Bestiario – Julio Cortázar

Los cuentos de Julio Cortázar, golpean, zarandean, aturden, inquietan, pero a la vez reconfortan, fascinan y provocan sensaciones extrañas e interesantes. Su dominio del lenguaje es abrumador y su capacidad de crear mundos y sucesos inverosímiles e inquietantes de las situaciones más normales es sencillamente magistral.

Bestiario es la primera colección que publicó el autor en 1951 y consta de ocho relatos a cada cual más extraño. Me cuesta elegir favoritos pues todos tienen un «algo» que los hace interesantes y memorables, pero si tuviera que elegir me quedaría con esa soberbia pesadilla titulada Casa Tomada, el final de Lejana, la asfixiante ansiedad de Ómnibus y el surrealismo de Carta a una señorita en Paris y Cefalea.

Según Cortázar, varios de esos cuentos se concibieron como auto-terapias de tipo psicoanalítico, ya que por aquel entonces experimentaba ciertos síntomas neuróticos que le incomodaban. Y quizá sea este enfoque psicológico en el momento de crearlos el que me hace pensar que los relatos del argentino son entes vivos, son como un virus hecho de palabras que ataca directamente a la mente y se instala en ella incubando, para manifestarse días o meses después y de la nada sorprenderte pensando en una de sus historias.

Son relatos para saborear lentamente (incluso para leer varias veces) y dejarse llevar a ese mundo en el que nada es lo que parece y en el que lo fantástico va invadiendo lo cotidiano de manera casi imperceptible, hasta distorsionarlo con la sutileza onírica y surrealista propia de los sueños… y las pesadillas.

 

Otros cinco relatos que deberías leer

Como la primera entrega de relatos recomendados, tuvo tan buena acogida aquí te traigo una segunda parte. Los de hoy tienen en su mayoría tintes un tanto oscuros, así que si te gustan este tipo de historias, seguro que los disfrutas.
Y por cierto, estaré encantado de recibir tus comentarios al respecto y sobre todo, que me descubras tus relatos favoritos. Un saludo.

 

El Horla

Guy de Maupassant es uno de los grandes cuentistas de todos los tiempos y El Horla es una de sus mejores creaciones, si no la mejor. Un terrorífico relato construido a modo de diario, en el que el protagonista nos habla de unos sucesos extraños que le vienen ocurriendo desde hace tiempo y que le perturban en extremo. Al parecer cuando Maupassant lo escribió era objeto de alucinaciones debidas a su gradual e inexorable descenso a la locura. Hay dos versiones, la segunda que es la mejor la puedes leer aquí.

 

La nariz

Nikolai Gógol ocupa un lugar preferente en la historia de la literatura rusa. Una de sus creaciones más famosas es La nariz, un relato surrealista y absurdo en el que el autor destruye la lógica que impera en la literatura fantástica para crear una pequeña obra maestra imprevisible y muy cómica. Se dice que es una sátira del aparato burocrático ruso de la época, aunque yo no estoy tan seguro, ya que creo que hay otros niveles de interpretación más profundos. Léelo aquí.

 

Tripas

Se cuenta que cuando Chuck Palahniuk estaba de promoción de su libro Fantasmas, solía leer en voz alta este relato a la audiencia provocando decenas de desmayos. Puede ser verdad o tan solo un truco promocional para incrementar las ventas, pero lo cierto es que este relato podría llegar a crear ese efecto en personas sensibles, ya que lo que comienza como una historia cómica, acaba siendo algo bastante terrorífico y desagradable. Lo interesante es la construcción del relato, ya que el autor nos hace pasar de un estado al otro casi sin darnos cuenta y eso es muy difícil de conseguir. Léelo aquí… si te atreves.

 

Los sueños en la casa de la bruja

Terror y ciencia ficción se aúnan en este relato de H. P. Lovecraft para crear una auténtica obra maestra del género. Aquí encontraremos brujería, atmósferas opresivas, seres grotescos y una bruja fugada de los juicios de Salem que se mueve a sus anchas por el hiperespacio. Una de las claves de que el terror de este relato sea tan efectivo, es que se desarrolla en un espacio tan minúsculo como inabarcable y esta paradoja es la que presenta la posibilidad más aterradora al lector que se deje llevar a los mundos creados por el solitario de Providence. Puedes leerlo aquí.

 

Minority Report

Este relato de ciencia ficción escrito por Philip K. Dick en 1956, trata de una organización que predice crímenes con la ayuda de tres mutantes y gracias a eso puede detener a los potenciales criminales antes de que cometan el delito. Pero no todo es tan fácil como parece, las implicaciones morales y filosóficas de esta actividad pueden ser cuestionables… Minority Report es un trepidante relato cargado de acción que fue llevado al cine por Steven Spielberg en 2002 y, aunque la película está muy bien, se aleja un poco de la historia tramada por Dick, pero creo que ambas se podrían considerar como historias complementarias. Léelo aquí.

 

 

 

 

 

 

 

Ante la ley – Franz Kafka

Analizar la obra de Franz Kafka se torna en un ejercicio bastante difícil para mí. Sus escritos me remueven tanto y tan profundamente que muchas veces me cuesta ordenar las ideas y sensaciones que me producen. Hace tiempo que aprendí que a Kafka hay que leerlo de manera literal para poder entenderlo, ya que sus historias están llenas de simbología que muchas veces es totalmente incognoscible para cualquier persona que no sea él.

La obra de Kafka se mueve entre la sobriedad y sencillez de sus narraciones y el surrealismo y lo desproporcinado de lo que nos cuenta en ellas, ya que hay una tendencia a la desmesura que puede llegar a ser terrorífica unas veces y cómica otras. Dos ejemplos muy claros son sus novelas inconclusas El castillo y El proceso; donde el protagonista se enfrenta con algo de proporciones gigantescas, un ente todopoderoso e invisible que quiere someterlo y usa todos los recursos disponibles para intentarlo, aunque el protagonista se resiste activamente en ambas, en un ejercicio que incluso podría verse como de sadomasoquismo. Muy distinto es el protagonista de la parábola Ante la ley. Aquí ya sea por miedo, ignorancia o buena fe, éste se somete a las ordenes impuestas y aunque las cuestiona tímidamente, nunca abandona su estado de espera, que se prolonga durante toda su vida.

Ante la ley es una auténtica concatenación de paradojas en la que la pregunta clave es: ¿cómo se puede acceder a algo que esta abierto de par en par? La respuesta es que precisamente porque está abierto y es tan accesible no se puede entrar, si la puerta estuviera cerrada sería mucho más fácil abrirla y acceder al interior. El guardián tampoco le dice expresamente que no puede entrar, simplemente le dice que en ese momento no es posible y el campesino se conforma con ello. Todo se reduce a un juego de interpretaciones. El campesino podría haber atravesado en cualquier momento esas puertas y acceder a la ley, quizá se hubiera tenido que enfrentar a otros guardianes pero no lo hizo. Era libre de elegir, eligió conformarse y esperar, aunque al final antes de fallecer, la verdad le es revelada de una manera lapidaria.

Es la clásica pesadilla burocrática de Kafka, el protagonista puede acceder a la ley, pero a la vez está fuera de ella. Le corresponde la ley por derecho pero la propia ley en su paradójica cualidad de ente definido e indefinido a la vez, lo excluye como por decreto. Y es que la ley, precisamente por ser ley, está fuera de la ley. Es otra de esas criaturas omnipotentes supra humanas que tiranizan a los hombres y que nos demuestran el sinsentido del sistema que hemos creado y con el que tenemos que relacionarnos todos los días; monstruos burocráticos insensibles controlando prácticamente todos los aspectos de nuestra existencia. De todas maneras aunque todos podamos acceder a la ley, hay una cosa que está muy clara y es que la ley no es igual para todos, depende de quien seas la ley será más o menos justa contigo, Kafka ya lo vislumbraba en su tiempo. Os dejo con el relato.

 

Ilustración realizada por Neftalí Vela.

 

Ante la ley

Ante la Ley hay un guardián que protege la puerta de entrada. Un hombre procedente del campo se acerca a él y le pide permiso para acceder a la Ley. Pero el guardián dice que en ese momento no le puede permitir la entrada. El hombre reflexiona y pregunta si podrá entrar más tarde.

—Es posible —responde el guardián—, pero no ahora.

Como la puerta de acceso a la Ley permanece abierta, como siempre, y el guardián se sitúa a un lado, el hombre se inclina para mirar a través del umbral y ver así qué hay en el interior. Cuando el guardián advierte su propósito, ríe y dice:

—Si tanta curiosidad tienes, intenta entrar pese a mi prohibición. Ten en cuenta, sin embargo, que soy poderoso, y que además soy el guardián más ínfimo. Ante cada una de las salas hay un guardián, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había contado con tantas dificultades. La Ley, piensa, debe ser accesible a todos y en todo momento, pero al considerar ahora con más exactitud al guardián, cubierto con su abrigo de piel al observar su enorme y prolongada nariz, la barba negra, fina y larga de tártaro, decide que es mejor esperar hasta que reciba el permiso para entrar. El guardián le da un taburete y deja que tome asiento en uno de los lados de la puerta. Allí permanece sentado días y años. Hace muchos intentos para que le inviten a entrar y cansa al guardián con sus súplicas. El guardián le somete a menudo a cortos interrogatorios, le pregunta acerca de su hogar y de otras cosas, pero son preguntas indiferentes, como las que hacen los grandes señores, y al final siempre repetía que todavía no podía permitirle la entrada. El hombre, que se había provisto muy bien para el viaje, utiliza todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Éste lo acepta todo, pero al mismo tiempo dice:

—Sólo lo acepto para que no creas que no lo has intentado todo.

Durante los muchos años que estuvo allí, el hombre observó al guardián de forma casi ininterrumpida. Olvidó a los otros guardianes y éste le terminó pareciendo el único impedimento para tener acceso a la Ley. Los primeros años maldijo la desgraciada casualidad, más tarde, ya envejecido, sólo murmuraba para sí. Se vuelve senil, y como ha sometido durante tanto tiempo al guardián a un largo estudio ya es capaz de reconocer a las pulgas en el cuello de su abrigo de piel, por lo que solicita a éstas que le ayuden para cambiar la opinión del guardián. Por último, su vista se torna débil y ya no sabe realmente si oscurece a su alrededor o son sólo los ojos que le engañan. Pero ahora advierte en la oscuridad un brillo que irrumpe indeleble a través de la puerta de la Ley. Ya no vivirá mucho más. Antes de su muerte se concentran en su cabeza todas las experiencias pasadas, que toman forma en una sola pregunta que hasta ahora no había hecho al guardián. Entonces le hace señas, ya que no puede incorporar su cuerpo entumecido. El guardián tiene que inclinarse hacia él profundamente porque la diferencia de tamaños ha variado en perjuicio del hombre.

—¿Qué quieres saber ahora? —pregunta el guardián—, eres insaciable.

—Todos aspiran a la Ley —dice el hombre—. ¿Cómo es posible que durante tantos años nadie más que yo haya solicitado la entrada?

El guardián comprueba que el hombre ha llegado a su fin y, para que su débil oído pueda percibirlo, le grita:

—Ningún otro podía haber recibido permiso para entrar por esta puerta, pues esta entrada estaba reservada sólo para ti. Ahora cerraré la puerta y me iré .

Franz Kafka.

Ante la ley (Vor dem Gesetz), forma parte de la novela El Proceso, aunque fue publicado por primera vez de manera independiente en el semanario Selbswehr en 1915.

