con un poco de terror. Hoy os traigo un relato del gran escritor de pulps: Robert E. Howard. A muchos no os sonará su nombre, pero este tipo fue el creador de Conan el Bárbaro y Solomon Kane entre otros personajes. De fértil imaginación y corta vida, pues se suicidó a los 30 años, Howard escribió cientos de relatos de temáticas variadas que van desde el género fantástico al Western, además de aventuras, terror, misterio y ciencia ficción. Durante varios años fue una de las estrellas indiscutibles de la revista Weird Tales, junto con H. P. Lovecraft, Clark Ashton Smith y Seabury Quinn.

No me voy a extender mucho con su biografía, ya que estoy preparando una entrada más exhaustiva sobre su vida y obra. Aunque sí os diré que este relato ambientado en Texas, es uno de mis favoritos, ya que mezcla dos géneros que me apasionan: el Western y el terror. Una historia en la que encontramos viejas supersticiones, misterio, conquistadores españoles y sobre todo, mucho terror.

Así que sin más preámbulos os dejo con El horror del túmulo.

Espero que paséis un mal rato leyéndolo.

 

El horror del túmulo

Steve Brill no creía en fantasmas ni en demonios. Juan López sí. Pero ni la precaución de uno ni el obstinado escepticismo del otro pudieron protegerlos contra el horror que recayó sobre ellos… un horror olvidado por los hombres durante más de trescientos años, un monstruoso horror que procedente de épocas oscuras había resucitado.
Sin embargo, mientras Steve Brill se hallaba sentado en su desvencijado porche aquella última noche, sus pensamientos estaban tan alejados de extrañas amenazas como los pensamientos de cualquier hombre puedan estarlo. Los suyos eran pensamientos amargos pero materialistas. Miró sus tierras y luego blasfemó en voz alta. Brill era alto, delgado y tan duro como la piel de unas botas… un digno descendiente de los pioneros de cuerpos acerados que arrebataron a la tierra virgen el oeste de Texas. Estaba tostado por el sol y era fuerte como un novillo de cuerno largo. Sus delgadas piernas y las botas que las sostenían delataban sus instintos de vaquero, y ahora se maldecía a sí mismo por haber bajado de los lomos de su gruñón potro mesteño y haber dedicado su tiempo a sacar adelante una granja. El no era granjero, admitió el joven vaquero maldiciéndose una vez más.
Sin embargo, su fracaso no había sido totalmente culpa suya. Lluvia abundante en el invierno, tan escasa en el oeste texano, había creado fundadas esperanzas de buenas cosechas. Pero, como de costumbre, algo sucedió. Una helada tardía echó a perder toda la fruta. El grano que había prosperado tanto estaba ahora abierto, descascarillado y aplastado en el suelo tras una terrible granizada justo cuando ya estaba amarilleando. Un periodo de intensa sequía, seguido de otro granizo, acabó con el maíz.
Luego el algodón, que a duras penas había sobrevivido, sufrió una plaga de saltamontes que vació el campo de Brill de un día para otro. Así que Brill estaba sentado y jurando que no renovaría el arrendamiento, y daba las gracias fervientemente por no ser el propietario de aquella tierra en la que había malgastado su sudor, y por que hubiera todavía anchas cordilleras ondulantes hacia el Oeste en las que un hombre joven podía ganarse la vida cabalgando y echando el lazo.
En ese momento, allí sentado y descorazonado, vio que se acercaba una figura. Era su vecino más próximo, Juan López, un viejo mexicano taciturno que vivía en una cabaña al otro lado de la colina y el riachuelo, y que trabajaba por cuenta ajena como labriego para ganarse la vida. Últimamente había estado labrando una franja de tierra de una granja cercana, y al regresar a su choza solía cruzar una esquina de los pastos de Brill.
Brill observó ociosamente cómo subía por la cerca de alambre de espino y caminaba penosamente por el camino que él mismo había marcado con el uso chafando las yerbas ya resecas. Llevaba haciendo ese trabajo más de un mes, talando duros y nudosos mezquites y desenterrando las increíblemente largas raíces, y sabía que su vecino siempre tomaba el mismo camino a casa. Y al mirarlo, Brill se percató del largo rodeo que daba por un lado, como si evitara pasar cerca de un montículo que sobresalía por encima de los pastos. López vadeó ampliamente esa loma y Brill recordó que el viejo mexicano siempre lo rodeaba manteniéndose a cierta distancia. Y entonces otro pensamiento se apoderó de la mente de Brill… López siempre aceleraba el paso cuando pasaba más cerca del promontorio, y siempre se aseguraba de cruzarlo antes de la puesta de sol… Sin embargo, los trabajadores mexicanos normalmente trabajaban desde la primera luz de la mañana hasta el último resplandor del crepúsculo, especialmente en estos trabajos de campo, en los que cobraban por acre trabajado y no por jornada. La curiosidad de Brill aumentó.
Se levantó y, bajando lentamente el suave repecho en el que se elevaba su cabaña, detuvo al mexicano que avanzaba lentamente.
—¡Eh, López, espera un minuto!
López se detuvo; miró a su alrededor y se quedó inmóvil, pero sin mostrar entusiasmo alguno mientras el hombre blanco se aproximaba.
—López —dijo Brill perezosamente—, ya sé que no es asunto mío, pero sólo quería preguntarte… ¿por qué siempre bordeas a tanta distancia aquel viejo túmulo indio?
—No entiende —gruñó López secamente.
—Mentiroso —respondió Brill cordialmente—. Y tanto que entiendes; hablas inglés tan bien como yo. ¿Qué ocurre?… ¡Piensas que esa colina está embrujada o algo parecido!
Brill podía hablar español, y leerlo también, pero como la mayoría de los anglosajones prefería hablar su propio idioma.
López se encogió de hombros.
—No es un buen sitio, no bueno —farfulló, evitando la mirada de Brill—. Dejemos en paz las cosas ocultas.
—Supongo que tienes miedo a los fantasmas —bromeó Brill—. ¡Diantre, si aquello es un túmulo indio, esos indios han estado muertos desde hace tanto tiempo que sus fantasmas ya deben de haberse desgastado!
Brill sabía que los mexicanos analfabetos miraban con aversión supersticiosa los túmulos que hay esparcidos profusamente en el suroeste como vestigios de épocas pasadas y olvidadas, y que contenían los huesos mohosos de jefes y guerreros de una raza perdida.
—Mejor no remover lo que hay escondido bajo tierra —gruñó López.
—Tonterías —dijo Brill—. Algunos de los chicos y yo asaltamos uno de aquellos sepulcros allá en el condado de Palo Pinto y desenterramos huesos de un esqueleto, además de collares y flechas de sílex y cosas similares. Guardé algunos de los dientes durante mucho tiempo, hasta que los perdí, y nunca se me ha aparecido fantasma alguno.
—¿Indios? —bramó López súbitamente—. ¿Quién ha hablado de indios? Ha habido más que indios en este país. En la Antigüedad, aquí sucedieron cosas muy extrañas. He oído las historias de mi gente, que han pasado de generación en generación. Y mi gente había vivido aquí mucho antes que la suya, señor Brill.
—Sí, tienes razón —admitió Steve—. Los primeros hombres blancos que poblaron este país fueron los españoles, por supuesto. Coronado pasó no muy lejos de aquí, según he oído, y la expedición de Hernando de Estrada atravesó aquellas tierras de allá, hace no sé cuánto tiempo.
—En 1545 —dijo López—. Acamparon más allá, donde ahora está su corral.
Brill se giró para echar una ojeada a su corral vallado con raíles, habitado ahora por su caballo de montar, un par de jamelgos para las labores y una vaca esquelética.
—¿Cómo es que sabes tanto de eso? —preguntó con curiosidad.
—Uno de mis antepasados acompañaba a De Estrada —respondió López—. Un soldado: Porfirio López. El le habló a su hijo de aquella expedición, y el hijo a su hijo, y así unos a otros siguiendo la línea familiar hasta llegar a mí, pero yo no tengo hijos a los que contar la historia.
—No sabía que estuvieras tan bien relacionado —dijo Brill—. Quizás sepas algo sobre el oro que se suponía que De Estrada había escondido por aquí, en algún lugar.
—No había oro —bramó López—. Los soldados de De Estrada sólo llevaban sus armas, y tuvieron que abrirse camino luchando en un país hostil… muchos de sus huesos quedaron por el camino. Más tarde, muchos años después, una caravana de mulas de Santa Fe fue atacada por comanches a no mucha distancia de aquí, y los atacados escondieron el oro y escaparon; por eso las leyendas se confunden. Pero ni tan siquiera ese oro está allí ahora, porque unos gringos cazadores de búfalos lo encontraron y desenterraron.
Bill asentía abstraído, casi sin prestar atención. De todo el continente de Norteamérica no hay ninguna zona tan azotada por historias de tesoros perdidos o enterrados como el suroeste. Innumerables riquezas transitaron de un lado a otro a través de las colinas y llanuras de Texas y Nuevo México en los viejos tiempos, cuando España era propietaria de las minas de oro y plata del Nuevo Mundo y controlaba el comercio de pieles del Oeste, y aún sobreviven algunos ecos de aquella riqueza en las historias de alijos de oro. Un sueño similar, originado por el fracaso y la apremiante pobreza, vagaba ahora en la mente de Brill.
—Bueno, de todas formas, no tengo nada más que hacer —dijo en voz alta—, y creo que hurgaré en ese viejo túmulo a ver qué encuentro.
La reacción de López por ese simple comentario fue de lo más sobrecogedora.

Retrocedió y su moreno rostro se tornó color ceniza; los negros ojos brillaron y lanzó los brazos hacia arriba a modo de intenso desacuerdo.
—¡Dios, no! —gritó—. ¡No haga eso, señor Brill! Hay una maldición… mi abuelo me lo contó.
—¿Qué te contó? —preguntó Brill.
López se calló en un hosco silencio.
—No puedo hablar —murmuró—. Juré permanecer en silencio. Sólo a un primogénito varón podría abrir mi corazón. Pero créame cuando le digo que sería mejor que le rebanasen el pescuezo a que profanara aquel túmulo maldito.
—Bueno —dijo Brill harto de supersticiones mexicanas—, si es tan peligroso, ¿por qué no me lo cuentas? Dame una razón lógica por la que no debiera destriparlo.
—¡No puedo hablar! —gritó el mexicano desesperadamente—. ¡Lo sé!… pero juré silencio sobre la Santa Cruz, igual que lo juraron todos los miembros de mi familia. ¡Es algo tan oscuro, es una maldición demasiado peligrosa incluso para hablar de ella! Si se lo contase, haría que su alma explotara escapándose de su cuerpo. Pero lo he jurado… y no tengo primogénito, así que mis labios estás sellados para siempre.
—Oh, bueno —dijo Brill sarcásticamente—, ¿por qué no lo escribes entonces?
López dio un respingo, le miró y, para sorpresa de Steve, se mostró entusiasmado con la propuesta.
—¡Lo haré! Gracias a Dios, el buen sacerdote me enseñó a escribir cuando era niño. Mi juramento no decía nada de escribir. Juré no contarlo, pero escribiré todo para usted si jura que no lo contará a nadie después, y que destruirá el papel en cuanto lo haya leído.
—Claro que lo haré —dijo Brill para congraciarse, y el viejo mexicano pareció más aliviado.
—¡Bueno! Iré inmediatamente a escribirlo. ¡Mañana, cuando vaya a trabajar, le traeré el papel y entenderá por qué nadie debe abrir aquella tumba maldita!
Y López se alejó a toda prisa por el camino, con los hombros encogidos balanceándose de un lado al otro por el esfuerzo de tan inusual velocidad en él. Steve sonrió al ver cómo se alejaba, se encogió de hombros y giró en redondo dirigiéndose a su propia cabaña. Luego se detuvo y observó de nuevo el bajo promontorio con los bordes cubiertos de hierba. Debía de ser una tumba india, concluyó, por su simetría y similitud con los otros túmulos indios que había visto. Frunció el entrecejo intentando imaginar alguna posible conexión entre el misterioso montículo y el antecesor marcial de Juan López.
Brill observó la figura del viejo mexicano a lo lejos. Un valle plano, cortado por un riachuelo medio seco y rodeado de árboles y matorrales, separaba los pastos de Brill de la colina de suave pendiente tras la cual se hallaba la cabaña de López. El viejo mexicano desapareció al fin entre los árboles que bordeaban la ribera del río, y Brill tomó una súbita decisión.

Subió a toda prisa el suave repecho que llevaba a su casa, y tomó un pico y una pala del cobertizo de las herramientas que había construido en la parte trasera de la cabaña. El sol aún no se había puesto y Brill pensó que podría abrir el túmulo lo suficiente como para determinar su naturaleza antes de que anocheciese. En caso contrario, podía trabajar a la luz de un quinqué. Steve, como la mayoría de los de su raza, actuaba principalmente por impulsos, y su actual desvelo era destripar aquel misterioso promontorio y averiguar qué escondía dentro, si es que escondía algo. La idea de un tesoro retornó a su mente, avivada por la actitud evasiva de López.
¿Qué ocurriría si, después de todo, aquel bulto de tierra marrón recubierto de hierba escondiese riquezas… mineral virgen de minas olvidadas, o monedas acuñadas de la vieja España? ¿No era posible que los hombres de De Estrada hubiesen construido aquel promontorio sobre un tesoro que no pudieron llevarse con ellos, haciéndolo parecer un túmulo indio para engañar a los que intentaran encontrarlo? ¿Sabía eso el viejo López? No sería de extrañar que, a sabiendas de que el tesoro seguía allí, el viejo mexicano se abstuviese de profanarlo. Guiado por lúgubres miedos y supersticiones, podría perfectamente preferir una vida de árido trabajo que arriesgarse a la ira de los fantasmas o demonios que merodeaban… y es que los mexicanos dicen que el oro escondido siempre está maldito, y sin duda supondrían que había un funesto destino agazapado bajo este túmulo. Bueno, reflexionó Brill, los demonios de los indígenas latinos no causan terror alguno a los anglosajones; éstos más bien son atormentados por demonios de sequías, y tormentas y cosechas malogradas.
Steve se dispuso a trabajar con la salvaje energía característica de su raza. La tarea no era sencilla; la tierra, cocida bajo el sol fiero, era dura como el acero y estaba mezclada con rocas y gravilla. Brill sudaba abundantemente y gruñía con cada esfuerzo, pero el fuego del cazador de tesoros se había apoderado de él. Se sacudía el sudor de los ojos y hundía el pico con poderosos golpes que rompían y resquebrajaban la tierra compacta.
El sol se puso, y a la larga y ensoñadora luz del crepúsculo de verano siguió trabajando, olvidándose casi por completo del tiempo y el espacio. Empezó a convencerse de que el túmulo era una tumba india genuina cuando encontró rastros de carbón en el suelo. Los hombres de la Antigüedad que levantaron estos sepulcros mantenían hogueras durante días en alguna fase de su construcción. Todos los túmulos que Steve había abierto contenían una capa sólida de carbón cerca de la superficie. Pero los restos de carbón que encontró en esta ocasión estaban muy quebrados y esparcidos por el suelo.
Su idea de un tesoro oculto español se difuminó ligeramente, pero persistió. ¿Quién sabe? Quizás aquellas extrañas gentes, ahora llamadas Constructores de Túmulos, tenían sus propios tesoros que enterraban junto a los muertos.
En ese momento el pico de Steve golpeó sobre un trozo de metal y gritó exultante. Lo cogió y lo sostuvo en alto cerca de los ojos, aguzando la vista a la luz cada vez más débil. Estaba manchado y corroído con óxido, tan fino por el desgaste como un papel, pero supo enseguida de qué se trataba: la roseta de una espuela, sin duda de origen español, con sus crueles y largas puntas. En ese momento se paró en seco, completamente anonadado. Ningún español había levantado ese túmulo, pues había marcas innegables de construcción indígena. Sin embargo, ¿cómo es que había una reliquia de caballeros españoles escondida profundamente bajo el suelo compacto?

Brill sacudió la cabeza y reanudó el trabajo. Sabía que en el centro del túmulo, si realmente era una tumba indígena, encontraría una cámara estrecha construida con pesadas piedras que contendría los huesos del jefe por el que se había construido la tumba y las víctimas sacrificadas sobre él. Y en la creciente oscuridad notó que su pico golpeaba fuertemente contra una superficie impenetrable de algo parecido al granito. Tras palpar con la mano y mirar por el agujero excavado, comprobó que se trataba de un bloque sólido de piedra, toscamente tallado. Sin duda era uno de los extremos de la cámara mortuoria. Era inútil intentar romperlo, de modo que desconchó y picó la superficie, retirando la suciedad y los guijarros de las esquinas, hasta que comprobó que lo único que se podía hacer para levantarlo era hundir el pico por debajo y hacer palanca.
Pero ahora repentinamente fue consciente de que ya había caído la noche. Bajo la luna nueva los objetos se veían borrosos y misteriosos. Su potro mesteño relinchó en el corral, de donde llegaba el reconfortante crujir de mandíbulas de las cansadas bestias masticando maíz. Un chotacabras cantó lúgubremente desde las oscuras sombras del angosto y serpenteante riachuelo. Brill se enderezó de mala gana. Sería mejor coger un quinqué y continuar su exploración con luz.
Se tocó los bolsillos barajando la idea de quitar la piedra y explorar la cavidad a la luz de las cerillas. Luego se tensó. ¿Era su imaginación o acababa de oír un débil y siniestro crujido que parecía provenir de detrás del bloque de piedra? ¡Serpientes! Sin duda había agujeros en algún extremo de la base del túmulo, de modo que no sería raro que se cobijaran allí una docena de serpientes de cascabel de lomo de diamante enroscadas en aquella cámara con apariencia de cueva, esperando que introdujera las manos entre ellas. Tembló ligeramente ante la idea y salió rápidamente del hoyo que había cavado.
Desde luego, no era una buena idea hurgar a ciegas dentro de agujeros. Y durante los últimos minutos, ahora se daba cuenta, había estado percibiendo un tenue olor que salía de entre los intersticios que había alrededor del bloque de piedra, aunque admitió que podría tratarse del hedor típico de reptiles o de cualquier otro hedor amenazante. Olía ligeramente a osario, y a gases acumulados en la cámara de los muertos, sin duda peligrosos para los vivos.
Steve dejó el pico y regresó a la casa, impaciente por la obligada interrupción. Al entrar en el edificio a oscuras, encendió una cerilla y localizó el quinqué de queroseno que colgaba de un clavo en la pared. Sacudiéndolo, comprobó que estaba casi lleno de aceite de carbón, y lo encendió. A continuación volvió a salir hacia la tumba; la excitación no le permitía pararse ni tan siquiera a tomar un bocado. El hecho en sí de abrir y profanar el túmulo le intrigaba, como intrigaría a cualquier hombre con imaginación, y el descubrimiento de la espuela española había estimulado su curiosidad.

Salió a toda prisa de la cabaña, y el oscilante quinqué reflejaba largas y distorsionadas sombras frente a él y a sus espaldas. Se rió imaginándose los pensamientos y acciones de López cuando se enterase por la mañana de que su túmulo prohibido había sido profanado. Hacía bien en abrirlo esa noche, reflexionó Brill. López podría incluso haber intentado detenerle para que no lo abriese, si es que conocía su secreto.
En el ensoñador sosiego de la noche veraniega, Brill llegó al túmulo… levantó el quinqué… y maldijo estupefacto. El quinqué iluminó el hoyo excavado, las herramientas esparcidas por el suelo, donde las había dejado… ¡y una gran abertura negra! El enorme bloque de piedra estaba al fondo del hoyo que había excavado, como si hubiera sido apartado descuidadamente a un lado. Adelantó el quinqué con cautela y echó un vistazo a la pequeña cámara con aspecto de cueva, esperando descubrir algo. Pero allí sólo estaban las paredes en piedra viva de la celda estrecha y alargada, lo suficientemente grande para alojar el cuerpo de un hombre, y que aparentemente había sido construida con bloques toscamente tallados pero ingeniosa y sólidamente ensamblados.
—¡López! —exclamó Steve furioso—. ¡Sucio coyote! Seguro que ha estado espiándome mientras trabajaba… y cuando fui a por el quinqué se coló aquí, movió la roca y agarró todo lo que había ahí dentro… ¡Maldita sea su sombra, le daré su merecido!
Airado, apagó el quinqué y escudriñó a través del valle recubierto de yerbajos. Y mientras estaba allí mirando, algo le hizo ponerse en tensión. Una sombra se movía en un extremo de la colina que ocultaba la cabaña de López. La delgada luna se estaba poniendo y la débil luz y el efecto de las sombras eran desconcertantes. Pero los ojos de Steve estaban afinados por el sol y los vientos de los desiertos, y sabía que lo que desaparecía por la suave pendiente de la colina de mezquites era una criatura de dos piernas.
—Ahí va corriendo que se las pela a su cabaña —gruñó Brill—. Seguro que se ha hecho con algo de valor, o no estaría moviéndose a esa velocidad.
Brill tragó saliva, preguntándose por qué se había apoderado de él un extraño temblequeo. ¿Qué había de inusual en un viejo mexicano ladrón corriendo a casa con su botín? Intentó reprimir la sensación de que había algo peculiar en el modo de andar de la sombría silueta, que le había parecido que se movía con rápido paso furtivo. Vaya, el viejo y fornido Juan López debía de tener mucha necesidad de moverse rápido para ir a un ritmo tan extraño.
—Sea lo que sea que haya encontrado es tan mío como suyo —maldijo Brill, intentando alejar su mente la extraña manera de huir de la criatura—. Me arrendaron estas tierras y encima he hecho la mayor parte del trabajo cavando. ¡Maldita sea, diablos! No me extraña que me contase todas esas historias. Quería que dejase el túmulo tranquilo para poder quedárselo él. Es extraño que no lo hubiera desenterrado mucho antes. Pero uno nunca sabe cuando se trata de mexicanos.