LA VISITA AL MUSEO – VLADIMIR NABOKOV

La visita al museo es un relato bastante curioso y extraño de Vladimir Nabokov. Se podría englobar en la categoría de relato fantástico, pero probablemente su significado tenga más que ver con el sentimiento del propio Nabokov de ser un exiliado que otra cosa. Lo interesante es la forma en que está contada esta historia rica en simbología y en la que el lector es introducido lentamente en una atmósfera onírica en la que la extrañeza va creciendo gradualmente hasta devenir en pesadilla y llegar a un desenlace no menos desconcertante. Con todos estos ingredientes no tenemos método de saber si el protagonista lo está soñando, está delirando o simplemente se ha muerto y ese borgiano museo es una especie de purgatorio camino al infierno. No quiero desvelar detalles porque este relato a ratos surrealista y divertido al más puro estilo Nabokov y a ratos terrorífico por lo que sugiere, bien vale una lectura. Espero que os guste.

La traducción es de María Lozano y al final del post hay una explicación del propio autor referente a un pasaje que puede aclarar dudas a los lectores no rusos.

 

La visita al museo

Hace varios años, un amigo mío de París —una persona con alguna rareza, por decirlo suavemente—, al saber que yo iba a pasar unos días en Montisert, me pidió que me pasara por el museo local donde, según le habían dicho, se mostraba un retrato de su abuelo pintado por Leroy. Sin dejar de sonreír y con ademanes exagerados, me contó una historia bastante vaga a la que debo confesar que presté poca atención, en parte porque no me gustan los asuntos complicados de otra gente, pero sobre todo porque siempre había albergado mis dudas acerca de la capacidad de mi amigo para no dejarse llevar por la fantasía. La historia era más o menos así: después de que su abuelo hubiera muerto en su casa de San Petersburgo en tiempos de la guerra ruso-japonesa, los muebles de su casa fueron vendidos en subasta pública. El retrato, tras una serie de oscuras peregrinaciones, fue adquirido por el museo de la ciudad natal de Leroy. Mi amigo quería saber si el retrato estaba realmente allí; en el caso de que se encontrara en el citado museo, cuáles eran las posibilidades de rescatarlo; y si el rescate fuera posible, cuál sería el precio del mismo. Cuando le pregunté por qué no se ponía en contacto con el museo, respondió que ya les había escrito más de una vez sin haber recibido respuesta hasta el momento.
Me prometí a mí mismo no dar curso a su petición: siempre cabía la posibilidad de decirle que había caído enfermo o que había cambiado mi itinerario. La noción misma de ir a ver los monumentos turísticos, ya sean museos o edificios antiguos, me resulta desagradable; además, el encargo de mi buen amigo me parecía un tanto absurdo. Aconteció, sin embargo, que mientras deambulaba por las calles desiertas de Montisert en busca de una papelería, sin dejar de maldecir la torre altanera de una catedral, siempre la misma, que se empecinaba en aparecer ante mi vista en cuanto doblaba el recodo de una nueva calle, me vi sorprendido por un violento aguacero repentino que inmediatamente provocó la caída acelerada de las hojas de los plátanos porque el tiempo cálido de un octubre meridional se mantenía apenas en un hilo de vida. Corrí a resguardarme de la lluvia y me encontré en las escaleras de acceso al museo.
Era un edificio de proporciones modestas, construido con piedras de muchos colores, con columnas, una inscripción dorada sobre los frescos del pedimento y un banco de piedra de patas de león a ambos lados de la puerta. Una de sus hojas estaba abierta y el interior parecía oscuro contra el brillo del agua que caía. Me quedé un rato de pie en las escalinatas pero, a pesar del tejadillo que las protegía, iban poco a poco cubriéndose de motas húmedas. Vi que no se trataba de un aguacero pasajero sino que tenía visos de durar y, como no tenía nada mejor que hacer, decidí entrar en el museo. Apenas hube pisado las suaves losas resonantes del vestíbulo cuando llegó hasta mí el ruido de alguien que en una esquina distante había movido un taburete que se movía y el guarda, un jubilado insignificante al que le faltaba un brazo, se levantó y vino a mi encuentro, dejando de lado su periódico y mirándome por encima de las gafas. Pagué el franco que me correspondía y, tratando de no fijarme en las estatuas de la entrada (que eran tan convencionales e insignificantes como el número que abre un espectáculo de circo), entré a la sala principal.
Todo era como cabía esperar: tonos grises, sustancia dormida, materia desmaterializada. Ahí estaba la típica vitrina de monedas viejas y gastadas que descansaban sobre el terciopelo de sus correspondientes departamentos. Sobre la vitrina había un par de búhos, tinge y autillo, con sus nombres en francés que eran algo parecido a Gran Duque y Duque Secundario en traducción. Unos minerales venerables se mostraban en sus tumbas abiertas de polvoriento papier maché; la fotografía de un caballero atónito con barba puntiaguda dominaba una mezcolanza de voluminosos objetos negros de varios tamaños. Tenían un gran parecido con los excrementos de insecto congelados, y me detuve involuntariamente ante ellos, sin conseguir descifrar su naturaleza, composición o función. El guarda me había estado siguiendo con pasos de fieltro a una distancia respetuosa; sin embargo, en aquel momento, se acercó hasta mí, con un brazo a la espalda y el fantasma del otro en el bolsillo, sin dejar de deglutir algo a juzgar por el movimiento de su nuez.
—¿Qué son estas cosas? —pregunté.
—La ciencia no ha conseguido determinarlo todavía —replicó, con una frase que, sin duda, tenía aprendida de memoria—. Las encontró —continuó con el mismo tono de falsedad— Louis Pradier, concejal municipal y caballero de la Legión de Honor en 1895 —y con dedos trémulos indicó la fotografía.
—Eso está bien —dije—, pero lo que yo querría saber es ¿quién y por qué decidió que merecían un lugar en el museo?
—¡Y ahora permítame que dirija su atención hacia esta calavera! —exclamó el anciano enérgicamente, tratando de cambiar de tema.
—Sin embargo, me gustaría saber de qué material están hechos —le interrumpí.
—La ciencia… —comenzó de nuevo, pero se detuvo en seco y se miró como enfadado los dedos, sucios de tocar las vitrinas.
Yo me puse a contemplar entonces un jarrón chino, probablemente traído hasta allí por un marino; un grupo de fósiles porosos; un gusano pálido en nubes de alcohol y un mapa rojo y verde de Montisert en el siglo XVII; y también un trío de utensilios oxidados atados con una cinta fúnebre —una pala, un azadón y un pico. «Para excavar en el pasado», pensé distraído, pero esta vez no le pedí aclaraciones al guarda, que me seguía mansamente sin hacer ruido, deambulando en torno a la vitrinas expuestas. Detrás del primer vestíbulo había otro, aparentemente el último, en cuyo centro destacaba un gran sarcófago que parecía una bañera sucia, mientras que las paredes estaban cubiertas de cuadros.
Al punto los ojos se me quedaron prendidos en el retrato de un hombre que estaba entre dos paisajes abominables (con ganado y «ambiente»). Me acerqué y, ante mi considerable extrañeza, encontré el objeto preciso cuya existencia hasta ese momento se me había aparecido como un mero capricho de la imaginación de un hombre inestable. El hombre, pintado al óleo con pésimo arte, llevaba una levita, patillas y unos grandes quevedos sujetos con una cinta; tenía un cierto parecido con Offenbach, pero, a pesar del maldito convencionalismo del cuadro, tuve la sensación de que se podía vislumbrar en sus rasgos un cierto parecido, por así decir, con mi amigo. En una esquina del mismo, en carmín sobre fondo negro se leía la firma Leroy, escrita en una letra tan vulgar como la propia obra.
Sentí un aliento avinagrado junto a mis hombros y me volví a confrontar la mirada amable del guarda.
—Dígame —le pregunté—, supongamos que alguien quisiera comprar uno de estos cuadros, ¿a quién tendría que dirigirse?
—Los tesoros del museo constituyen el mayor orgullo de esta ciudad —replicó el anciano—, y el orgullo no está a la venta.
Ante su elocuencia decidí apresurado darle la razón en todo lo que dijera, lo cual no me impidió preguntarle el nombre del director del museo. Él trató de distraerme con la historia del sarcófago, pero yo seguí insistiendo. Finalmente me dio el nombre de un tal señor Godard y me explicó dónde encontrarlo.
Con toda franqueza debo decir que me alegré de que el cuadro existiera. Es divertido asistir al momento en que un sueño se hace realidad, incluso si no se trata de un sueño propio. Decid arreglar el asunto sin más dilaciones. Cuando decido hacer una cosa, no hay nada que pueda detenerme. Abandoné el museo con pasos decididos y sonoros para encontrar que había cesado la lluvia, que el azul se había extendido por el cielo, que una mujer de medias todas manchadas corría por la calle en una bicicleta que brillaba como la plata, y que las nubes se habían refugiado en las colinas que rodeaban la ciudad. Y de nuevo la catedral empezó a jugar al escondite conmigo, pero conseguí burlarla. Conseguí escapar apenas de la embestida de las ruedas de un furioso autobús rojo repleto de jóvenes que cantaban, crucé la calzada de asfalto y un minuto más tarde estaba llamando a la puerta de la verja del señor Godard. Resultó ser un enjuto caballero de mediana edad con cuello duro y pechera almidonada, con la consabida perla en el nudo de su corbata de plastrón, y un rostro que se asemejaba mucho al de un perro lobo ruso; como si aquello no fuera suficiente, se encontraba chupando unas costillas con ademanes absolutamente caninos mientras que a la vez trataba de pegar un sello en un sobre, cuando yo entré en aquella su habitación pequeña pero lujosamente amueblada con su tintero de malaquita sobre el escritorio y un jarrón chino, que me resultaba extrañamente familiar, sobre la repisa de la chimenea. Un par de floretes se cruzaban sobre el espejo, que reflejaba su estrecha nuca gris. Aquí y allá una serie de fotografías de un buque de guerra rompían la monotonía de la flora azul del papel que revestía las paredes.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó, arrojando la carta que acababa de sellar a la papelera. Esta acción me resultó extraña; sin embargo, no consideré oportuno intervenir. Le expliqué el objeto de mi visita en pocas palabras, e incluso pronuncié la importante suma de dinero que mi amigo estaba dispuesto a ofrecer, aunque él me había dicho que no mencionara ninguna cantidad, sino que esperara a conocer las condiciones que el museo requiriera.
—Lo que me dice es maravilloso —dijo el señor Godard—. El único problema es que usted está en un error… no existe tal cuadro en el museo.
—¿Qué quiere decir que no existe tal cuadro? ¡Acabo de verlo! Retrato de un aristócrata ruso de Gustave Leroy.
—Tenemos un Leroy —dijo el señor Godard cuando hubo hojeado un cuaderno con tapas de hule en una de cuyas páginas se detuvo apuntando una determinada entrada con su uña negra—. Sin embargo, no es un retrato sino un paisaje rural: El retorno del rebaño.
Repetí que había visto el cuadro con mis propios ojos cinco minutos antes y que no había poder en la tierra que me pudiera hacer dudar de su existencia.
—De acuerdo —dijo el señor Godard—, pero yo tampoco estoy loco. He sido conservador de nuestro museo casi durante veinte años y me sé de memoria este catálogo como si fuera el padrenuestro. Aquí dice El retorno del rebaño y eso quiere decir que hay un rebaño y que está volviendo al redil y que, a no ser que el abuelo de su amigo haya sido pintado como un pastor, no puedo ni siquiera concebir la existencia de su retrato en nuestro museo.
—Lleva levita —exclamé—. ¡Le juro que lleva levita!
—¿Y qué le pareció nuestro museo y sus colecciones? —preguntó Godard con cierta suspicacia—. ¿Le gustó el sarcófago?
—Escuche —dije (y creo que se hizo perceptible un cierto temblor en mi voz)—, hágame un favor, vayamos ahora mismo allí, y lleguemos al acuerdo de que en el caso de que el retrato está allí, usted me lo vende.
—¿Y si no está?
—Le pagaré la suma indicada, en cualquier caso.
—Está bien —dijo—. Aquí tiene, tome este lapicero rojo y azul y en rojo, en rojo,
por favor, póngame por escrito la proposición que acaba de hacerme.
Estaba tan excitado que hice lo que me pedía. Al ver mi firma, deploró la difícil pronunciación de los nombres rusos. Luego añadió su propia firma y doblando  rápidamente la hoja de papel se la metió en el bolsillo del chaleco.