Mientras reflexionaba sobre todo esto, Brill bajaba a zancadas la suave pendiente del prado en dirección al riachuelo. Se adentró en las sombras de los árboles y densos arbustos y cruzó el seco cauce del riachuelo, percatándose vagamente de que no se oía ni al chotacabras ni a la lechuza en la oscuridad. Había una expectante y vigilante tensión en la noche que no le hacía ninguna gracia. Las sombras en el cauce del riachuelo parecían demasiado densas, demasiado aterradoras. En ese momento deseó no haber apagado el quinqué, que aún llevaba con él, y se alegró de haber traído el pico, que sujetaba como un hacha de guerra en la mano derecha. Sintió el impulso de ponerse a silbar para romper el silencio, pero luego blasfemó y desechó la idea. Sin embargo se alegró aliviado cuando subió la ribera al otro lado del cauce y volvió a emerger bajo la luz de las estrellas.
Rebasó la cima y miró abajo, donde estaba la escuálida choza de López. Se veía una luz en una de las ventanas.
—Recogiendo el equipaje para largarse, supongo —gruñó Steve—. Oh, qué demonios…
En ese momento se tambaleó como si hubiera recibido un impacto físico al escuchar un terrorífico alarido rasgando la quietud. Deseó taparse las orejas con las manos para acallar el horror de aquel grito, que se elevó insoportablemente hasta quedar reducido finalmente a un abominable gorgoteo.
—¡Dios mío! —Steve sintió que le empapaba un sudor frío—. López… o alguien…
Incluso en el momento de pronunciar estas palabras bajaba corriendo por la colina tan rápido como sus largas piernas le permitían. Algún terror impronunciable se estaba desatando en aquella solitaria caseta, pero él iba a averiguarlo aunque significase enfrentarse con el mismísimo Diablo. Aferró con más fuerza el mango del pico y corrió.
Forajidos errantes, que tal vez estaban asesinando al viejo López por el botín que había cogido del túmulo, pensó Steve, y en ese momento olvidó toda su ira. Lo iba a pasar mal quien estuviera asaltando al viejo sinvergüenza, por muy ladrón que éste fuera.
Saltó sobre el llano, corriendo con todas sus fuerzas… y entonces la luz de la cabaña se apagó y Steve se tambaleó pasmado en plena carrera, chocándose contra un mezquite con tal fuerza que le hizo escupir un gemido, y arañándose las manos con las espinas. Rebotando y blasfemando, volvió a correr hacia la choza preparándose mentalmente para lo que pudiera ver allí, mientras los pelos se le erizaban ante lo que ya había visto.

Intentó abrir la única puerta de la caseta y comprobó que estaba cerrada. Gritó a López, y no recibió respuesta alguna. Sin embargo, el silencio no era total. Desde el interior llegaba un curioso y amenazador sonido que cesó en cuanto Brill golpeó la puerta con el pico. El endeble portón se hizo astillas y Brill se abalanzó al interior de la oscura cabaña con los ojos centelleantes y el pico en alto preparado para un ataque desesperado. Pero ningún sonido rasgó el lúgubre silencio, y en la oscuridad nada se movía, aunque la caótica imaginación de Brill pobló las sombrías esquinas de la choza con formas horrendas.
Con la mano húmeda por el sudor, encontró una cerilla y la encendió. Aparte de él, tan sólo López ocupaba la estancia… el viejo López, muerto sobre el sucio suelo, con los brazos extendidos a los lados como en un crucifijo, y la boca colgante abierta y una expresión de estupidez, mientras los ojos aparecían totalmente abiertos en una aterrada mirada que a Brill le resultó intolerable de contemplar. Una de las ventanas estaba abierta, mostrando por dónde había escapado el asesino, y puede que también por dónde había entrado. Brill se acercó a aquella ventana y miró fuera con precaución. Tan sólo vio la ladera de la colina a un lado, y el llano de mezquites al otro. De pronto dio un respingo… ¿era aquello un indicio de movimiento entre las raquíticas sombras de los mezquites y chaparrales… o simplemente se había imaginado que veía una borrosa forma avanzando ágilmente entre los árboles?
Se giró mientras la cerilla se apagaba chamuscándole los dedos.
Encendió la vieja lámpara de aceite de carbón que estaba sobre la tosca mesa, soltando blasfemias al quemarse la mano. La esfera de la lámpara estaba muy caliente, como si hubiera estado ardiendo durante horas.
De mala gana se giró hacia el cadáver que yacía en el suelo. Fuera cual fuera la muerte que había acabado con López, ésta había sido horrible; pero Brill, examinando cuidadosamente al hombre muerto, no encontró herida alguna… ni marca de cuchillo ni de contusión.
Pero… espera… Había un fino hilo de diminutos pinchazos en la garganta de López, de los que manaba sangre lentamente. Al principio pensó que habían sido hechos con un estilete, o un fino punzón de punta redonda, pero luego negó con la cabeza. Ya había visto antes heridas de estilete, él mismo tenía la cicatriz de una en su cuerpo. Estas heridas recordaban más bien la mordedura de algún animal… parecían marcas de colmillos afilados.
Sin embargo, no parecían lo suficientemente profundas como para causarle la muerte a alguien, ni tampoco había salido demasiada sangre a través de ellas. Una idea, abominable y de terribles significaciones, comenzó a apoderarse de los rincones oscuros de su mente: que López había muerto de miedo y que las heridas habían sido infringidas o bien simultáneamente en el momento de su muerte, o unos instantes después.
Pero Brill detectó algo más. Desparramadas por el suelo se veían varias hojas de papel sucias, con los garabatos de la tosca letra del viejo mexicano… Tal como había anunciado, había estado escribiendo sobre la maldición del túmulo. Tenía las hojas en las que había escrito, y el trozo de lápiz en el suelo, y tenía también la esfera caliente de la lámpara, todos ellos testigos mudos de que el viejo mexicano había permanecido sentado a la rústica mesa escribiendo durante horas. De modo que no había sido él quien había abierto la cámara del sepulcro y robado su contenido… Pero ¿quién lo había hecho, entonces, en nombre del cielo? ¿Y quién o qué era lo que Brill había visto moviéndose con rapidez en la cima de la colina?

Bueno, tan sólo cabía hacer una cosa; ensillar su mustang y cabalgar las diez millas que lo separaban de Coyote Wells, la población más cercana, e informar allí al sheriff del asesinato.
Recogió los papeles. El último estaba aún arrugado entre los crispados dedos del viejo y Brill pudo recuperarlo con cierta dificultad. Entonces, al girarse para apagar la luz, permaneció indeciso, y se maldijo a sí mismo por el miedo reptante que crecía en el fondo de su mente… miedo a la lúgubre forma que había visto cruzar la ventana un segundo antes de que se apagara la luz en la cabaña. Probablemente se trataba del largo brazo del asesino, pensó, extendido para apagar la lámpara, sin duda. ¿Qué era lo anormal o inhumano que había detectado en aquella visión, a pesar de estar distorsionada por la tenue luz de la lámpara y las sombras? Como un hombre que lucha por recordar los detalles de una pesadilla, Steve intentó definir en su mente algún motivo claro que explicase por qué aquella fugaz visión lo había sobrecogido hasta el punto de hacerle chocar de frente contra un árbol, y por qué el mero y vago recuerdo de ello le producía ahora un profuso sudor frío.
Maldiciéndose a sí mismo para recobrar parte del coraje, encendió su quinqué, apagó la lámpara que había encima de la mesa y avanzó con decisión agarrando su pico como si fuera una espada. Después de todo, ¿por qué unas simples irregularidades en un sórdido caso de asesinato iban a afectarle tanto? Estos crímenes eran abominables, es cierto, pero también eran lo suficientemente comunes, especialmente entre mexicanos que alimentaban disputas de lo más estrafalarias.
Salió a la silenciosa noche salpicada de estrellas, pero enseguida se paró en seco. Del otro lado del riachuelo se oyó el repentino y sobrecogedor relincho de un caballo totalmente aterrorizado… luego un enloquecido entrechocar de cascos alejándose en la distancia. Brill maldijo iracundo y consternado. ¿Se trataría de una pantera que merodeaba por las colinas… o tal vez un gato gigante lo que había asesinado al viejo López? Pero, entonces, ¿por qué la víctima no estaba marcada con las heridas de fieras y curvadas garras? ¿Y quién apagó la luz de la cabaña?
Mientras se hacía estas preguntas, Brill corría a toda pastilla hacia el oscuro riachuelo. Ningún vaquero permanece impasible ante la estampida de su ganado. Al cruzar la oscuridad de la maleza que rodeaba el cauce seco, notó que su lengua estaba extrañamente seca. Siguió tragando saliva y sostuvo en alto la linterna. Poco efecto hacía en la penumbra, pero parecía acentuar la negrura de las agobiantes sombras. Por alguna extraña razón, en la caótica mente de Brill surgió la idea de que, a pesar de que la tierra era nueva para los anglosajones, en realidad era muy vieja. Aquella tumba rota y profanada era la prueba silenciosa de que estas tierras habían acogido al hombre desde tiempos inmemoriales, y repentinamente la noche, las colinas y las sombras se cernieron sobre él con una sensación de repugnante antigüedad. Aquí habían vivido y muerto largas generaciones de hombres antes de que los antepasados de Brill hubieran siquiera tenido noticia de la existencia de estas tierras. De noche, entre las sombras de este mismo riachuelo, sin duda había habido hombres que habían sacrificado sus almas de forma a cada cual más terrible. Con estos pensamientos, se apresuró entre las sombras de los frondosos árboles.