—Vamos —dijo, haciendo el ademán de estirarse los puños.
Por el camino entró en una tienda donde compró una bolsa de caramelos
pegajosos que pasó a ofrecerme con insistencia; aun cuando yo rechacé su oferta, intentó meterme un par de ellos en la mano. Yo la retiré. Unos cuantos caramelos cayeron en la acera; se detuvo a recogerlos y luego me alcanzó en un trote. Cuando nos acercábamos al museo vimos el autobús rojo de los turistas (vacío, ahora) aparcado en la puerta.
—¡Ajá! —dijo Godard, complacido—. Veo que hoy tenemos muchos visitantes.
Se quitó el sombrero y con él en la mano como si fuera abriéndole paso, subió con todo decoro las escalinatas.
Algo no marchaba bien en el museo. Surgían de su interior gritos pendencieros, risas lascivas, e incluso lo que parecían ser los ruidos típicos de una pelea. Entramos al primer vestíbulo; allí el anciano guarda trataba de impedir que dos sacrílegos, todos sudorosos y de rostros ya rojos de energía, que portaban en las solapas una especie de emblemas festivos, se llevaran los excrementos del señor concejal de su correspondiente vitrina. El resto de los jóvenes, miembros de alguna organización deportiva rural, no paraban de hacer ruido y de reírse descaradamente, algunos del gusano conservado en alcohol, otros de la calavera. Uno hacía payasadas con las tuberías del radiador que pretendía era uno de los objetos expuestos; otro apuntaba con el puño e índice a una lechuza. Habría como unos treinta en total, y sus voces y movimientos creaban un tumulto de ruidos y estrépito.
Godard se puso a dar palmadas de atención y a apuntar a un cartel que decía: «Los visitantes del museo deben ir decentemente vestidos». Luego se abrió y me abrió camino hasta la sala segunda. Inmediatamente todo aquel tropel se apresuró a seguirnos. Yo llevé a Godard hasta el retrato; se quedó helado al verlo, hinchó el pecho, y luego se hizo atrás uno o dos pasos como para admirarlo, y con su tacón femenino le dio un pisotón a uno de aquellos energúmenos.
—Espléndido cuadro —exclamó con una sinceridad genuina—. Bueno, no seamos miserables en esta cuestión. Usted tenía razón, debe de haber un error en el catálogo.
Mientras hablaba, sus dedos, que parecían haber adquirido un movimiento independiente, rompieron nuestro acuerdo en miles de papelitos que fueron cayendo como copos de nieve en una escupidera maciza.
—¿Y quién es ese mono viejo? —preguntó un individuo con un jersey a rayas, mientras que otro gamberro, al ver que el abuelo de mi amigo estaba pintado con un puro encendido, intentaba encender su pitillo con la lumbre del puro.
—De acuerdo —dije—, fijemos el precio, y en cualquier caso, vayámonos de aquí.

Había una salida, de la que no me había percatado antes, al fondo de la sala y nos apresuramos a salir por ella.
—No puedo tomar una decisión —gritaba Godard por encima de aquel estrépito —. Ser decidido sólo es bueno cuando viene apoyado por la ley. Primero tengo que discutir este asunto con el alcalde, que acaba de morir y todavía no ha sido elegido. Dudo que pueda comprar el retrato pero, de todos modos, me gustaría enseñarle algunos de nuestros tesoros.
Nos encontramos en una sala de considerables dimensiones. Unos libros de color pardo, con un aspecto como si los hubieran pasado por agua y de páginas toscas y sucias, estaban dispuestos bajo un cristal sobre una larga mesa. En las paredes había unos muñecos, soldados de botas altas con rodillera.
—Hablemos del asunto —exclamé desesperado, tratando de dirigir las evoluciones de Godard hacia un sofá de terciopelo que había en una esquina. Pero el guarda me lo impidió. Blandiendo como espada su brazo sano, llegó corriendo hasta nosotros, perseguido por una jubilosa multitud de jóvenes, uno de los cuales se había tocado la cabeza con un casco de cobre de brillo rembrandtesco.
—¡Quíteselo, quíteselo! —gritaba Godard, y un empujón anónimo llevó al casco a volar por los aires con estruendo, lejos de la cabeza del gamberro.
—Sigamos —dijo Godard, tirándome de la manga, y entramos en la sección de escultura antigua.
Me perdí por un momento entre unas enormes piernas de mármol, y tuve que pasar dos veces por delante de una rodilla gigantesca antes de recobrar a Godard, que me buscaba también a mí desde detrás del tobillo blanco de una gigante cercana. Y en ese momento, un individuo con bombín, que debía haberse encaramado a la estatua, cayó de repente y desde las alturas al suelo de piedra. Uno de sus compañeros intentó ayudarle a levantarse, pero estaban los dos borrachos y Godard los dejó de lado y corrió hasta la sala vecina, radiante de alfombras orientales; tres podencos corrían sobre alfombras azules y un arco y una aljaba descansaban sobre una piel de tigre.
Curiosamente, sin embargo, la abigarrada mezcolanza de objetos así como la amplitud del lugar sólo provocaban en mí una sensación imprecisa como de opresión, que quizá fuera debida a que no dejaban de pasar ante mi vista nuevos visitantes y tal vez porque yo ya estaba impaciente por abandonar aquel museo innecesario, que no dejaba de expandirse, y dedicarme en calma y libertad a cerrar mis negociaciones mercantiles con Godard, empecé a experimentar una vaga sensación de alarma. Mientras tanto, habíamos transportado nuestros cuerpos hasta una nueva sala, que debía de ser realmente enorme, porque albergaba el esqueleto completo de una ballena, que parecía el casco de una fragata; a lo lejos se divisaban todavía más salas, con el correspondiente brillo oblicuo de los cuadros, llenos de nubes de tormenta, entre las que flotaban ídolos del arte religioso mostrando vestimentas azules y rosas; y todo ello se resolvía en una abrupta turbulencia de pliegues envueltos en la niebla, y candelabros todos relucientes y peces con agallas translúcidas que serpenteaban a través de acuarios iluminados. Al subir a toda prisa por una escalera vimos, desde la galería superior, un grupo de gente de pelo gris y con paraguas, examinando una réplica gigantesca del universo.
Finalmente, al llegar a la habitación sombría pero magnífica dedicada a la historia de las máquinas de vapor, conseguí detener por un instante a mi despreocupado guía.
—¡Ya basta! —grité—. Yo me voy. Hablaremos mañana.
Cuando acabé de hablar ya se había desvanecido. Me volví y vi, apenas a unos centímetros de donde yo estaba, las majestuosas ruedas de una sudorosa locomotora. Durante un largo rato traté de rehacer mi camino entre los distintos modelos de estaciones de ferrocarril. ¡Qué raras brillaban las señales violetas en la penumbra de detrás del abanico de los raíles húmedos, y qué espasmos sacudían mi pobre corazón! De repente, todo volvió a cambiar de nuevo: ante mí se extendía un pasillo infinitamente largo, que contenía numerosos armarios de oficina y también gente que se escabullía de forma un tanto escurridiza. Di un giro de noventa grados y me encontré en medio de instrumentos musicales; las paredes, todas un gran espejo, reflejaban una hilera de pianos de cola, mientras que en el centro había una especie de estanque con un bronce de Orfeo sobre una roca verde. El tema acuático no acababa ahí porque, al volver corriendo, di con mi persona en la Sección de Fuentes y Arroyos, y me resultaba difícil caminar por las riberas sinuosas y cenagosas de aquellas aguas.
De vez en cuando, a uno u otro lado, aparecían unas escaleras de piedra con unos charcos en los escalones que me producían una extraña sensación de miedo, que descendían hasta abismos llenos de niebla de los que surgían una serie de silbidos, el chocar de platos, el golpeteo de máquinas de escribir, martillazos, y muchos otros ruidos, como si, allá abajo, hubiera salas de exposiciones de algún que otro tipo, que ya estuvieran cerradas o cuyas obras estuvieran a punto de completarse. Luego me vi envuelto en la oscuridad y empecé a tropezar con todo tipo de muebles desconocidos hasta que finalmente vi una luz roja y salí a una plataforma que sonaba metálica a mi paso… y de repente, tras ella, me encontré con un cuarto de estar iluminado, amueblado con gusto al estilo Imperio, pero sin un alma, sin un alma… Para entonces yo ya estaba indescriptiblemente aterrado, pero cada vez que intentaba deshacer mi camino a lo largo de los distintos pasadizos, me volvía a encontrar en lugares desconocidos —en un invernadero con hortensias y cristales rotos a través de los cuales se colaba la oscuridad de la noche artificial o en un laboratorio desierto con alambiques polvorientos sobre las mesas. Finalmente fui a parar a una especie de habitación con percheros monstruosamente atiborrados de abrigos negros y pieles de astracán; desde detrás de una puerta llegaba un estallido de aplausos, pero cuando abrí la puerta de golpe, no encontré teatro alguno, sino únicamente una suave opacidad y una niebla de imitación tan perfecta que incluso mostraba de forma convincente una serie de manchas correspondientes a unas confusas farolas. ¡Más que convincentes! Avancé unos pasos e inmediatamente una inconfundible y bienvenida sensación de realidad reemplazó finalmente a toda aquella basura irreal contra la que me había ido estrellando por todos los lados. La piedra que tenía bajo mis pies era un auténtico adoquín de la acera, espolvoreada con nieve maravillosamente fragante y recién caída. Al principio la frescura silenciosa y nevada de la noche, que de alguna manera me resultaba extrañamente familiar, me produjo una sensación placentera después de mi deambular enfebrecido. Confiadamente, empecé a hacer conjeturas acerca del lugar en el que había estado y acerca del porqué de la nieve, y qué serían aquellas luces que brillaban exageradamente aunque indistintas, aquí y allá en la parda oscuridad. Me puse a mirar e incluso me agaché a tocar una piedra redonda del bordillo de la acera, y luego me quedé contemplando la palma de la mano, llena de húmedo frío granular, como si esperara encontrar allí una explicación. Sentí que iba vestido demasiado ligero, demasiado cándido, pero la conciencia de que había logrado escaparme del laberinto del museo era todavía tan fuerte que en los dos primeros minutos, no experimenté ni sorpresa ni miedo. Siguiendo con mi examen detenido miré la casa junto a la que me encontraba e inmediatamente me chocó el espectáculo de sus escaleras de hierro y de los raíles que bajaban hasta la nieve en su camino hacia el sótano. Me dio una punzada al corazón, y cuando volví a mirar la acera lo hice con una curiosidad de orden nuevo, un punto alarmada, al ver su cubierta blanca a lo largo de la cual se estiraban una serie de líneas negras, y también el cielo pardo cruzado por una luz persistente y misteriosa, y el parapeto macizo a cierta distancia. Me pareció que tras él había como una pendiente; algo crujía y regurgitaba allí abajo. Más allá, al otro lado de aquella cavidad lóbrega, se extendía una cadena de luces borrosas. Arrastrándome por la nieve con mis pies empapados, caminé unos cuantos pasos, sin dejar de mirar aquella casa oscura a mi derecha; sólo había luz en una ventana, donde una lámpara solitaria lucía débilmente bajo su pantalla de cristal verde. Una puerta de madera cerrada… Deben de ser los postigos de una tienda que duerme… Y a la luz de una farola cuyas formas me habían empezado a gritar su mensaje imposible, conseguí descifrar el final de un letrero —«… INKA SAPOG» (… CIÓN DE CALZADO)— pero no, no era la nieve la que había borrado el letrero. «No, no, en un minuto me despertaré», dije en alta voz, y, temblando, con el corazón a golpes, me di la vuelta, seguí caminando, me volví a detener. De algún lugar me llegó el ruido de unos cascos de caballo que se alejaban, la nieve se asentaba como un gorro de dormir sobre una piedra y se mostraba confusamente blanca sobre una pila de leña al otro lado de la verja, y entonces supe, de manera irrevocable, dónde me encontraba. ¡Ay de mí, no era en la Rusia que yo recordaba, sino en la Rusia real de hoy en día, prohibida para mí, desesperadamente servil, y también desesperadamente mi patria! Yo, un medio fantasma vestido con un traje extranjero de verano, me quedé de pie en la nieve impasible de una noche de octubre, en algún lugar junto al Moyka o al canal Fonanja, o quizá fuera en el Obvodny, y tenía que hacer algo, ir a algún lugar, correr; proteger con desesperación mi vida frágil, fuera de la ley. ¡Cuántas veces había experimentado esa misma sensación mientras dormía! Ahora, sin embargo, era realidad. Todo era real, el aire parecía mezclarse con los copos de nieve dispersos, con el canal que todavía no se había helado, con la casa flotante, y con aquel peculiar rectángulo de las ventanas oscuras y amarillas. Un hombre con una gorra de piel, y una cartera bajo el brazo, llegó hasta mí como desde la niebla, me lanzó una mirada asustada y se volvió a mirarme después de haberse cruzado conmigo. Esperé a que desapareciera y entonces, con prisas, empecé a sacar todo lo que llevaba en los bolsillos, destrozando papeles, arrojándolos en la nieve y después pisoteándolos. Había algunos documentos, una carta de mi hermana en París, quinientos francos, un pañuelo, cigarrillos: sin embargo, a fin de despojarme de todos los tejidos del exilio, tendría que desgarrar y destrozar mi ropa, mis calzoncillos, mis zapatos, todo, y quedarme idealmente desnudo: y aunque ya estaba temblando y con escalofríos a causa del frío y también de mi angustia, hice todo lo que pude en ese sentido.
Pero basta. No relataré la historia de cómo me arrestaron ni tampoco contaré las pruebas subsiguientes por las que hube dé pasar. Baste decir que me costó una paciencia y un esfuerzo increíbles volver a salir al extranjero, y que, desde entonces, me he jurado no llevar a cabo misiones confiadas por la locura de los otros.