Profundamente aliviado, exhaló aire cuando emergió de entre los árboles ya en tierra propia. Subió a toda prisa la suave pendiente hasta el cercado del corral y lo enfocó con la linterna. El corral estaba vacío; ni siquiera se veía a la plácida vaca. Y los barrotes estaban echados. Aquello apuntaba a un agente humano implicado en el asunto, lo cual lo hacía un tanto más siniestro. Alguien intentaba que Brill no cabalgase a Coyote Wells esa noche. Significaba que el asesino intentaba huir y quería conseguir suficiente ventaja para escapar de la ley, o si no… Brill sonrió irónicamente. A lo lejos, al otro lado de un llano de mezquites, le pareció oír todavía el débil y lejano ruido de caballos al galope. En nombre de Dios, ¿qué es lo que los había asustado de esa manera? Gélidos dedos de terror le recorrieron estremecedoramente la columna vertebral.
Steve se dirigió a la casa. No entró directamente. Se arrastró apartándose y rodeando la cabaña, mirando sobrecogido hacia las oscuras ventanas, escuchando con dolorosa atención para detectar cualquier ruido que delatase la presencia del asesino. Finalmente, se aventuró a entrar. Lanzó con fuerza la puerta hacia atrás y contra la pared para comprobar que no había nadie escondido allí, levantó la linterna y entró con el corazón latiéndole violentamente y sujetando el pico con fiereza. Sus sentimientos eran una mezcla de miedo y roja ira. Pero ningún asesino escondido se abalanzó sobre él, y una exhaustiva exploración de la cabaña no reveló nada.
Con un suspiro de alivio, cerró las puertas, aseguró las ventanas y encendió su vieja lámpara de aceite de carbón. La imagen del viejo López yaciendo en el suelo, un cadáver de ojos vidriosos abandonado en la cabaña al otro lado del riachuelo, le hizo estremecerse y temblar, pero no tenía intención de comenzar su viaje a la ciudad de noche.
Sacó de un escondrijo su viejo y leal Colt 45, giró el cilindro de acero azul, y sonrió tristemente. Quizás el asesino tenía la intención de no dejar vivo a ningún testigo de su crimen. Bueno, ¡pues que viniera! El, o ellos, descubrirían que un joven vaquero con un revólver de seis disparos no es tan fácil de atrapar como un viejo desarmado. Y aquello le hizo acordarse de los papeles que había cogido de la choza.
Asegurándose de que no estaba en línea de fuego de alguna ventana por la que pudiera entrar una bala, se dispuso a leer, con una oreja alerta a cualquier ruido sigiloso.
Y mientras leía el tosco y retorcido escrito, un lento y gélido horror fue creciendo
en su alma. Era una historia de terror que el viejo mexicano había garabateado… una historia que había ido pasando de generación en generación… una historia de épocas antiguas.
Y Brill leyó acerca de las andanzas del caballero Hernando de Estrada y sus lanceros con armadura, que se adentraron en los desiertos del suroeste cuando todo era extraño y desconocido. Al principio eran unos cuarenta entre soldados, sirvientes y señores, según narraba el manuscrito. Estaban el capitán De Estrada, y el sacerdote, y el joven Juan Zavilla y don Santiago de Valdez, un misterioso noble que había sido rescatado de un barco a la deriva en el mar Caribe; el resto de la tripulación y los pasajeros habían muerto de una plaga, según dijo el tal Valdez, y había lanzado sus cadáveres por la borda. Así que De Estrada lo hizo subir a bordo del barco que portaba la expedición de España, y De Valdez se unió a sus exploraciones.
Brill leyó algo sobre sus andanzas, narradas en el crudo estilo del viejo López, según había sido contado por sus antepasados durante más de trescientos años. Las crudas palabras escritas reflejaban débilmente los terribles sufrimientos que los exploradores padecieron; sequías, sed, inundaciones, tormentas de arena en el desierto, las flechas de los hostiles pieles rojas. Pero había otra amenaza en la narración de López; un monstruo abominable que acechó y atacó a la solitaria caravana que vagaba a través de la inmensidad de la naturaleza. Hombre a hombre, todos fueron cayendo, y ninguno supo quién fue el asesino. El miedo y las negras suposiciones se extendieron por la expedición como una gangrena, y el jefe no sabía hacia dónde dirigirse. De una cosa estaban seguros: entre ellos había un demonio con forma humana.
Los hombres comenzaron a distanciarse unos de otros, a esparcirse y separarse en la fila en la que marchaban, y estas sospechas mutuas que hacían que se buscase seguridad en la soledad facilitó las cosas al demonio. El esqueleto de la expedición avanzaba tambaleante a través de la maleza, perdidos, aturdidos y desvalidos, y el horror invisible aún flotaba entre sus filas, abatiendo y arrastrando a los rezagados, asaltando a centinelas somnolientos y hombres dormidos. Y en todas las gargantas se hallaban heridas de unos colmillos afilados que desangraban a la víctima hasta dejar la carne macilenta y blanca; y de este modo los vivos fueron conscientes del tipo de ser infernal al que se enfrentaban. Los hombres giraban como peonzas por entre la maleza, invocando a los santos, o pronunciando blasfemias aterrorizados, luchando frenéticamente contra el sueño, hasta que caían exhaustos y el sueño los embargaba de horror y muerte.
Las sospechas se centraron en un negro enorme, un esclavo caníbal de Calabar. Y lo encadenaron. Y entonces Juan Zavilla desapareció al igual que los anteriores, y luego le llegó el turno al sacerdote. Pero el sacerdote logró repeler a su demoníaco asaltante y vivió lo suficiente para susurrar el nombre del demonio a De Estrada. Y Brill, sobrecogido y con los ojos como platos, leyó:

«… y ahora era evidente para De Estrada que el buen sacerdote había dicho la verdad, y que el asesino era don Santiago de Valdez, un vampiro, un no-muerto, que existía gracias a la sangre de los vivos. Y De Estrada recordó entonces a un noble loco que había merodeado por las montañas de Castilla desde los tiempos de los Moros, que se alimentaba de la sangre de víctimas desamparadas, lo cual le otorgaba una terrorífica inmortalidad. Este noble había sido expulsado y nadie sabía dónde se había refugiado, pero parecía obvio que él y don Santiago eran la misma persona. Había huido de España en barco, y De Estrada sabía que los hombres de ese barco habían muerto, no por una plaga como había fingido el demonio, sino por los colmillos del vampiro.
De Estrada y el negro, acompañados por los pocos soldados que aún vivían, salieron en su busca y lo encontraron refocilándose en un sueño bestial entre unos matorrales del chaparral; estaba hastiado con la sangre de su última víctima. Es bien sabido que un vampiro, al igual que una gran serpiente cuando ha saciado su apetito, cae en un sueño profundo y puede ser atrapado sin peligro. Pero De Estrada no sabía qué hacer con el monstruo, porque ¿cómo se podría asesinar a un muerto? Un vampiro es un hombre que murió tiempo atrás, y sin embargo revive imbuido con alguna clase de execrable no-vida. Los hombres le conminaron a que clavara una estaca en el corazón de la bestia y le cortase la cabeza, pronunciando las palabras sagradas que destruirían su cuerpo muerto y lo convertirían en polvo, pero el sacerdote estaba muerto y De Estrada temía que durante el acto el monstruo se despertase.
Así pues… tomaron a don Santiago levantándolo suavemente y lo llevaron hasta un viejo túmulo indio que había cerca. Lo abrieron, sacaron los huesos que encontraron allí, colocaron al vampiro dentro y sellaron el túmulo. Y que así permanezca hasta el día del Juicio Final.
Es un lugar maldito, y desearía haberme muerto de hambre en cualquier otro lugar antes de haber acabado en este rincón del país buscando trabajo… porque desde mi niñez he sabido acerca de esta tierra y del riachuelo… y del túmulo que cobija su horrible secreto; así que ya ve, señor Brill, por qué no debe abrir el túmulo y despertar al demonio…».

El manuscrito acababa ahí, con un garabato errático del lápiz que había rasgado la arrugada hoja.
Brill se levantó con el corazón latiéndole agitadamente, el rostro lívido y la lengua clavada al paladar. Carraspeó y recobró el habla.
—Por eso estaba la espuela en el túmulo… se le caería a uno de los españoles cuando cavaban… y yo debí haber supuesto que había sido excavada anteriormente, al ver el carbón agrietado y esparcido alrededor… pero, por todos los santos…

Horrorizado, se estremeció ante las negras visiones… un monstruoso no-muerto removiéndose en la penumbra de su tumba, golpeando desde dentro para apartar la piedra que había sido desencajada por el pico de la ignorancia… una forma sombría deambulando por la colina hacia una luz que delataba una presa humana… un aterrador y largo brazo que cruzaba una ventana tenuemente iluminada…
—¡Es una locura! —jadeó—. ¡López estaba loco de remate! ¡Los vampiros no existen! Y si existieran, ¿por qué no me atacó a mí primero, en lugar de a López… a menos que estuviese explorando la zona, asegurándose de todo antes de atacar? ¡Ah, demonios! ¡Todo esto no son más que cuentos…!
Las palabras se le helaron en la garganta. Un rostro lo observaba desde la ventana y le farfullaba palabras silenciosamente. Dos gélidos ojos le atravesaron hasta el alma. Un alarido explotó en su garganta y aquel fantasmal rostro desapareció. Pero el mismo aire estaba impregnado del terrible hedor que había flotado en el milenario túmulo. Y entonces la puerta crujió… y se combó lentamente hacia dentro. Brill retrocedió hasta quedar pegado contra la pared, con la pistola agitándose en su mano. No se le ocurrió disparar a través de la puerta; en su caótico cerebro tan sólo había un pensamiento: que solamente aquel fino portal de madera lo separaba de un horror procedente de las entrañas de la noche y la penumbra y el oscuro pasado. Tenía los ojos distendidos cuando vio cómo cedía la puerta y oyó que los tornillos de las bisagras crujían.
La puerta reventó hacia el interior. Steve Brill no gritó. Tenía la lengua inmovilizada contra la parte superior de la boca. Sus aterrorizados ojos percibieron la alta figura con forma de buitre… los gélidos ojos, las largas y negras uñas… la mohosa mortaja, abominablemente vieja… las altas botas con espuelas… el desgarbado sombrero con su pluma arrugada… la capa ondeante cortada en largos jirones.
Enmarcada por el negro umbral se cernía aquella detestable figura procedente de tiempos pasados, y la mente de Brill comenzó a girar. Un frío salvaje manaba de la figura… un hedor a arcilla mohosa y a detritus de osario.
Y entonces el no-muerto se abalanzó sobre el vivo como un buitre cayendo en picado.
Brill disparó a quemarropa y vio unos trozos de tela podrida que salían disparados del pecho de la Cosa. El vampiro se tambaleó virando por el impacto de la pesada bala, luego volvió a erguirse y reanudó su aproximación con aterradora velocidad. Brill se tambaleó hacia atrás contra la pared dejando escapar un grito ahogado, y la pistola se le cayó de su temblorosa mano. Las negras leyendas eran ciertas… las armas humanas no servían de nada, y es que ¿acaso se puede matar a uno ya muerto hace siglos como se mata a los mortales?
Entonces las garras aferradas a su cuello provocaron en el vaquero una frenética locura. Al igual que sus antepasados pioneros luchaban cuerpo a cuerpo contra enemigos terroríficos, Steve Brill luchó contra la gélida y muerta cosa reptante que quería arrebatarle la vida y el alma.

De aquella terrible batalla Brill nunca pudo recordar mucho. Fue un caos ciego en el que él chillaba como un animal, arañaba, golpeaba y embestía, y unas largas y negras uñas similares a garras de pantera lo destrozaban, y dientes afilados le mordían una y otra vez en la garganta. Rodando y tropezando por la habitación, ambos medio cubiertos por los mohosos pliegues de la antigua capa putrefacta, se golpeaban y arañaban entre las ruinas del mobiliario destrozado, y la furia del vampiro no era más terrible que la desesperación aterrorizada de su víctima.
Cayeron con gran estruendo sobre la mesa y la lámpara de aceite se hizo añicos en el suelo, salpicando las paredes de súbitas llamas. Brill sintió la mordedura del aceite en llamas que le había salpicado, pero en la roja demencia de la pelea no le prestó atención. Las negras garras se hundían en su piel, los ojos inhumanos le quemaban el alma; entre sus crispados dedos la marchita piel del monstruo se notaba dura como madera seca. Y oleada tras oleada de ciega locura embargaban a Steve Brill. Como un hombre luchando contra una pesadilla, gritaba y golpeaba, mientras a su alrededor el fuego se elevaba y lamía las paredes y el techo.
Atravesando fogonazos y lenguas de fuego, dieron vueltas y rodaron como un demonio y un mortal guerreando en los suelos llameantes del infierno. Y en el creciente tumulto de las llamas, Brill se preparó para un ultimo y volcánico ataque de frenética fuerza. Alejándose tambaleante, jadeando y sangrando, se lanzó ciegamente contra la terrible forma y la inmovilizó en un abrazo del que ni siquiera el vampiro pudo zafarse. Y volteando a su demoníaco atacante, lo lanzó contra el extremo de la mesa que había quedado hacia arriba al caer, como cuando se rompe un trozo de madera contra la rodilla. Algo se quebró como una rama y el vampiro se desplomó soltándose de las manos de Brill y se retorció en una extraña postura descoyuntada sobre el suelo en llamas. Sin embargo, no estaba muerto, sus centelleantes ojos aún ardían mirando a Brill con terrible voracidad, y luchaba por arrastrarse hasta él con la espalda rota, como se arrastra una serpiente moribunda.
Brill, tambaleándose y jadeando, se sacudió la sangre de los ojos y salió a trompicones por la puerta rota. Y como un hombre que escapa de las puertas del infierno, corrió despavorido a través de mezquites y chaparral hasta derrumbarse exhausto. Miró hacia atrás y pudo ver las llamas de la casa ardiendo…
Y entonces dio gracias a Dios de que ardiese hasta que los mismísimos huesos de don Santiago de Valdez se extinguieran para siempre consumidos y alejados de la conciencia de los hombres.