 – Vladimir Nabokov.

«La visita al museo» («Poseshchenie muzeya») se publicó en la revista del exilio Sovremennyya Zapiski (1939) y posteriormente en el volumen de relatos Vesna v Fialte (1959). La versión inglesa apareció en Esquire en marzo de 1963 y posteriormente se incluyó en Nabokov’s Quartet (1966).
Los lectores que no sean rusos tal vez agradezcan una nota explicativa. En un determinado momento, el desgraciado narrador observa el rótulo de una tienda y se da cuenta de que no está en la Rusia de su pasado sino en la Unión Soviética. El detalle revelador es la ausencia de la letra que solía decorar el final de una palabra terminada en consonante en la vieja Rusia pero que se omite en la ortografía reformada adoptada por los soviéticos.

 

 

 

 

Carolina Grau – Carlos Fuentes


¿Quién o qué es Carolina Grau? Esta es la pregunta que me he hecho al acabar esta breve colección de relatos fantásticos del mexicano Carlos Fuentes.
Relatos entretejidos de manera sutil por este personaje que vaga por ellos como fantasma, pensamiento, protagonista, recuerdo, obsesión… Se podría decir que es un recurso usado por el autor para conectar las historias, pero en el fondo es algo más, es un símbolo. Símbolo de las dos constantes que se repiten a lo largo de la obra: La sensación de encierro y la búsqueda de la libertad. Y es ahí donde la figura evanescente de Carolina Grau actúa de catalizador, ya que ella representa el movimiento perpetuo y la libertad. No está atada a ningún plano espacio temporal, puesto que lo mismo es una bióloga mexicana o una amante furtiva en Sevilla, como se aparece en un pueblito de la Marche en Italia o acoge a un desertor de las tropas de Hernán Cortés en las selvas de México. Pero su recuerdo o presencia de alguna manera también contribuye al encierro de los personajes, así que se podría decir que es un ser paradójico, una especie de daimón.

«El carcelero tiene su carcelero y éste al suyo y así al infinito. Tú y yo somos los eslabones finales de una larga cadena de sumisiones. Así está ordenado el mundo, mi joven amigo. ¿Hay otra salida?».

Fuentes confesaba a propósito de esta obra que quiso escribir sobre un mundo cerrado, ya que «Estamos encerrados en nuestro propio cuerpo al fin y al cabo, estamos encerrados en nuestra condición, en nuestra ciudad, en nuestra política, en nuestra nación; estamos encerrados en el mundo». Es una premisa muy valida, aunque yo debo discrepar en que aunque estamos encerrados en esta realidad que habitamos, siempre queda un reducto de libertad dentro de cada uno de nosotros; nuestra imaginación. Claro está que la imaginación también puede contribuir a nuestro encierro si enfocamos nuestros pensamientos en esa dirección, pero lo cierto es que la imaginación es inagotable y cada uno de nosotros puede crear innumerables microcosmos dentro de este macrocosmos en el que existimos. Las posibilidades son infinitas.

No sólo se sirve el autor de Carolina Grau para contar las historias, si no que además los argumentos son notables e interesantes. Entre los ocho relatos podríamos destacar una versión alternativa de El conde de Montecristo, una mujer que da a luz un niño que brilla como el oro, un joven que aparece en un pueblo extraño en el que todos los habitantes parecen esperarlo, un conquistador español que encuentra un templo olmeca perdido en la selva o las obsesiones y anhelos del gran poeta italiano Giacomo Leopardi… todos los cuentos tienen, a pesar de su condición onírica y confusa, algo de especial, algo que engancha y que mantiene en vilo. Por supuesto Carlos Fuentes no se lo pone nunca fácil al lector y demanda que sea este último el que rellene los huecos que deja en las historias, ya que a veces la narración es fragmentaria y poco concluyente. Pero esto lo hace aún más interesante, puesto que el lector está obligado a dejar vagar su imaginación para completar los hechos. Otra cosa a destacar son los lugares donde transcurren las historias, son parte importante de la sensación de encierro que tienen los protagonistas de cada relato. Son escenarios extraños que parecen arrancados directamente de sueños y pesadillas.

En resumen: ocho cuentos cortos que bien podrían ser una novela, ya que todos se conectan sutilmente entre sí y un final demoledor, el del último relato del libro, en el que el círculo se cierra de manera magistral.

«Los hechos son inasibles. Nunca sabemos si lo que ocurre está ocurriendo, ya ocurrió o está por ocurrir».

 

Nota: La foto de la cabecera pertenece al castillo de If, la prisión donde transcurre parte de la novela de El conde de Montecristo.

 

El ojo – Vladimir Nabokov

«Al fin y al cabo, para vivir feliz, un hombre tiene que conocer de vez en cuando unos instantes de perfecto vacío. Sin embargo, yo estaba siempre expuesto, siempre con los ojos abiertos; incluso cuando dormía no dejaba de vigilarme, sin comprender nada de mi existencia, me enloquecía la idea de no poder dejar de ser consciente de mí mismo…».

El Ojo (Соглядатай), escrita en 1930 y publicada por entregas en la revista parisina de emigrantes rusos Sovremennyya Zapiski, es la cuarta novela de Vladimir Nabokov y fue en su día, mi primer acercamiento a su obra. Es una novela corta desconcertante, que puede resultar de difícil lectura, pues la historia esta plagada de descripciones y diálogos inconexos y sesgados, que no nos permiten hacernos una imagen panorámica de la historia. Pero esto es precisamente lo que busca el autor: jugar con nosotros y no desvelarnos más que lo justo y a veces confundirnos con imágenes distorsionadas o reflejos múltiples, como si estuviéramos dentro de una habitación llena de espejos y todos los presentes en ella llevaran una máscara.

Dobles fantasmales.

En esta novela se tocan los temas de la identidad y el concepto que tenemos sobre nosotros mismos y sobre todo de la imagen que proyectamos y la percepción que tienen los demás sobre nosotros. Siempre me han parecido conceptos muy interesantes, puesto que al final no dejan de ser experiencias subjetivas, a veces contaminadas por prejuicios, que no nos permiten conocer la esencia real de la verdad, conocimiento que por otra parte considero prácticamente imposible de alcanzar.

También se desarrolla el tema del doble de una manera muy interesante, puesto que no es un doble al uso; un doppelgänger o doble fantasmal, es una especie de sombra o proyección de nuestro inconsciente, que en algunos momentos se puede manifestar, posiblemente en un estado alterado de conciencia o en un estado crepuscular, como por ejemplo durante la parálisis del sueño. Pero en un plano más metafísico/psicológico, también puede ser la suma de las percepciones que otros tienen de nosotros o cada una de ellas por separado, un montón de dobles distintos, uno por cada persona que nos conoce, incluida nuestra propia percepción de nosotros mismos. La verdad es que sólo este tema daría para una entrada bastante amplia, pero no me voy a extender más en ello.

El tema del doble es recurrente en la literatura de varios autores, y aquí he detectado cierta influencia de Hoffmann (La historia del reflejo perdido), Poe (William Wilson), Pirandello (Uno, ninguno y cien mil) e incluso de Borges*. Nabokov consigue crear en El ojo, una historia a la altura de las nombradas anteriormente.

Humo y espejos en el Berlín de entreguerras.

El ojo comienza con el narrador contándonos su vida en el Berlín de entreguerras. Por lo que sabemos es un expatriado ruso que ha huido de la Revolución Bolchevique y posterior guerra civil que asola Rusia, que comparte su vida con otros emigrados de su misma nacionalidad, a cada cual más variopinto: como el librero Weinstock, paranoico y practicante del espiritismo (muy de moda en aquellos años) o el pedante Roman Bogdanovich, autor de un diario personal, cuyas entregas envía todos los viernes a un amigo de Tallinnque las archiva para que Roman pueda releerlo completo en un futuro cuando ya sea anciano.