Robert E. Howard

The Horror from the Mound (1932).

Nota: Aunque el inicio del relato no concuerda del todo, yo diría que la traducción es de Marta Lila Murillo, para la antología Canaan negro de la editorial Valdemar.

El texto original en inglés lo podéis encontrar en este link.

 

Los siete mensajeros – Un relato de Dino Buzzati

Básicamente Los siete mensajeros habla del paso del tiempo. Este bello relato del italiano Dino Buzzati, es la perfecta analogía de su constante y demoledor paso. De como estamos construidos de experiencias y recuerdos, de como nos aferramos a estos últimos hasta que llega un momento en el que ya no nos importan. A medida que nos acercamos a la última estación, empieza a preocuparnos el futuro, lo cual es algo paradójico. Toda la vida intentando aferrarnos al pasado; años y años viviendo de recuerdos y cuando ya casi no nos queda tiempo, conseguimos despojarnos de esa maldición y empieza la incertidumbre. ¿Qué habrá después de cruzar la última frontera?. Una pregunta que nadie puede responder.

Vivir en el pasado es un error, nos limita. Nos vuelve melancólicos rememorando los buenos momentos y nos tortura reviviendo los malos, hasta el punto de no dejarnos avanzar. Vivir en el futuro puede ser interesante, pero lo normal es que de todos los futuros que imaginemos, probablemente no se cumpla ninguno. Entonces, ¿qué nos queda? Vivir el presente, pero es más fácil decirlo que hacerlo. Nuestra mente siempre esta rememorando o especulando, parece no haber sido diseñada (o quizá ha perdido la capacidad) para centrarse en el “ahora”. Esto me recuerda a unos versos de T. S. Eliot de su poema Burnt Norton que lo ilustran muy bien: “El tiempo pasado y el tiempo futuro/ lo que pudo haber sido y lo que ha sido/ apuntan a un solo fin, que es siempre el presente”.

En cuanto a qué hay después de la muerte… Hay teorías para todos los gustos: La nada, reencarnación, el paraíso, el eterno retorno, acceso a un plano superior… Cuesta decidir sobre algo de lo que no hay pruebas contrastadas. Lo  cierto es que el tiempo angustia al ser humano, lo ha atrapado de alguna manera y se ha enseñoreado de su vida. Es más, la rige completamente, nadie escapa al tiempo. Es como estar atrapado en una corriente constante e implacable que no se detiene nunca y contra la que no se puede luchar, no se puede volver atrás. Es curioso porque siempre he creído que el tiempo es una creación humana, un instrumento de medición, que se ha vuelto contra su creador y lo ha convertido en su prisionero.

Dioses del tiempo

Los antiguos griegos se dieron cuenta de esto y personificaron el tiempo en varias divinidades; como por ejemplo Eón, el dios de la eternidad y del tiempo circular, que no tiene comienzo ni final, a veces representado con una serpiente Ouroboros a su lado, es un ser que no nace ni muere, simplemente existe. Cronos, el dios que lo devora todo, incluidos sus hijos. El dios del tiempo secuencial e implacable. Lo controla todo y nos arrastra desde el nacimiento hasta la muerte. Para él los humanos somos irrelevantes. Es el tic, tac del reloj que nunca cesa. Y Kairós, el dios de la oportunidad y de la inspiración. Un dios que aparece y desparece en un instante.

Mas tarde crearon a las Moiras, también conocidas como Parcas. Eran las tres señoras del destino humano: Cloto (la hilandera) era la que hilaba la hebra de la vida. Láquesis (la que echa a suertes) medía la longitud del hilo de la vida y Atrópos (la inevitable) era la que cortaba el hilo vital, eligiendo la manera de morir de cada humano cuando le llegaba su hora. Se las invocaba en el momento del parto para sellar el destino del recién nacido.

Como podemos ver, el tiempo y sus efectos han preocupado seriamente al ser humano desde el inicio. Podríamos encontrar analogías en casi cualquier mitología antigua. Esta preocupación también se extiende a la literatura y a la filosofía de todas las épocas, porque al final todo versa siempre sobre lo mismo: la angustia existencial del hombre en el tiempo, el sinsentido de nacer (como dijo alguien que no soy capaz de recordar) con toda la dignidad del mundo y estar, sin embargo, abocado a la indignidad de la muerte.

Podría divagar horas con este tema, pero hoy quiero que disfrutéis del relato de Buzzati, que explica mucho mejor algo de todo esto, así que no me extiendo más, aunque me queden cosas en el tintero.

 

 

Los siete mensajeros

Partí a explorar el reino de mi padre, pero día a día me alejo más de la ciudad y las noticias que me llegan se hacen cada vez más escasas. Comencé el viaje apenas cumplidos los treinta años y ya más de ocho han pasado, exactamente ocho años, seis meses y quince días de ininterrumpida marcha. Cuando partí, veía que en pocas semanas alcanzaría con facilidad los confines del reino; sin embargo, no he cesado de encontrar nuevas gentes y pueblos, y en todas partes hombres que hablaban mi misma lengua, que decían ser súbditos míos. A veces pienso que la brújula de mi geógrafo se ha vuelto loca y que, creyendo ir siempre hacia el mediodía, en realidad quizá estemos dando vueltas en torno a nosotros mismos, sin aumentar nunca la distancia que nos separa de la capital; esto podría explicar por qué todavía no hemos alcanzado la última frontera. Más a menudo, sin embargo, me atormenta la duda de que este confín no exista, de que el reino se extienda sin límite alguno y de que, por más que avance, nunca podré llegar a su fin.

Emprendí el camino cuando tenía ya más de treinta dos, demasiado tarde quizás. Mis amigos, mis propios parientes, se burlaban de mi proyecto como de un inútil dispendio de los mejores años de la vida. En realidad, pocos de aquellos que eran de mi confianza aceptaron acompañarme.

Aunque despreocupado -¡mucho más de lo que lo soy ahora!-, pensé en el modo de poder comunicarme durante el viaje con mis allegados y, de entre los caballeros de mi escolta, elegí a los siete mejores para que me sirvieran de mensajeros.

Creía, ignorante de mí, que tener siete era incluso una exageración. Con el tiempo advertí, por el contrario, que eran ridículamente pocos, y eso que ninguno de ellos ha caído nunca enfermo ni ha sido sorprendido por los bandidos ni ha reventado ninguna cabalgadura. Los siete me han servido con una tenacidad y una devoción que difícilmente podré nunca recompensar.

Para distinguirlos con facilidad, les puse nombres cuyas iniciales seguían el orden alfabético: Alejandro, Bartolomé, Cayo, Domingo, Escipión, Federico y Gregorio.

Poco habituado a estar lejos de casa, mandé al primero, Alejandro, la noche del segundo día de viaje, cuando habíamos recorrido ya unas ochenta leguas. Para asegurarme la continuidad de las comunicaciones, la noche siguiente envié al segundo, luego al tercero, luego al cuarto, y así de forma consecutiva hasta la octava noche del viaje, en que partió Gregorio. El primero aún no había vuelto.

Éste nos alcanzó la décima noche, mientras nos hallábamos plantando el campamento para pernoctar en un valle deshabitado. Supe por Alejandro que su rapidez había sido inferior a la prevista; yo había pensado que, yendo solo y montando un magnífico corcel, podría recorrer en el mismo tiempo el doble de distancia que nosotros; sin embargo, sólo había podido recorrer la equivalente a una vez y media; en una jornada, mientras nosotros avanzábamos cuarenta leguas, él devoraba sesenta, pero no más.

Lo mismo ocurrió con los demás. Bartolomé, que partió hacia la ciudad la tercera noche de viaje, volvió la decimoquinta. Cayo, que partió la cuarta, no regresó hasta la vigésima. Pronto comprobé que bastaba multiplicar por cinco los días empleados hasta el momento para saber cuándo nos alcanzaría el mensajero. Como cada vez nos alejábamos más de la capital, el itinerario de los mensajeros aumentaba en consecuencia. Transcurridos cincuenta días de camino, el intervalo entre la llegada de un mensajero y la de otro comenzó a espaciarse de forma notable; mientras que antes veía volver al campamento uno cada cinco días, el intervalo se hizo de veinticinco; de este modo, la voz de mi ciudad se hacía cada vez más débil; pasaban semanas enteras sin que tuviese ninguna noticia. Pasados que fueron seis meses -habíamos atravesado ya los montes Fasanos-, el intervalo entre una llegada y otra aumentó a cuatro meses largos. Ahora me traían noticias lejanas; los sobres me llegaban arrugados, a veces con manchas de humedad a causa de las noches pasadas al raso de quien me los traía. Seguimos avanzando. En vano intentaba persuadirme de que las nubes que pasaban por encima de mí eran iguales a aquellas de mi infancia, de que el cielo de la ciudad lejana no era diferente de la cúpula azul que pendía sobre mí, de que el aire era el mismo, igual el soplo del viento, idéntico el canto de los pájaros. Las nubes, el cielo, el aire, los vientos, los pájaros me parecían verdaderamente cosas nuevas y diferentes, y yo me sentía extranjero. ¡Adelante, adelante! Vagabundos que encontrábamos por las llanuras me decían que los confines no estaban lejos. Yo incitaba a mis hombres a no descansar, sofocaba las expresiones de desaliento que nacían en sus labios. Cuatro años habían pasado ya desde mi partida; qué esfuerzo más prolongado. La capital, mi casa, mi padre, se habían hecho extrañamente remotos, apenas me parecían reales. Veinte meses largos de silencio y de soledad transcurrían ahora entre las sucesivas comparecencias de los mensajeros. Me traían curiosas cartas amarillentas por el tiempo y en ellas encontraba nombres olvidados, formas de expresión insólitas para mí, sentimientos que no conseguía comprender. A la mañana siguiente, después de sólo una noche de descanso, cuando nosotros reanudábamos el camino, el mensajero partía en dirección opuesta, llevando a la ciudad las cartas que hacía tiempo yo había preparado.

Sin embargo, han pasado ocho años y medio. Esta noche, estaba cenando solo en mi tienda cuando ha entrado en ella Domingo, que, aunque agotado de cansancio, aún conseguía sonreír. Hacía casi siete años que no lo veía. Durante todo este larguísimo período no ha hecho otra cosa que correr a través de prados, bosques y desiertos, cambiando quién sabe cuántas veces de cabalgadura para traerme ese mazo de sobres que todavía no he tenido ganas de abrir. Él se ha ido ya a dormir y volverá a marcharse mañana mismo al alba.

Volverá a marcharse por última vez. Con lápiz y papel he calculado que, si todo va bien, yo continuando el camino como he hecho hasta ahora y él haciendo el suyo, no podré volver a ver a Domingo hasta dentro de treinta y cuatro años. Para entonces yo tendré setenta y dos. Pero comienzo a sentirme cansado y es probable que la muerte se me lleve antes. Por tanto, no podré volver a verlo nunca más.

Dentro de treinta y cuatro años (antes más bien, mucho antes) Domingo vislumbrará de forma inesperada las hogueras de mi campamento y se preguntará cómo es que entre tanto he recorrido tan poco camino. Igual que esta noche, el buen mensajero entrará en mi tienda con las cartas amarilleadas por los años, llenas de absurdas noticias de un tiempo ya sepultado; sin embargo, al verme inmóvil, tendido sobre el lecho, con dos soldados franqueándome con antorchas, muerto, se detendrá en el umbral.

¡Aun así, marcha, Domingo, y no me digas que soy cruel! Lleva mi último saludo a la ciudad donde nací. Tú eres el vínculo superviviente con el mundo que antaño fue también mío. Los últimos mensajes me han hecho saber que muchas cosas han cambiado, que mi padre ha muerto, que la corona ha pasado a mi hermano mayor, que me dan por perdido, que allí donde antes estaban los robles bajo los cuales solía ir jugar han construido altos palacios de piedra. Pero sigue siendo mi vieja patria.

Tú eres el último vínculo con ellos, Domingo. El quinto mensajero, Escipión, que me alcanzará, si Dios quiere, dentro de un año y ocho meses, no podrá volver a marchar por- que no le daría tiempo a volver. Después de ti, Domingo, el silencio, a no ser que encuentre por fin los ansiados confines. Sin embargo, cuanto más avanzo, más me voy convenciendo de que no existe frontera.

No existe, sospecho, frontera, al menos en el sentido en que nosotros estamos acostumbrados a pensar. No hay murallas que separen ni valles que dividan ni montañas que cierren el paso. Probablemente cruzaré el límite sin advertirlo siquiera e, ignorante de ello, continuaré avanzando.

Por esta razón pretendo que, cuando me hayan alcanzado de nuevo, Escipión y los otros mensajeros que le siguen no partan ya hacia la capital, sino que marchen por delante, precediéndome, para que yo pueda saber con antelación aquello que me aguarda.

Desde hace un tiempo, se despierta en mí por las noches una agitación insólita, y no es ya la nostalgia por las alegrías abandonadas, como ocurría en los primeros tiempos del viaje; es más bien la impaciencia por conocer las tierras ignotas hacia las que me dirijo.

Día a día, a medida que avanzo hacia la incierta meta, voy notando -y hasta ahora a nadie se lo he confesado- cómo en el cielo resplandece una luz insólita como nunca se me ha aparecido ni siquiera en sueños, y cómo las plantas, los montes, los ríos que atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de aquella de nuestra tierra, y el aire trae presagios que no sé expresar.

Mañana por la mañana una esperanza nueva me arrastrará todavía más adelante, hacia esas montañas inexploradas que las sombras de la noche están ocultando. Una vez más levantaré el campamento mientras por la parte opuesta Domingo desaparece en el horizonte llevando a la ciudad remotísima mi inútil mensaje.

Dino Buzzati

I sette messaggeri” publicado en 1939 en la revista “La lettura”.

Nota: Todas las pinturas pertenecen al explorador y pintor ruso Nikolái Roerich.

 

Caronte – Un cuento de Lord Dunsany

Podría decir muchas cosas sobre Lord Dunsany, pero me las voy a guardar para un futuro post que estoy escribiendo sobre su obra. Pero aparte de ofreceros como aperitivo este breve cuento suyo, titulado Caronte, os diré que fue uno de los precursores del género fantástico. Maestro del que bebieron escritores más famosos como Tolkien o Lovecraft. Y creador de mitologías y mundos maravillosos de una riqueza y onirismo inigualables. Las obras de Dunsany son para imaginar y soñar sin límite. Y es que este aristócrata irlandés solo escribía sobre lo que soñaba y lo plasmaba en el papel con estilo exquisito.

Sin más preámbulos os dejo con Caronte, el barquero del Hades.

“La barca de Caronte” (1919) de Josep Benlliure y Gil, Museo de Bellas Artes de Valencia.

Caronte

Caronte se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas eran una con su cansancio.

Para él no era una cuestión de años o de siglos, sino de ilimitados flujos de tiempo, y una antigua pesadez y un dolor en los brazos que se habían convertido en parte de un plan creado por los dioses para él y en un pedazo de eternidad.

Si los dioses le hubieran enviado un viento contrario, habría dividido todo el tiempo en su memoria en dos fragmentos iguales.

Tan gris resultaba siempre todo donde él estaba, que si algún resplandor perduraba un momento entre los muertos, en el rostro de alguna reina como Cleopatra, sus ojos no podrían haberlo percibido.

Era extraño que actualmente los muertos estuvieran llegando en tales cantidades. Llegaban a miles cuando acostumbraban a llegar a cincuentenas. No era obligación ni deseo de Caronte considerar el porqué de estas cosas en su alma gris. Caronte se inclinó hacia adelante y remó.

Entonces nadie vino por un tiempo. No era habitual que los Dioses no enviaran a nadie desde la Tierra por aquel espacio de tiempo. Pero los Dioses saben.

Entonces un hombre llegó solo. Y la pequeña sombra se sentó estremeciéndose en el solitario banco y el gran bote zarpó. Solo un pasajero; los dioses saben. Y el gran y cansado Caronte remó una y otra vez junto al pequeño, silencioso y tembloroso espíritu.

Y el sonido del río era como un poderoso suspiro lanzado por Ezis en el inicio de los tiempos, y que no pudo morir como los ecos del dolor humano que se apagan en las colinas terrestres, sino que era tan antiguo como el tiempo y el dolor en los brazos de Caronte.

Entonces, por el gris y tranquilo río, el bote llegó a la costa de Dis y la pequeña sombra, aún estremeciéndose, puso pie en tierra, y Caronte viró el bote para regresar fatigosamente al mundo. Entonces habló la pequeña sombra, que había sido un hombre.

-Soy el último -dijo.

Nunca nadie antes había hecho sonreír a Caronte, nunca nadie antes lo había hecho llorar.

Lord Dunsany

Charon” incluido en la colección de relatos “Fifty-one Tales”(1915).

 

La estrella sobre el bosque – Un relato de Stefan Zweig

El austriaco Stefan Zweig era todo un esteta, uno de esos que llevan el arte de la escritura a otro nivel y aunque a priori, los temas que trata en sus obras parecen ser mundanos, su estilo elegante y su manera de retratar las profundidades del alma humana, convierten su lectura en una experiencia sublime.

La estrella sobre el bosque es un buen ejemplo de todo esto, es un relato triste e intenso. Zweig, con pocas palabras nos hace sentir el amor irracional y platónico del protagonista. Nos mete bajo su piel y nos hace sentir su corazón palpitar desbocado en nuestro pecho. Vamos deslizándonos por la historia al ritmo impuesto precisamente por ese corazón, que se ha adueñado del protagonista, en el que la mente ya no rige, ya no tiene el control de sus actos.

El final; aunque desolador, tiene algo de justicia poética, algo de magia divina, como si un aciago Cupido hubiera disparado una flecha a última hora, para que ese dolor nacido del amor, pudiera ser transferido y compartido de alguna manera.

Pero no quiero divagar más, mejor os invito a que disfrutéis de la prosa de Zweig y de este relato que, por cierto, podéis encontrar también en la recopilación Sueños olvidados y otros relatos editado por Alba.

Der Kuß por Gustav Klimt (1908), Belvedere, Viena.

La estrella sobre el bosque

Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto.

Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos. Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota, como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas. Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente un vino dulce y de perfume embriagador, y recogía las palabras y las órdenes ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada.

Así despertó de repente en la vida de un hombre sencillo un sueño, como una flor de jardín noble y cuidadosamente criada, que florece en una carretera donde el polvo de los caminantes ahoga todos los brotes. Era el vértigo de un ser sencillo, un sueño embriagador y narcótico en medio de una vida fría y monótona. Y los sueños de seres como él son como barcas sin timón, que van a la deriva presas de una voluptuosidad fluctuante sobre aguas silenciosas y espejeantes, hasta que de pronto su quilla choca con una sacudida seca en una orilla desconocida.

La realidad, sin embargo, es más fuerte y sólida que todos los sueños. Una noche el corpulento portero procedente del Waadtland le dijo a François al pasar: «La Ostrovska se marcha mañana en el tren de las ocho». Y luego añadió otros nombres sin importancia que él apenas escuchó. Porque esas palabras se habían transformado en su cerebro en un confuso remolino tumultuoso. Varias veces se pasó los dedos mecánicamente por la frente afligida, como si quisiera apartar un sedimento pesado, que allí reposaba y obnubilaba la razón. Dio unos pasos titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó delante de un alto espejo de marco dorado, del que le salió al encuentro un rostro mortalmente pálido y extraño. Los pensamientos no acudían a su mente, estaban por así decir aprisionados tras un muro oscuro y nebuloso. Casi inconsciente, descendió, agarrándose a la balaustrada, la amplia escalera hacia el jardín sumido en sombras, en el que los altos pinos se erguían solitarios como pensamientos sombríos. Su silueta intranquila dio unos inciertos pasos más, como el vuelo bajo y tambaleante de un ave nocturna enorme y oscura, y por fin se dejó caer en un banco, apoyando la cabeza en su frío respaldo. El silencio era absoluto. A su espalda, entre los arbustos redondeados, relucía el mar. Luces suaves y trémulas chispeaban sobre su superficie, y en el silencio se perdía la monótona cantinela murmurante de lejanos rompientes.

Y de pronto todo estaba claro, muy claro. Tan dolorosamente claro que François casi sonrió. Todo había acabado, sencillamente. La condesa Ostrovska se marcha a casa y el camarero François queda atrás en su puesto. ¿Acaso era tan raro? ¿No se marchaban al cabo de dos, tres o cuatro semanas todos los extranjeros que venían? Qué tontería no haberlo pensado antes. Porque todo estaba tan claro como para reír o llorar. Y sus pensamientos bullían y bullían. Mañana por la noche, en el tren de las ocho en dirección a Varsovia. A Varsovia…, horas y horas a través de bosques y valles, a través de colinas y montañas, a través de estepas y ríos y dinámicas ciudades. ¡Varsovia! ¡Qué lejos quedaba! No podía siquiera imaginar, aunque sí sentir en lo más profundo, esa palabra orgullosa y amenazadora, dura y lejana: Varsovia. Y él…

Durante un segundo aleteó una pequeña y fantástica esperanza. Podía seguirla. Y buscar empleo allí como criado, escribiente, cochero, esclavo; estar allí en la calle como mendigo, todo menos estar tan horriblemente lejos; al menos respirar el aliento de la misma ciudad, verla quizá pasar, ver su sombra, al menos, su vestido y su cabello negro. Ya surgían precipitadas visiones. Pero el momento era duro e implacable. François vio lo inalcanzable desnudo y claro. Calculó: cien o doscientos francos ahorrados, en el mejor de los casos. No bastaban ni para la mitad del camino. Y entonces ¿qué? Como a través de un velo desgarrado vio de pronto su vida, presintió lo pobre, miserable y fea que indefectiblemente sería de ahora en adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión de camarero, torturado por un insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro. Lo recorrió un escalofrío. Y de pronto todas las cadenas de pensamientos confluyeron arrebatadas e imparables. Había únicamente una posibilidad.