La vida del narrador, bastante mediocre y aburrida, da un giro inesperado tras un acontecimiento traumático que le empuja al (intento de) suicidio. A partir de ahí su vida adquiere una dimensión totalmente distinta, ya que comienza a ver el mundo y a los que le rodean con otros ojos, una especie de ser omnisciente que todo lo ve y que se propone descubrir la identidad del personaje más enigmático de todos: Smurov.

Smurov, el enigma.

Un personaje que un día es un soldado zarista y al siguiente un espía bolchevique, otro día se presenta como un mujeriego y después como homosexual. El narrador intenta descifrar el enigma de Smurov a través de los ojos y las opiniones de sus conocidos y poco a poco su imagen va tomando forma, una imagen realmente sorprendente.

En el prefacio, el autor nos anima a que intentemos descubrir quién es este personaje antes de que acabe la novela, reconozco que yo lo descubrí más o menos a la mitad. Así que nos encontramos ante una obra de gran calidad y un misterio muy divertido. Recomiendo su lectura, pero ojo, que sea breve no quiere decir que sea ligera, es densa y como dije al principio, desconcertante.

«Kashmarin se había llevado otra imagen, ¿Importa cuál? Porque no existo; lo que existe son los millares de espejos que me reflejan. Cada vez que conozco a alguien, aumenta la población de fantasmas que se parecen a mí. Viven en alguna parte, se multiplican en alguna parte. Sólo yo no existo. Sin embargo, Smurov, seguirá viviendo por mucho tiempo”.

“Los dos muchachos envejecerán y alguna que otra imagen mía vivirá en ellos como un parásito tenaz.  Y luego llegará el día en que morirá la última persona que me recuerde, tal vez una historia casual sobre mí, una simple anécdota en la que aparezco yo, pasará de él a su hijo o a su nieto, y así mi nombre y mi fantasma aparecerán fugazmente aquí y allá por un tiempo más. Luego llegará el final».

Notas: El título original en ruso Соглядатай, cuya transcripción sería Soglyadatay, es un antiguo término militar que significa «espía«, «observador«, el autor al traducir su obra al inglés en 1965, decidió titularlo, «El Ojo«.

* La influencia de Borges es imposible, puesto que en aquellos años no tenían aún conocimiento el uno del otro. Aunque si es cierto que sus vidas están marcadas por algunos paralelismos sorprendentes, que quizá desgrane en una entrada futura.

 

 

 

El hombre imaginario – Un poema de Nicanor Parra

El chileno Nicanor Parra se consideraba un antipoeta, lo cual no deja de ser paradójico, puesto que está considerado como uno de los mejores poetas de nuestro tiempo. Aunque lo cierto es que esa definición le va como anillo al dedo, ya que su estilo irreverente y directo fue toda una revolución y para muestra, su antipoema La montaña rusa, donde expone claramente cual es su visión de la poesía: “Durante medio siglo/la poesía fue/el paraíso del tonto solemne/hasta que vine yo/y me instalé con mi montaña rusa./Suban, si les parece./Claro que yo no respondo si bajan/Echando sangre por boca y narices”. Toda una declaración de intenciones que deja muy claro que Parra no era un poeta al uso.

Su poesía es demoledora y anárquica, llena de crítica y denuncia social. Profunda y melancólica unas veces, sarcástica y divertida otras y casi siempre construida con estructuras inusuales. Quizá esta búsqueda de nuevas estructuras, fue consecuencia de su formación como matemático y físico o quizá fue su afán por democratizar la poesía y hacerla más accesible a personas de distinto nivel sociocultural. Lo cierto es que Parra tuvo éxito innovando y creando algo original. Personaje de gran cultura, librepensador y ecologista, llevaba el arte en la sangre, ya que provenía de una familia de artistas, entre los que destacó su hermana Violeta, cantautora y folclorista de gran renombre.

El poema que os presento hoy, es uno de los que más me gustan de toda su producción. Me parece un poema melancólico y profundo, en el que todo parece ser imaginario, salvo dos cosas. Leyéndolo podemos visualizar al hombre imaginario, podemos dejarnos llevar e imaginar todo lo que nos describe el autor, pero hay algo que no es imaginario y eso lo podemos sentir muy profundamente, ahí radica la magia de este poema. Espero que lo disfrutéis.

 

“L’heureux donateur”1966, por René Magritte, Musée d’Ixelles.

El hombre imaginario

El hombre imaginario
vive en una mansión imaginaria
rodeada de árboles imaginarios
a la orilla de un río imaginario

De los muros que son imaginarios
penden antiguos cuadros imaginarios
irreparables grietas imaginarias
que representan hechos imaginarios
ocurridos en mundos imaginarios
en lugares y tiempos imaginarios

Todas las tardes imaginarias
sube las escaleras imaginarias
y se asoma al balcón imaginario
a mirar el paisaje imaginario
que consiste en un valle imaginario
circundado de cerros imaginarios.

Sombras imaginarias
vienen por el camino imaginario
entonando canciones imaginarias
a la muerte del sol imaginario.

Y en las noches de luna imaginaria
sueña con la mujer imaginaria
que le brindó su amor imaginario
vuelve a sentir ese mismo dolor
ese mismo placer imaginario
y vuelve a palpitar
el corazón del hombre imaginario.

– Nicanor Parra

El hombre imaginario” incluido en “Hojas de Parra” (1985).

 

La estrella sobre el bosque – Un relato de Stefan Zweig

El austriaco Stefan Zweig era todo un esteta, uno de esos que llevan el arte de la escritura a otro nivel y aunque a priori, los temas que trata en sus obras parecen ser mundanos, su estilo elegante y su manera de retratar las profundidades del alma humana, convierten su lectura en una experiencia sublime.

La estrella sobre el bosque es un buen ejemplo de todo esto, es un relato triste e intenso. Zweig, con pocas palabras nos hace sentir el amor irracional y platónico del protagonista. Nos mete bajo su piel y nos hace sentir su corazón palpitar desbocado en nuestro pecho. Vamos deslizándonos por la historia al ritmo impuesto precisamente por ese corazón, que se ha adueñado del protagonista, en el que la mente ya no rige, ya no tiene el control de sus actos.

El final; aunque desolador, tiene algo de justicia poética, algo de magia divina, como si un aciago Cupido hubiera disparado una flecha a última hora, para que ese dolor nacido del amor, pudiera ser transferido y compartido de alguna manera.

Pero no quiero divagar más, mejor os invito a que disfrutéis de la prosa de Zweig y de este relato que, por cierto, podéis encontrar también en la recopilación Sueños olvidados y otros relatos editado por Alba.

Der Kuß por Gustav Klimt (1908), Belvedere, Viena.

La estrella sobre el bosque

Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto.

Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos. Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota, como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas. Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente un vino dulce y de perfume embriagador, y recogía las palabras y las órdenes ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada.

Así despertó de repente en la vida de un hombre sencillo un sueño, como una flor de jardín noble y cuidadosamente criada, que florece en una carretera donde el polvo de los caminantes ahoga todos los brotes. Era el vértigo de un ser sencillo, un sueño embriagador y narcótico en medio de una vida fría y monótona. Y los sueños de seres como él son como barcas sin timón, que van a la deriva presas de una voluptuosidad fluctuante sobre aguas silenciosas y espejeantes, hasta que de pronto su quilla choca con una sacudida seca en una orilla desconocida.

La realidad, sin embargo, es más fuerte y sólida que todos los sueños. Una noche el corpulento portero procedente del Waadtland le dijo a François al pasar: «La Ostrovska se marcha mañana en el tren de las ocho». Y luego añadió otros nombres sin importancia que él apenas escuchó. Porque esas palabras se habían transformado en su cerebro en un confuso remolino tumultuoso. Varias veces se pasó los dedos mecánicamente por la frente afligida, como si quisiera apartar un sedimento pesado, que allí reposaba y obnubilaba la razón. Dio unos pasos titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó delante de un alto espejo de marco dorado, del que le salió al encuentro un rostro mortalmente pálido y extraño. Los pensamientos no acudían a su mente, estaban por así decir aprisionados tras un muro oscuro y nebuloso. Casi inconsciente, descendió, agarrándose a la balaustrada, la amplia escalera hacia el jardín sumido en sombras, en el que los altos pinos se erguían solitarios como pensamientos sombríos. Su silueta intranquila dio unos inciertos pasos más, como el vuelo bajo y tambaleante de un ave nocturna enorme y oscura, y por fin se dejó caer en un banco, apoyando la cabeza en su frío respaldo. El silencio era absoluto. A su espalda, entre los arbustos redondeados, relucía el mar. Luces suaves y trémulas chispeaban sobre su superficie, y en el silencio se perdía la monótona cantinela murmurante de lejanos rompientes.

Y de pronto todo estaba claro, muy claro. Tan dolorosamente claro que François casi sonrió. Todo había acabado, sencillamente. La condesa Ostrovska se marcha a casa y el camarero François queda atrás en su puesto. ¿Acaso era tan raro? ¿No se marchaban al cabo de dos, tres o cuatro semanas todos los extranjeros que venían? Qué tontería no haberlo pensado antes. Porque todo estaba tan claro como para reír o llorar. Y sus pensamientos bullían y bullían. Mañana por la noche, en el tren de las ocho en dirección a Varsovia. A Varsovia…, horas y horas a través de bosques y valles, a través de colinas y montañas, a través de estepas y ríos y dinámicas ciudades. ¡Varsovia! ¡Qué lejos quedaba! No podía siquiera imaginar, aunque sí sentir en lo más profundo, esa palabra orgullosa y amenazadora, dura y lejana: Varsovia. Y él…

Durante un segundo aleteó una pequeña y fantástica esperanza. Podía seguirla. Y buscar empleo allí como criado, escribiente, cochero, esclavo; estar allí en la calle como mendigo, todo menos estar tan horriblemente lejos; al menos respirar el aliento de la misma ciudad, verla quizá pasar, ver su sombra, al menos, su vestido y su cabello negro. Ya surgían precipitadas visiones. Pero el momento era duro e implacable. François vio lo inalcanzable desnudo y claro. Calculó: cien o doscientos francos ahorrados, en el mejor de los casos. No bastaban ni para la mitad del camino. Y entonces ¿qué? Como a través de un velo desgarrado vio de pronto su vida, presintió lo pobre, miserable y fea que indefectiblemente sería de ahora en adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión de camarero, torturado por un insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro. Lo recorrió un escalofrío. Y de pronto todas las cadenas de pensamientos confluyeron arrebatadas e imparables. Había únicamente una posibilidad.

Las copas de los árboles se mecían en una brisa apenas perceptible. La noche oscura y negra se alzaba amenazadora ante él. Entonces se alzó, seguro y sereno, del banco y se dirigió por la grava crujiente hacia el gran edificio que dormía en blanco silencio. Debajo de una de sus ventanas hizo un alto. Estaba ciega y sin un signo brillante de luz en el que se hubiera podido encender el deseo soñador. Ahora su sangre circulaba con latidos tranquilos, y se alejó como alguien al que ya nada confunde y engaña. En su cuarto se echó sin agitación alguna sobre la cama y durmió con un sueño denso y sin imágenes hasta la señal matutina del despertar.