Las copas de los árboles se mecían en una brisa apenas perceptible. La noche oscura y negra se alzaba amenazadora ante él. Entonces se alzó, seguro y sereno, del banco y se dirigió por la grava crujiente hacia el gran edificio que dormía en blanco silencio. Debajo de una de sus ventanas hizo un alto. Estaba ciega y sin un signo brillante de luz en el que se hubiera podido encender el deseo soñador. Ahora su sangre circulaba con latidos tranquilos, y se alejó como alguien al que ya nada confunde y engaña. En su cuarto se echó sin agitación alguna sobre la cama y durmió con un sueño denso y sin imágenes hasta la señal matutina del despertar.

Al día siguiente, su comportamiento se ciñó por completo a los límites de la deliberación meticulosamente definida y de la calma forzada. Con fría indiferencia cumplió con sus obligaciones, y sus gestos tenían una seguridad tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera imaginado detrás de la máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora de la cena, acudió con sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y compró flores exquisitas que en su espléndido colorido le sugerían palabras: tulipanes del color del oro fogoso, que eran como la pasión; crisantemos blancos de amplia corola, como sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas, las imágenes estilizadas del deseo, y unas soberbias rosas embriagadoras. Y luego compró un valioso jarrón de cristal con destellos opalescentes. Los pocos francos que aún le quedaban se los regaló al pasar, con un gesto rápido y distraído, a un niño que pedía limosna. Luego volvió al hotel. Con solemnidad melancólica colocó el jarrón con las flores delante del cubierto de la condesa, que dispuso por última vez con voluptuoso y minucioso esmero.

Llegó el momento de la cena. François sirvió la mesa como siempre: reservado, silencioso y competente, sin alzar los ojos. Sólo al final envolvió la silueta cimbreante y orgullosa de la condesa con una mirada infinita, que ella no percibió. Nunca le había parecido tan bella como en esta mirada última y libre de todo deseo. Luego se apartó con serenidad de la mesa, sin gesto alguno de despedida, y abandonó la sala. Como un huésped ante el que se inclinan los criados, atravesó los pasillos y descendió la elegante escalera de recepción hasta la calle: era evidente que en ese momento dejaba atrás su pasado. Delante del hotel se detuvo un segundo, indeciso; entonces empezó a caminar, bordeando iluminadas villas y amplios jardines, siempre adelante como un paseante ensimismado, sin saber adónde se dirigía.

Así vagó inciertamente hasta el anochecer en un estado de enajenación ensoñada. Ya no pensaba más en las cosas. Ni en las pasadas ni en las inevitables. Ya no le daba vueltas a la idea de la muerte, como sin duda en los últimos momentos el suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante y amenazador revólver de profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía tiempo que se había sentenciado a sí mismo. Por su mente sólo pasaban imágenes en raudo vuelo, como golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud hasta aquella fatal hora de clase cuando una estúpida aventura lo propulsó violentamente desde la perspectiva de un futuro prometedor a la confusión del mundo. Luego los viajes incesantes, las dificultades por el sueldo, los proyectos, una y otra vez fracasados, hasta que la gran oleada negra, que llamamos el destino, quebró su orgullo y lo dejó abandonado en un puesto indigno. Muchos recuerdos multicolores pasaron revoloteando por su mente. Por fin relució el suave reflejo de los últimos días en sus sueños despiertos; y de nuevo abrieron violentamente la oscura puerta de la realidad que debía traspasar. Recordó que deseaba morir en ese mismo día.

Durante un rato recapacitó sobre los muchos caminos que conducen a la muerte, y comparó su respectiva amargura y su definitiva prontitud. Hasta que lo traspasó un pensamiento. En su sombría cavilación se le ocurrió un funesto símbolo: así como la condesa había arrasado inconsciente y destructivamente su vida, así debía arrollar también su cuerpo. Ella misma lo llevaría a cabo. Ella misma consumaría su obra. Y ahora sus pensamientos se aceleraron con increíble seguridad. En algo menos de una hora, a las ocho, salía el expreso que la llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo de sus ruedas, se dejaría destrozar por la misma fuerza arrebatadora que le arrancaba a la mujer de sus sueños. Se desangraría debajo de sus pies. Los pensamientos galopaban y se perseguían jubilosos. François ya conocía el lugar. Más arriba, al borde del bosque, donde las copas frondosas de los árboles oscurecían la última vista sobre la cercana bahía. Miró el reloj: los segundos y los latidos de su sangre casi marcaban el mismo ritmo. Era hora de ponerse en camino. Y ahora, de repente, sus pasos cansinos se volvieron elásticos y decididos, con ese ritmo duro y precipitado que el sueño mata en su avance. Agitado se precipitó en el esplendoroso crepúsculo del anochecer meridional hacia el lugar en el que, entre lejanas colinas cubiertas de bosque, el cielo aparecía incrustado como una línea color púrpura. Y corrió hasta llegar a las vías del tren, que relucían como dos líneas plateadas y le mostraban el camino. Lo condujeron por una ruta sinuosa hacia la altura, a través de perfumados y profundos valles, cuyos velos de niebla atenuaban plateados la luz cansina de la luna; lo condujeron ascendiendo a las colinas, desde las que se veía lo lejos que el mar vasto y nocturno refulgía con sus brillantes luces costeras. Y le mostraron por fin el profundo bosque mecido por el inquieto viento, que sumergió las vías en las sombras que se cernían.

Ya era tarde cuando François llegó con respiración entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles lo rodeaban lúgubres y negros. Sólo arriba, entre las copas transparentes, asomaba la luz temblorosa y pálida de la luna entre las ramas, que se quejaban cuando la ligera brisa de la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban extrañas llamadas de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos se le paralizaron por completo en esa aprensiva soledad. François sólo esperaba, esperaba y miraba fijamente si allá abajo, en la curva de la primera serpentina ascendente, asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el reloj y contaba los segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del tren. Pero era imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse congelado.

Por fin brilló allá abajo la luz. En ese segundo François sintió una sacudida en el corazón, aunque no hubiera podido decir si de temor o de alegría. Con un movimiento impetuoso se tiró sobre las vías. Al principio sólo sintió un instante el agradable frío de los raíles de hierro en su sien. Luego aguzó el oído. El tren aún estaba lejos. Podía tardar algunos minutos. Ahora no se oía nada excepto el susurro de los árboles en el viento. Los pensamientos saltaban confusos. Y, de pronto, uno que permaneció clavado como una dolorosa flecha en su corazón: que él moría por ella y que ella nunca lo sabría. Que ni la más pequeña ola de su vida encrespada había tocado la de ella. Que ella nunca sabría que una vida ajena había venerado la suya y se había destrozado contra ella.

Apenas perceptible y muy lejano se oía jadear por el aire casi quieto el golpeteo rítmico de la máquina que remontaba la pendiente. Pero el pensamiento seguía quemando con igual fuerza y atormentaba los últimos minutos del moribundo. El tren se aproximaba más y más con su estrépito metálico. Y entonces François abrió una vez más los ojos. Sobre él se extendía un cielo mudo de un azul casi negro y las copas intranquilas de unos árboles. Y sobre el bosque resplandecía una estrella blanca. Una estrella solitaria sobre el bosque… Los raíles empezaron a vibrar suavemente y a zumbar bajo su cabeza. Pero el pensamiento ardía como fuego en su corazón y en la mirada que abarcaba toda la intensidad y la desesperación de su amor. Todo el deseo y esta última dolorosa pregunta se volcaron en la estrella blanca y reluciente, que miraba benignamente sobre él. El tren se aproximaba más y más. Y el moribundo envolvió una vez más con una última e inefable mirada la estrella sobre el bosque. Luego cerró los ojos. Los raíles temblaron y vibraron, la marcha estrepitosa del presuroso tren se acercaba más y más y el bosque resonaba como grandes y martilleantes campanas. La tierra pareció tambalearse. Aún un aturdidor chirrido, un estruendo arremolinado, luego un estridente pitido, el grito de animal asustado del silbato del tren y la queja disonante de un freno inútil.

La bella condesa Ostrovska ocupaba en el tren un compartimiento reservado. Desde el inicio del viaje leía una novela francesa, mecida suavemente por el balanceo del vagón. El aire del estrecho habitáculo era sofocante y estaba cargado del denso perfume de muchas flores a punto de marchitarse. En las magníficas cestas de despedida los racimos de lilas blancas ya dejaban caer la cabeza, cansinas como frutas excesivamente maduras, las flores colgaban flácidas de sus tallos, y los cálices pesados y dilatados de las rosas parecían consumirse en la nube caliente de los aromas embriagadores. Un atosigante bochorno calentaba las pesadas oleadas de perfume, suspendidas perezosas incluso en la presteza acelerada del tren.

De pronto, la condesa dejó caer el libro con dedos fatigados. Ni ella misma sabía por qué. Una sensación misteriosa la invadió. Sintió una presión sorda y dolorosa. Un dolor repentino, inexplicable y angustioso se apoderó de su corazón. Creyó que iba a asfixiarse en el vaho turbador y cálido de las flores. Y ese aterrador dolor no cedía, sentía cada vibración de las ruedas veloces, la ciega marcha hacia delante la martirizaba indeciblemente. La asaltó un deseo fulminante de parar el impulso acelerado del tren, de detenerlo ante el oscuro dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en su vida había sentido su corazón atenazado por algo tan horrible, invisible y cruel como en esos segundos de dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa sensación se hizo más y más acuciante, y más apretada la presión alrededor de su garganta. Como una plegaria surgió en ella el deseo de que el tren parara.

Ahí, de repente, un estridente silbato, el grito salvaje de aviso del tren y el quejido de los frenos con su lamentable chirrido. Y el ritmo ralentizado de las ruedas aladas, más y más lento, luego un tartamudeo mecánico y un golpe brusco.

Con dificultad se acercó a la ventanilla para aspirar a bocanadas el aire fresco. El cristal descendió ruidosamente. Afuera siluetas negras, corriendo… Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida… Bajo las ruedas… Muerto… En pleno campo…

La condesa se estremece. Instintivamente su mirada se alza hacia el cielo alto y silencioso y hacia los árboles negros mecidos por el viento. Y sobre ellos una estrella solitaria sobre el bosque. La condesa siente su mirada como una lágrima refulgente. La contempla y de pronto siente una tristeza como nunca la ha sentido. Una tristeza llena de fuego y deseo, como nunca existió en su vida…

El tren reanuda lentamente su marcha. La condesa se reclina en la esquina de su butaca y lágrimas silenciosas se deslizan por sus mejillas. La angustia sorda ha desaparecido, ya sólo siente un profundo y extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano. Un dolor como el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable y sienten que están por completo solos…

Stefan Zweig.

“Der Stern über dem Walde”, 1904.

 

La muerte viaja a caballo – Un cuento de Ednodio Quintero

Ednodio Quintero es uno de esos escritores “secretos” que poca gente conoce fuera de su país natal. Uno de esos que se mantienen trabajando y creando incansablemente en la periferia de los focos mediáticos, lejos de cualquier influencia mainstream, pero que rezuma calidad e inventiva por cada poro de su obra. Novelista, ensayista, traductor, fotógrafo, profesor y japonólogo. El trujillano es un maestro del cuento, donde mezcla la realidad con lo onírico y lo fantástico. Y lo hace de una manera magistral, ya que en algunas de sus narraciones, la realidad se distorsiona de tal manera, que no podemos estar seguros de si es una incursión de lo extraño, un estado alterado de conciencia o un desdoblamiento de la personalidad. Sus personajes parecen vivir esas situaciones extrañas con naturalidad, como aceptando que eso puede suceder realmente, lo que lo hace aún más inquietante, puesto que a veces la realidad parece imaginada y a veces lo imaginado parece ser la realidad. Es difícil saber dónde esta la linea que las separa. Muchas de sus ficciones se enmarcan en su tierra natal, concretamente en la región de Los Andes venezolanos. Lugares que proyectan toda la fuerza telúrica de la naturaleza virgen y la dureza de los habitantes de esas zonas rurales. La prosa de Quintero es sublime y muy fluida, lo que convierte su lectura en todo un deleite. Da gusto leer a un autor que escribe tan bien, que domina tanto el lenguaje y sobre todo, que tenga una imaginación tan salvaje y un estilo tan propio, como el que tiene este venezolano. Creedme, está a la altura de autores mucho más famosos y consagrados, vale la pena acercarse a sus obras.