Al día siguiente, su comportamiento se ciñó por completo a los límites de la deliberación meticulosamente definida y de la calma forzada. Con fría indiferencia cumplió con sus obligaciones, y sus gestos tenían una seguridad tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera imaginado detrás de la máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora de la cena, acudió con sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y compró flores exquisitas que en su espléndido colorido le sugerían palabras: tulipanes del color del oro fogoso, que eran como la pasión; crisantemos blancos de amplia corola, como sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas, las imágenes estilizadas del deseo, y unas soberbias rosas embriagadoras. Y luego compró un valioso jarrón de cristal con destellos opalescentes. Los pocos francos que aún le quedaban se los regaló al pasar, con un gesto rápido y distraído, a un niño que pedía limosna. Luego volvió al hotel. Con solemnidad melancólica colocó el jarrón con las flores delante del cubierto de la condesa, que dispuso por última vez con voluptuoso y minucioso esmero.

Llegó el momento de la cena. François sirvió la mesa como siempre: reservado, silencioso y competente, sin alzar los ojos. Sólo al final envolvió la silueta cimbreante y orgullosa de la condesa con una mirada infinita, que ella no percibió. Nunca le había parecido tan bella como en esta mirada última y libre de todo deseo. Luego se apartó con serenidad de la mesa, sin gesto alguno de despedida, y abandonó la sala. Como un huésped ante el que se inclinan los criados, atravesó los pasillos y descendió la elegante escalera de recepción hasta la calle: era evidente que en ese momento dejaba atrás su pasado. Delante del hotel se detuvo un segundo, indeciso; entonces empezó a caminar, bordeando iluminadas villas y amplios jardines, siempre adelante como un paseante ensimismado, sin saber adónde se dirigía.

Así vagó inciertamente hasta el anochecer en un estado de enajenación ensoñada. Ya no pensaba más en las cosas. Ni en las pasadas ni en las inevitables. Ya no le daba vueltas a la idea de la muerte, como sin duda en los últimos momentos el suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante y amenazador revólver de profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía tiempo que se había sentenciado a sí mismo. Por su mente sólo pasaban imágenes en raudo vuelo, como golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud hasta aquella fatal hora de clase cuando una estúpida aventura lo propulsó violentamente desde la perspectiva de un futuro prometedor a la confusión del mundo. Luego los viajes incesantes, las dificultades por el sueldo, los proyectos, una y otra vez fracasados, hasta que la gran oleada negra, que llamamos el destino, quebró su orgullo y lo dejó abandonado en un puesto indigno. Muchos recuerdos multicolores pasaron revoloteando por su mente. Por fin relució el suave reflejo de los últimos días en sus sueños despiertos; y de nuevo abrieron violentamente la oscura puerta de la realidad que debía traspasar. Recordó que deseaba morir en ese mismo día.

Durante un rato recapacitó sobre los muchos caminos que conducen a la muerte, y comparó su respectiva amargura y su definitiva prontitud. Hasta que lo traspasó un pensamiento. En su sombría cavilación se le ocurrió un funesto símbolo: así como la condesa había arrasado inconsciente y destructivamente su vida, así debía arrollar también su cuerpo. Ella misma lo llevaría a cabo. Ella misma consumaría su obra. Y ahora sus pensamientos se aceleraron con increíble seguridad. En algo menos de una hora, a las ocho, salía el expreso que la llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo de sus ruedas, se dejaría destrozar por la misma fuerza arrebatadora que le arrancaba a la mujer de sus sueños. Se desangraría debajo de sus pies. Los pensamientos galopaban y se perseguían jubilosos. François ya conocía el lugar. Más arriba, al borde del bosque, donde las copas frondosas de los árboles oscurecían la última vista sobre la cercana bahía. Miró el reloj: los segundos y los latidos de su sangre casi marcaban el mismo ritmo. Era hora de ponerse en camino. Y ahora, de repente, sus pasos cansinos se volvieron elásticos y decididos, con ese ritmo duro y precipitado que el sueño mata en su avance. Agitado se precipitó en el esplendoroso crepúsculo del anochecer meridional hacia el lugar en el que, entre lejanas colinas cubiertas de bosque, el cielo aparecía incrustado como una línea color púrpura. Y corrió hasta llegar a las vías del tren, que relucían como dos líneas plateadas y le mostraban el camino. Lo condujeron por una ruta sinuosa hacia la altura, a través de perfumados y profundos valles, cuyos velos de niebla atenuaban plateados la luz cansina de la luna; lo condujeron ascendiendo a las colinas, desde las que se veía lo lejos que el mar vasto y nocturno refulgía con sus brillantes luces costeras. Y le mostraron por fin el profundo bosque mecido por el inquieto viento, que sumergió las vías en las sombras que se cernían.

Ya era tarde cuando François llegó con respiración entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles lo rodeaban lúgubres y negros. Sólo arriba, entre las copas transparentes, asomaba la luz temblorosa y pálida de la luna entre las ramas, que se quejaban cuando la ligera brisa de la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban extrañas llamadas de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos se le paralizaron por completo en esa aprensiva soledad. François sólo esperaba, esperaba y miraba fijamente si allá abajo, en la curva de la primera serpentina ascendente, asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el reloj y contaba los segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del tren. Pero era imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse congelado.

Por fin brilló allá abajo la luz. En ese segundo François sintió una sacudida en el corazón, aunque no hubiera podido decir si de temor o de alegría. Con un movimiento impetuoso se tiró sobre las vías. Al principio sólo sintió un instante el agradable frío de los raíles de hierro en su sien. Luego aguzó el oído. El tren aún estaba lejos. Podía tardar algunos minutos. Ahora no se oía nada excepto el susurro de los árboles en el viento. Los pensamientos saltaban confusos. Y, de pronto, uno que permaneció clavado como una dolorosa flecha en su corazón: que él moría por ella y que ella nunca lo sabría. Que ni la más pequeña ola de su vida encrespada había tocado la de ella. Que ella nunca sabría que una vida ajena había venerado la suya y se había destrozado contra ella.

Apenas perceptible y muy lejano se oía jadear por el aire casi quieto el golpeteo rítmico de la máquina que remontaba la pendiente. Pero el pensamiento seguía quemando con igual fuerza y atormentaba los últimos minutos del moribundo. El tren se aproximaba más y más con su estrépito metálico. Y entonces François abrió una vez más los ojos. Sobre él se extendía un cielo mudo de un azul casi negro y las copas intranquilas de unos árboles. Y sobre el bosque resplandecía una estrella blanca. Una estrella solitaria sobre el bosque… Los raíles empezaron a vibrar suavemente y a zumbar bajo su cabeza. Pero el pensamiento ardía como fuego en su corazón y en la mirada que abarcaba toda la intensidad y la desesperación de su amor. Todo el deseo y esta última dolorosa pregunta se volcaron en la estrella blanca y reluciente, que miraba benignamente sobre él. El tren se aproximaba más y más. Y el moribundo envolvió una vez más con una última e inefable mirada la estrella sobre el bosque. Luego cerró los ojos. Los raíles temblaron y vibraron, la marcha estrepitosa del presuroso tren se acercaba más y más y el bosque resonaba como grandes y martilleantes campanas. La tierra pareció tambalearse. Aún un aturdidor chirrido, un estruendo arremolinado, luego un estridente pitido, el grito de animal asustado del silbato del tren y la queja disonante de un freno inútil.

La bella condesa Ostrovska ocupaba en el tren un compartimiento reservado. Desde el inicio del viaje leía una novela francesa, mecida suavemente por el balanceo del vagón. El aire del estrecho habitáculo era sofocante y estaba cargado del denso perfume de muchas flores a punto de marchitarse. En las magníficas cestas de despedida los racimos de lilas blancas ya dejaban caer la cabeza, cansinas como frutas excesivamente maduras, las flores colgaban flácidas de sus tallos, y los cálices pesados y dilatados de las rosas parecían consumirse en la nube caliente de los aromas embriagadores. Un atosigante bochorno calentaba las pesadas oleadas de perfume, suspendidas perezosas incluso en la presteza acelerada del tren.

De pronto, la condesa dejó caer el libro con dedos fatigados. Ni ella misma sabía por qué. Una sensación misteriosa la invadió. Sintió una presión sorda y dolorosa. Un dolor repentino, inexplicable y angustioso se apoderó de su corazón. Creyó que iba a asfixiarse en el vaho turbador y cálido de las flores. Y ese aterrador dolor no cedía, sentía cada vibración de las ruedas veloces, la ciega marcha hacia delante la martirizaba indeciblemente. La asaltó un deseo fulminante de parar el impulso acelerado del tren, de detenerlo ante el oscuro dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en su vida había sentido su corazón atenazado por algo tan horrible, invisible y cruel como en esos segundos de dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa sensación se hizo más y más acuciante, y más apretada la presión alrededor de su garganta. Como una plegaria surgió en ella el deseo de que el tren parara.

Ahí, de repente, un estridente silbato, el grito salvaje de aviso del tren y el quejido de los frenos con su lamentable chirrido. Y el ritmo ralentizado de las ruedas aladas, más y más lento, luego un tartamudeo mecánico y un golpe brusco.

Con dificultad se acercó a la ventanilla para aspirar a bocanadas el aire fresco. El cristal descendió ruidosamente. Afuera siluetas negras, corriendo… Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida… Bajo las ruedas… Muerto… En pleno campo…

La condesa se estremece. Instintivamente su mirada se alza hacia el cielo alto y silencioso y hacia los árboles negros mecidos por el viento. Y sobre ellos una estrella solitaria sobre el bosque. La condesa siente su mirada como una lágrima refulgente. La contempla y de pronto siente una tristeza como nunca la ha sentido. Una tristeza llena de fuego y deseo, como nunca existió en su vida…

El tren reanuda lentamente su marcha. La condesa se reclina en la esquina de su butaca y lágrimas silenciosas se deslizan por sus mejillas. La angustia sorda ha desaparecido, ya sólo siente un profundo y extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano. Un dolor como el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable y sienten que están por completo solos…

Stefan Zweig.

“Der Stern über dem Walde”, 1904.

 

Piedra de sol – Un poema de Octavio Paz

Piedra de sol es el título de este poema surrealista de Octavio Paz que os presento hoy. Toma su nombre del calendario mexica y consta de 584 endecasílabos, el mismo número que días tarda el planeta Venus (Quetzalcoatl) en realizar la conjunción con el Sol (Tonaiuth). Es un poema extenso y circular que parece imitar la rotación de dicho planeta.

Se pueden hacer múltiples interpretaciones sobre su significado ya que este texto es infinito e inagotable y de seguro se puede descubrir algo nuevo con cada lectura. Algunas de esas interpretaciones son: El amor, la mujer, la memoria, los sueños o la búsqueda del “yo” en la otredad. Pero a mí lo que más me ha resonado es el tratamiento del tiempo. Un tiempo que parece detenido en un instante infinito. El poeta consigue atraparnos en el poema que al ser circular, actúa como un vórtice del que no podemos escapar. Esa condición circular del poema parece hablarnos también del eterno retorno, esa idea que postula que el tiempo es circular y que a diferencia de la visión cíclica del tiempo, no existen ciclos ni nuevas combinaciones, sino que los mismos acontecimientos se repiten en el mismo orden, una y otra y otra vez, sin ninguna posibilidad de cambio. De esta forma, podemos asumir que todo lo ocurrido y lo que ocurre, ya ha ocurrido y será así por toda la eternidad. Nietzsche va aún más allá, declarando que no solo los acontecimientos se repiten, sino también las ideas, pensamientos y sentimientos. Esto me hace pensar que si todos repetimos nuestras vidas una y otra vez, yo ya había escrito este artículo y tú lector, ya lo habías leído y lo volverás a leer infinitas veces. Todas las vidas y lineas temporales deben estar solapadas, todo debe estar ocurriendo simultáneamente en un único bucle eterno. De ser así, el universo es la creación de un demiurgo retorcido.

También me ha resonado mucho la búsqueda del instante; el encuentro consigo mismo, ese instante donde todos los tiempos convergen y donde habita el ser genuino. Un ser despojado de todas las máscaras que muestra su verdadero rostro y esencia y que por ello queda anclado a la infinitud de ese instante. Otra constante a lo largo del poema, es la búsqueda del tiempo poético. Ese instante en el que poeta, poesía y lector se funden y se crea algo relevante e infinito. Piedra de sol esta cargado de imágenes nítidas y poderosas que dan sentido trascendente a la obra. El propio autor en su ensayo El arco y la lira nos dice a este respecto: << la imagen es una frase en la que la pluralidad de significados no desaparece… La imagen se explica a sí misma. Nada, excepto ella, puede decir lo que quiere decir. Sentido e imagen son la misma cosa. Un poema no tiene más sentido que sus imágenes.>> Así podemos entender que el poema mediante sus imágenes nos transmite una especie de revelación, el lenguaje poético nos hace recordar nuestra condición paradójica. Nos hace recordar lo que hemos olvidado, nuestra verdadera esencia. Quizá esto explique lo que se siente cuando un poema nos resuena y sentimos algo fugaz, una “revelación” que por un instante nos hace sentir que hemos conectado con algo inmenso, pero que nos hace sentir extraños a la vez. Algo que nuestra mente racional es incapaz de procesar porque no puede entenderlo. Quizá las imágenes poéticas sean una llave maestra que abra y active resortes en nuestro inconsciente. Quién sabe…

Reconozco que me resulta muy complicado hablar de poesía, porque es como desnudarse. Incluso a veces ni siquiera encuentro las palabras para definir ese fugaz momento que he vivido, pero ya veis que da mucho juego para divagar. Así que os animo a que me dejéis vuestras opiniones y sensaciones después de leer el poema. Por cierto, os recomiendo que la primera lectura sea del tirón para que os dejéis llevar por su ritmo mesmerizante. Piedra de sol es todo un monumento y una obra maestra de la lengua española.

Piedra de sol

Un sauce de cristal, un chopo de agua,
un alto surtidor que el viento arquea,
un árbol bien plantado mas danzante,
un caminar de río que se curva,
avanza, retrocede, da un rodeo
y llega siempre:
un caminar tranquilo
de estrella o primavera sin premura,
agua que con los párpados cerrados
mana toda la noche profecías,
unánime presencia en oleaje,
ola tras ola hasta cubrirlo todo,
verde soberanía sin ocaso
como el deslumbramiento de las alas
cuando se abren en mitad del cielo,

un caminar entre las espesuras
de los días futuros y el aciago
fulgor de la desdicha como un ave
petrificando el bosque con su canto
y las felicidades inminentes
entre las ramas que se desvanecen,
horas de luz que pican ya los pájaros,
presagios que se escapan de la mano,

una presencia como un canto súbito,
como el viento cantando en el incendio,
una mirada que sostiene en vilo
al mundo con sus mares y sus montes,
cuerpo de luz filtrado por un ágata,
piernas de luz, vientre de luz, bahías,
roca solar, cuerpo color de nube,
color de día rápido que salta,
la hora centellea y tiene cuerpo,
el mundo ya es visible por tu cuerpo,
es transparente por tu transparencia,

voy entre galerías de sonidos,
fluyo entre las presencias resonantes,
voy por las transparencias como un ciego,
un reflejo me borra, nazco en otro,
oh bosque de pilares encantados,
bajo los arcos de la luz penetro
los corredores de un otoño diáfano,

voy por tu cuerpo como por el mundo,
tu vientre es una plaza soleada,
tus pechos dos iglesias donde oficia
la sangre sus misterios paralelos,
mis miradas te cubren como yedra,
eres una ciudad que el mar asedia,
una muralla que la luz divide
en dos mitades de color durazno,
un paraje de sal, rocas y pájaros
bajo la ley del mediodía absorto,

vestida del color de mis deseos
como mi pensamiento vas desnuda,
voy por tus ojos como por el agua,
los tigres beben sueño de esos ojos,
el colibrí se quema en esas llamas,
voy por tu frente como por la luna,
como la nube por tu pensamiento,
voy por tu vientre como por tus sueños,

tu falda de maíz ondula y canta,
tu falda de cristal, tu falda de agua,
tus labios, tus cabellos, tus miradas,
toda la noche llueves, todo el día
abres mi pecho con tus dedos de agua,
cierras mis ojos con tu boca de agua,
sobre mis huesos llueves, en mi pecho
hunde raíces de agua un árbol líquido,

voy por tu talle como por un río,
voy por tu cuerpo como por un bosque,
como por un sendero en la montaña
que en un abismo brusco se termina
voy por tus pensamientos afilados
y a la salida de tu blanca frente
mi sombra despeñada se destroza,
recojo mis fragmentos uno a uno
y prosigo sin cuerpo, busco a tientas,

corredores sin fin de la memoria,
puertas abiertas a un salón vacío
donde se pudren todos lo veranos,
las joyas de la sed arden al fondo,
rostro desvanecido al recordarlo,
mano que se deshace si la toco,
cabelleras de arañas en tumulto
sobre sonrisas de hace muchos años,

a la salida de mi frente busco,
busco sin encontrar, busco un instante,
un rostro de relámpago y tormenta
corriendo entre los árboles nocturnos,
rostro de lluvia en un jardín a obscuras,
agua tenaz que fluye a mi costado,

busco sin encontrar, escribo a solas,
no hay nadie, cae el día, cae el año,
caigo en el instante, caigo al fondo,
invisible camino sobre espejos
que repiten mi imagen destrozada,
piso días, instantes caminados,
piso los pensamientos de mi sombra,
piso mi sombra en busca de un instante,

busco una fecha viva como un pájaro,
busco el sol de las cinco de la tarde
templado por los muros de tezontle:
la hora maduraba sus racimos
y al abrirse salían las muchachas
de su entraña rosada y se esparcían
por los patios de piedra del colegio,
alta como el otoño caminaba
envuelta por la luz bajo la arcada
y el espacio al ceñirla la vestía
de un piel más dorada y transparente,

tigre color de luz, pardo venado
por los alrededores de la noche,
entrevista muchacha reclinada
en los balcones verdes de la lluvia,
adolescente rostro innumerable,
he olvidado tu nombre, Melusina,
Laura, Isabel, Perséfona, María,
tienes todos los rostros y ninguno,
eres todas las horas y ninguna,
te pareces al árbol y a la nube,
eres todos los pájaros y un astro,
te pareces al filo de la espada
y a la copa de sangre del verdugo,
yedra que avanza, envuelve y desarraiga
al alma y la divide de sí misma,

escritura de fuego sobre el jade,
grieta en la roca, reina de serpientes,
columna de vapor, fuente en la peña,
circo lunar, peñasco de las águilas,
grano de anís, espina diminuta
y mortal que da penas inmortales,
pastora de los valles submarinos
y guardiana del valle de los muertos,
liana que cuelga del cantil del vértigo,
enredadera, planta venenosa,
flor de resurrección, uva de vida,
señora de la flauta y del relámpago,
terraza del jazmín, sal en la herida,
ramo de rosas para el fusilado,
nieve en agosto, luna del patíbulo,
escritura del mar sobre el basalto,
escritura del viento en el desierto,
testamento del sol, granada, espiga,

rostro de llamas, rostro devorado,
adolescente rostro perseguido
años fantasmas, días circulares
que dan al mismo patio, al mismo muro,
arde el instante y son un solo rostro
los sucesivos rostros de la llama,
todos los nombres son un solo nombre
todos los rostros son un solo rostro,
todos los siglos son un solo instante
y por todos los siglos de los siglos
cierra el paso al futuro un par de ojos,

no hay nada frente a mí, sólo un instante
rescatado esta noche, contra un sueño
de ayuntadas imágenes soñado,
duramente esculpido contra el sueño,
arrancado a la nada de esta noche,
a pulso levantado letra a letra,
mientras afuera el tiempo se desboca
y golpea las puertas de mi alma
el mundo con su horario carnicero,

sólo un instante mientras las ciudades,
los nombres, lo sabores, lo vivido,
se desmoronan en mi frente ciega,
mientras la pesadumbre de la noche
mi pensamiento humilla y mi esqueleto,
y mi sangre camina más despacio
y mis dientes se aflojan y mis ojos
se nublan y los días y los años
sus horrores vacíos acumulan,

mientras el tiempo cierra su abanico
y no hay nada detrás de sus imágenes
el instante se abisma y sobrenada
rodeado de muerte, amenazado
por la noche y su lúgubre bostezo,
amenazado por la algarabía
de la muerte vivaz y enmascarada
el instante se abisma y se penetra,
como un puño se cierra, como un fruto
que madura hacia dentro de sí mismo
y a sí mismo se bebe y se derrama
el instante translúcido se cierra
y madura hacia dentro, echa raíces,
crece dentro de mí, me ocupa todo,
me expulsa su follaje delirante,
mis pensamientos sólo son su pájaros,
su mercurio circula por mis venas,
árbol mental, frutos sabor de tiempo,

oh vida por vivir y ya vivida,
tiempo que vuelve en una marejada
y se retira sin volver el rostro,
lo que pasó no fue pero está siendo
y silenciosamente desemboca
en otro instante que se desvanece:

frente a la tarde de salitre y piedra
armada de navajas invisibles
una roja escritura indescifrable
escribes en mi piel y esas heridas
como un traje de llamas me recubren,
ardo sin consumirme, busco el agua
y en tus ojos no hay agua, son de piedra,
y tus pechos, tu vientre, tus caderas
son de piedra, tu boca sabe a polvo,
tu boca sabe a tiempo emponzoñado,
tu cuerpo sabe a pozo sin salida,
pasadizo de espejos que repiten
los ojos del sediento, pasadizo
que vuelve siempre al punto de partida,
y tú me llevas ciego de la mano
por esas galerías obstinadas
hacia el centro del círculo y te yergues
como un fulgor que se congela en hacha,
como luz que desuella, fascinante
como el cadalso para el condenado,
flexible como el látigo y esbelta
como un arma gemela de la luna,
y tus palabras afiladas cavan
mi pecho y me despueblan y vacían,
uno a uno me arrancas los recuerdos,
he olvidado mi nombre, mis amigos
gruñen entre los cerdos o se pudren
comidos por el sol en un barranco,

no hay nada en mí sino una larga herida,
una oquedad que ya nadie recorre,
presente sin ventanas, pensamiento
que vuelve, se repite, se refleja
y se pierde en su misma transparencia,
conciencia traspasada por un ojo
que se mira mirarse hasta anegarse
de claridad:
yo vi tu atroz escama,
Melusina, brillar verdosa al alba,
dormías enroscada entre las sábanas
y al despertar gritaste como un pájaro
y caíste sin fin, quebrada y blanca,
nada quedó de ti sino tu grito,
y al cabo de los siglos me descubro
con tos y mala vista, barajando
viejas fotos:
no hay nadie, no eres nadie,
un montón de ceniza y una escoba,
un cuchillo mellado y un plumero,
un pellejo colgado de unos huesos,
un racimo ya seco, un hoyo negro
y en el fondo del hoyo los dos ojos
de una niña ahogada hace mil años,

miradas enterradas en un pozo,
miradas que nos ven desde el principio,
mirada niña de la madre vieja
que ve en el hijo grande un padre joven,
mirada madre de la niña sola
que ve en el padre grande un hijo niño,
miradas que nos miran desde el fondo
de la vida y son trampas de la muerte
¿o es al revés: caer en esos ojos
es volver a la vida verdadera?,