Se me ha ocurrido, que siendo hoy el Día del Libro, qué mejor que celebrarlo dándolo a conocer. Reconozco que yo lo he descubierto hace poco, gracias a una recopilación de la siempre interesante editorial Atalanta, titulada: Cuentos Salvajes. Uno de los primeros relatos de este volumen (que contiene toda su narrativa breve), es el que os presento hoy: La muerte viaja a caballo. Un cuento breve y genial, del que no voy a comentar nada para no estropearos la lectura. Solo diré que a veces se puede decir mucho con muy pocas palabras, cosa difícil de hacer en una lengua como la española que se presta tanto a la divagación, debido a la riqueza de su vocabulario y a que los hispanohablantes necesitamos usar muchas palabras para expresar ideas, cosa que no ocurre en otros idiomas.

Espero que lo disfrutéis y feliz Día del Libro.

“Death on a Pale Horse” (1908) de Albert Pinkham Ryder, Cleveland Museum of Art.

La muerte viaja a caballo

Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró a la sala. Y con un gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.

A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre ese momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.

La detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo, en semicírculo­ rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida del abuelo.

– Ednodio Quintero.
La muerte viaja a caballo” (1974).

 

La resucitada – Un relato de Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán casi no necesita presentación, es una de las grandes escritoras que han dado las letras hispanas. Poseedora de una mente privilegiada, fue toda una revolucionaria para su época, reivindicando y defendiendo los derechos de las mujeres y la igualdad. Además de novelista, fue poetisa, ensayista, periodista, crítica literaria, profesora de universidad y dramaturga. Autora de novelas como La madre naturaleza, La tribuna, Insolación, El saludo de las brujas o su obra maestra: Los pazos de Ulloa. Su estilo fue variando del realismo de las primeras obras al simbolismo, pasando por el naturalismo (del que fue impulsora en España) y el espiritualismo literario.

Rica de cuna, ya que provenía de una familia de la aristocracia gallega, la condesa de Pardo Bazán tuvo una educación privilegiada y fue una viajera incansable. El sexismo reinante y su posición feminista le acarrearon no pocos problemas a lo largo de su vida, uno de ellos, el rechazo por tres veces de su candidatura a la Real Academia Española. Además su ensayo titulado La cuestión palpitante, le costó el matrimonio, ya que su marido, horrorizado por el revuelo que había montado en los estamentos religioso y político, le pidió que se retractara y dejara de escribir, a lo que Pardo Bazán se negó. Estás situaciones y alguna más, provocaron que en su día declarara, no sin razón: “Si en mi tarjeta pusiera Emilio, en lugar de Emilia, que distinta habría sido mi vida”. A pesar de ello, llegó a ser la primera mujer presidenta de la sección de literatura del Ateneo de Madrid y nombrada consejera de Instrucción Pública por el rey Alfonso XIII. Admiradora de Zola y Tolstoi, estuvo muy influenciada por ambos en distintas etapas de su carrera. Persona de gran actividad social, cultivó amistades como Unamuno, Sorolla, Cánovas, Carvajal y sobre todo con Benito Pérez Galdós, amistad que con el tiempo desembocaría en un apasionado romance.

Su producción cuentística fue impresionante: más de 650 cuentos publicados en diversos periódicos y revistas de la época, muchos de ellos de gran factura, acabaron recopilados en varios volúmenes. En sus relatos Pardo Bazán trató temas históricos, realistas, policiacos, feministas, intimistas o la violencia ejercida sobre las mujeres. También escribió relatos fantásticos, de misterio y de terror, como el que os presento hoy.

La resucitada apareció en el diario El imparcial en junio de 1908, para más tarde ser incluido en el volumen Cuentos trágicos, publicado en 1912. A mi entender el tema del cuento: la muerta que vuelve de la tumba, está de alguna manera influenciado por Poe y su relato Ligeia. Solo que el enfoque de la escritora gallega es diametralmente opuesto, pero no por ello menos efectivo y macabro. A mi me encanta y espero que a vosotros también. Ya sabéis, espero vuestros comentarios. Un saludo.

La resucitada

Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo.

Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce le impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía -como se percibe entre sueños- lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios…, y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced.

Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía. ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar el amanecer en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena… Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.

Era suya: pertenecía a su familia en patronato. Dorotea alumbraba perpetuamente, con rica lámpara de plata, a la santa imagen de Nuestro Señor de la Penitencia. Bajo la capilla se cobijaba la cripta, enterramiento de los Guevara Benavides. La alta reja se columbraba a la izquierda, afiligranada, tocada a trechos de oro rojizo, rancio. Dorotea elevó desde su alma una deprecación fervorosa al Cristo. ¡Señor! ¡Que encontrase puestas las llaves! Y las palpó: allí colgaban las tres, el manojo; la de la propia verja, la de la cripta, a la cual se descendía por un caracol dentro del muro, y la tercera llave, que abría la portezuela oculta entre las tallas del retablo y daba a estrecha calleja, donde erguía su fachada infanzona el caserón de Guevara, flanqueado de torreones. Por la puerta excusada entraban los Guevara a oír misa en su capilla, sin cruzar la nave. Dorotea abrió, empujó… Estaba fuera de la iglesia, estaba libre.

Diez pasos hasta su morada… El palacio se alzaba silencioso, grave, como un enigma. Dorotea cogió el aldabón trémula, cual si fuese una mendiga que pide hospitalidad en una hora de desamparo. «¿Esta casa es mi casa, en efecto?», pensó, al secundar al aldabonazo firme… Al tercero, se oyó ruido dentro de la vivienda muda y solemne, envuelta en su recogimiento como en larga faldamenta de luto. Y resonó la voz de Pedralvar, el escudero, que refunfuñaba:

-¿Quién? ¿Quién llama a estas horas, que comido le vea yo de perros?

-Abre, Pedralvar, por tu vida… ¡Soy tu señora, soy doña Dorotea de Guevara!… ¡Abre presto!…

-Váyase enhoramala el borracho… ¡Si salgo, a fe que lo ensarto!…

-Soy doña Dorotea… Abre… ¿No me conoces en el habla?

Un reniego, enronquecido por el miedo, contestó nuevamente. En vez de abrir, Pedralvar subía la escalera otra vez. La resucitada pegó dos aldabonazos más. La austera casa pareció reanimarse; el terror del escudero corrió al través de ella como un escalofrío por un espinazo. Insistía el aldabón, y en el portal se escucharon taconazos, corridas y cuchicheos. Rechinó, al fin, el claveteado portón entreabriendo sus dos hojas, y un chillido agudo salió de la boca sonrosada de la doncella Lucigüela, que elevaba un candelabro de plata con vela encendida, y lo dejó caer de golpe; se había encarado con su señora, la difunta, arrastrando la mortaja y mirándola de hito en hito…

Pasado algún tiempo, recordaba Dorotea -ya vestida de acuchillado terciopelo genovés, trenzada la crencha con perlas y sentada en un sillón de almohadones, al pie del ventanal-, que también Enrique de Guevara, su esposo, chilló al reconocerla; chilló y retrocedió. No era de gozo el chillido, sino de espanto… De espanto, sí; la resucitada no lo podía dudar. Pues acaso sus hijos, doña Clara, de once años; don Félix de nueve, ¿no habían llorado de puro susto cuando vieron a su madre que retornaba de la sepultura? Y con llanto más afligido, más congojoso que el derramado al punto en que se la llevaban… ¡Ella que creía ser recibida entre exclamaciones de intensa felicidad! Cierto que días después se celebró una función solemnísima en acción de gracias; cierto que se dio un fastuoso convite a los parientes y allegados; cierto, en suma, que los Guevaras hicieron cuanto cabe hacer para demostrar satisfacción por el singular e impensado suceso que les devolvía a la esposa y a la madre… Pero doña Dorotea, apoyado el codo en la repisa del ventanal y la mejilla en la mano, pensaba en otras cosas.

Desde su vuelta al palacio, disimuladamente, todos le huían. Dijérase que el soplo frío de la huesa, el hálito glacial de la cripta, flotaba alrededor de su cuerpo. Mientras comía, notaba que la mirada de los servidores, la de sus hijos, se desviaba oblicuamente de sus manos pálidas, y que cuando acercaba a sus labios secos la copa del vino, los muchachos se estremecían. ¿Acaso no les parecía natural que comiese y bebiese la gente del otro mundo? Y doña Dorotea venía de ese país misterioso que los niños sospechan aunque no lo conozcan… Si las pálidas manos maternales intentaban jugar con los bucles rubios de don Félix, el chiquillo se desviaba, descolorido él a su vez, con el gesto del que evita un contacto que le cuaja la sangre. Y a la hora medrosa del anochecer, cuando parecen oscilar las largas figuras de las tapicerías, si Dorotea se cruzaba con doña Clara en el comedor del patio, la criatura, despavorida, huía al modo con que se huye de una maldita aparición…

Por su parte, el esposo -guardando a Dorotea tanto respeto y reverencia que ponía maravilla-, no había vuelto a rodearle el fuerte brazo a la cintura… En vano la resucitada tocaba de arrebol sus mejillas, mezclaba a sus trenzas cintas y aljófares y vertía sobre su corpiño pomitos de esencias de Oriente. Al trasluz del colorete se transparentaba la amarillez cérea; alrededor del rostro persistía la forma de la toca funeral, y entre los perfumes sobresalía el vaho húmedo de los panteones. Hubo un momento en que la resucitada hizo a su esposo lícita caricia; quería saber si sería rechazada. Don Enrique se dejó abrazar pasivamente; pero en sus ojos, negros y dilatados por el horror que a pesar suyo se asomaba a las ventanas del espíritu; en aquellos ojos un tiempo galanes atrevidos y lujuriosos, leyó Dorotea una frase que zumbaba dentro de su cerebro, ya invadido por rachas de demencia.

-De donde tú has vuelto no se vuelve…

Y tomó bien sus precauciones. El propósito debía realizarse por tal manera, que nunca se supiese nada; secreto eterno. Se procuró el manojo de llaves de la capilla y mandó fabricar otras iguales a un mozo herrero que partía con el tercio a Flandes al día siguiente. Ya en poder de Dorotea las llaves de su sepulcro, salió una tarde sin ser vista, cubierta con un manto; se entró en la iglesia por la portezuela, se escondió en la capilla de Cristo, y al retirarse el sacristán cerrando el templo, Dorotea bajó lentamente a la cripta, alumbrándose con un cirio prendido en la lámpara; abrió la mohosa puerta, cerró por dentro, y se tendió, apagando antes el cirio con el pie…

– Emilia Pardo Bazán.

La resucitada” (1908).