¡caer, volver, soñarme y que me sueñen
otros ojos futuros, otra vida,
otras nubes, morirme de otra muerte!
esta noche me basta, y este instante
que no acaba de abrirse y revelarme
dónde estuve, quién fui, cómo te llamas,
cómo me llamo yo:
¿hacía planes
para el verano? y todos los veranos?
en Christopher Street, hace diez años,
con Filis que tenía dos hoyuelos
donde bebían luz los gorriones?,
¿por la Reforma Carmen me decía
“no pesa el aire, aquí siempre es octubre”,
o se lo dijo a otro que he perdido
o yo lo invento y nadie me lo ha dicho?,
¿caminé por la noche de Oaxaca,
inmensa y verdinegra como un árbol,
hablando solo como el viento loco
y al llegar a mi cuarto? ¿siempre un cuarto?
no me reconocieron los espejos?,
¿desde el hotel Vernet vimos al alba
bailar con los castaños? “ya es muy tarde”
decías al peinarte y yo veía
manchas en la pared, sin decir nada?,
¿subimos juntos a la torre, vimos
caer la tarde desde el arrecife?
¿comimos uvas en Bidart?, ¿compramos
gardenias en Perote?,
nombres, sitios,
calles y calles, rostros, plazas, calles,
estaciones, un parque, cuartos solos,
manchas en la pared, alguien se peina,
alguien canta a mi lado, alguien se viste,
cuartos, lugares, calles, nombres, cuartos,

Madrid, 1937,
en la Plaza del Ángel las mujeres
cosían y cantaban con sus hijos,
después sonó la alarma y hubo gritos,
casas arrodilladas en el polvo,
torres hendidas, frentes esculpidas
y el huracán de los motores, fijo:
los dos se desnudaron y se amaron
por defender nuestra porción eterna,
nuestra ración de tiempo y paraíso,
tocar nuestra raíz y recobrarnos,
recobrar nuestra herencia arrebatada
por ladrones de vida hace mil siglos,
los dos se desnudaron y besaron
porque las desnudeces enlazadas
saltan el tiempo y son invulnerables,
nada las toca, vuelven al principio,
no hay tú ni yo, mañana, ayer ni nombres,
verdad de dos en sólo un cuerpo y alma,
oh ser total…
cuartos a la deriva
entre ciudades que se van a pique,
cuartos y calles, nombres como heridas,
el cuarto con ventanas a otros cuartos
con el mismo papel descolorido
donde un hombre en camisa lee el periódico
o plancha una mujer; el cuarto claro
que visitan las ramas de un durazno;
el otro cuarto: afuera siempre llueve
y hay un patio y tres niños oxidados;
cuartos que son navíos que se mecen
en un golfo de luz; o submarinos:
el silencio se esparce en olas verdes,
todo lo que tocamos fosforece;
mausoleos de lujo, ya roídos
los retratos, raídos los tapetes;
trampas, celdas, cavernas encantadas,
pajareras y cuartos numerados,
todos se transfiguran, todos vuelan,
cada moldura es nube, cada puerta
da al mar, al campo, al aire, cada mesa
es un festín; cerrados como conchas
el tiempo inútilmente los asedia,
no hay tiempo ya, ni muro: ¡espacio, espacio,
abre la mano, coge esta riqueza,
corta los frutos, come de la vida,
tiéndete al pie del árbol, bebe el agua!,

todo se transfigura y es sagrado,
es el centro del mundo cada cuarto,
es la primera noche, el primer día,
el mundo nace cuando dos se besan,
gota de luz de entrañas transparentes
el cuarto como un fruto se entreabre
o estalla como un astro taciturno
y las leyes comidas de ratones,
las rejas de los bancos y las cárceles,
las rejas de papel, las alambradas,
los timbres y las púas y los pinchos,
el sermón monocorde de las armas,
el escorpión meloso y con bonete,
el tigre con chistera, presidente
del Club Vegetariano y la Cruz Roja,
el burro pedagogo, el cocodrilo
metido a redentor, padre de pueblos,
el Jefe, el tiburón, el arquitecto
del porvenir, el cerdo uniformado,
el hijo predilecto de la Iglesia
que se lava la negra dentadura
con el agua bendita y toma clases
de inglés y democracia, las paredes
invisibles, las máscaras podridas
que dividen al hombre de los hombres,
al hombre de sí mismo,
se derrumban
por un instante inmenso y vislumbramos
nuestra unidad perdida, el desamparo
que es ser hombres, la gloria que es ser hombres
y compartir el pan, el sol, la muerte,
el olvidado asombro de estar vivos;

amar es combatir, si dos se besan
el mundo cambia, encarnan los deseos,
el pensamiento encarna, brotan alas
en las espaldas del esclavo, el mundo
es real y tangible, el vino es vino,
el pan vuelve a saber, el agua es agua,
amar es combatir, es abrir puertas,
dejar de ser fantasma con un número
a perpetua cadena condenado
por un amo sin rostro;
el mundo cambia
si dos se miran y se reconocen,
amar es desnudarse de los nombres:
“déjame ser tu puta”, son palabras
de Eloísa, mas él cedió a las leyes,
la tomó por esposa y como premio
lo castraron después;
mejor el crimen,
los amantes suicidas, el incesto
de los hermanos como dos espejos
enamorados de su semejanza,
mejor comer el pan envenenado,
el adulterio en lechos de ceniza,
los amores feroces, el delirio,
su yedra ponzoñosa, el sodomita
que lleva por clavel en la solapa
un gargajo, mejor ser lapidado
en las plazas que dar vuelta a la noria
que exprime la substancia de la vida,
cambia la eternidad en horas huecas,
los minutos en cárceles, el tiempo
en monedas de cobre y mierda abstracta;

mejor la castidad, flor invisible
que se mece en los tallos del silencio,
el difícil diamante de los santos
que filtra los deseos, sacia al tiempo,
nupcias de la quietud y el movimiento,
canta la soledad en su corola,
pétalo de cristal en cada hora,
el mundo se despoja de sus máscaras
y en su centro, vibrante transparencia,
lo que llamamos Dios, el ser sin nombre,
se contempla en la nada, el ser sin rostro
emerge de sí mismo, sol de soles,
plenitud de presencias y de nombres;

sigo mi desvarío, cuartos, calles,
camino a tientas por los corredores
del tiempo y subo y bajo sus peldaños
y sus paredes palpo y no me muevo,
vuelvo donde empecé, busco tu rostro,
camino por las calles de mí mismo
bajo un sol sin edad, y tú a mi lado
caminas como un árbol, como un río
caminas y me hablas como un río,
creces como una espiga entre mis manos,
lates como una ardilla entre mis manos,
vuelas como mil pájaros, tu risa
me ha cubierto de espumas, tu cabeza
es un astro pequeño entre mis manos,
el mundo reverdece si sonríes
comiendo una naranja,
el mundo cambia
si dos, vertiginosos y enlazados,
caen sobre las yerba: el cielo baja,
los árboles ascienden, el espacio
sólo es luz y silencio, sólo espacio
abierto para el águila del ojo,
pasa la blanca tribu de las nubes,
rompe amarras el cuerpo, zarpa el alma,
perdemos nuestros nombres y flotamos
a la deriva entre el azul y el verde,
tiempo total donde no pasa nada
sino su propio transcurrir dichoso,

no pasa nada, callas, parpadeas
(silencio: cruzó un ángel este instante
grande como la vida de cien soles),
¿no pasa nada, sólo un parpadeo?
y el festín, el destierro, el primer crimen,
la quijada del asno, el ruido opaco
y la mirada incrédula del muerto
al caer en el llano ceniciento,
Agamenón y su mugido inmenso
y el repetido grito de Casandra
más fuerte que los gritos de las olas,
Sócrates en cadenas” (el sol nace,
morir es despertar: “Critón, un gallo
a Esculapio, ya sano de la vida”),
el chacal que diserta entre las ruinas
de Nínive, la sombra que vio Bruto
antes de la batalla, Moctezuma
en el lecho de espinas de su insomnio,
el viaje en la carretera hacia la muerte
?el viaje interminable mas contado
por Robespierre minuto tras minuto,
la mandíbula rota entre las manos?,
Churruca en su barrica como un trono
escarlata, los pasos ya contados
de Lincoln al salir hacia el teatro,
el estertor de Trotsky y sus quejidos
de jabalí, Madero y su mirada
que nadie contestó: ¿por qué me matan?,
los carajos, los ayes, los silencios
del criminal, el santo, el pobre diablo,
cementerio de frases y de anécdotas
que los perros retóricos escarban,
el delirio, el relincho, el ruido obscuro
que hacemos al morir y ese jadeo
que la vida que nace y el sonido
de huesos machacados en la riña
y la boca de espuma del profeta
y su grito y el grito del verdugo
y el grito de la víctima…
son llamas
los ojos y son llamas lo que miran,
llama la oreja y el sonido llama,
brasa los labios y tizón la lengua,
el tacto y lo que toca, el pensamiento
y lo pensado, llama el que lo piensa,
todo se quema, el universo es llama,
arde la misma nada que no es nada
sino un pensar en llamas, al fin humo:
no hay verdugo ni víctima…
¿y el grito
en la tarde del viernes?, y el silencio
que se cubre de signos, el silencio
que dice sin decir, ¿no dice nada?,
¿no son nada los gritos de los hombres?,
¿no pasa nada cuando pasa el tiempo?

no pasa nada, sólo un parpadeo
del sol, un movimiento apenas, nada,
no hay redención, no vuelve atrás el tiempo,
los muerto están fijos en su muerte
y no pueden morirse de otra muerte,
intocables, clavados en su gesto,
desde su soledad, desde su muerte
sin remedio nos miran sin mirarnos,
su muerte ya es la estatua de su vida,
un siempre estar ya nada para siempre,
cada minuto es nada para siempre,
un rey fantasma rige sus latidos
y tu gesto final, tu dura máscara
labra sobre tu rostro cambiante:
el monumento somos de una vida
ajena y no vivida, apenas nuestra,

¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?,
¿cuando somos de veras lo que somos?,
bien mirado no somos, nunca somos
a solas sino vértigo y vacío,
muecas en el espejo, horror y vómito,
nunca la vida es nuestra, es de los otros,
la vida no es de nadie, ¿todos somos
la vida? pan de sol para los otros,
¿los otros todos que nosotros somos?,
soy otro cuando soy, los actos míos
son más míos si son también de todos,
para que pueda ser he de ser otro,
salir de mí, buscarme entre los otros,
los otros que no son si yo no existo,
los otros que me dan plena existencia,
no soy, no hay yo, siempre somos nosotros,
la vida es otra, siempre allá, más lejos,
fuera de ti, de mí, siempre horizonte,
vida que nos desvive y enajena,
que nos inventa un rostro y lo desgasta,
hambre de ser, oh muerte, pan de todos,

Eloísa, Perséfona, María,
muestra tu rostro al fin para que vea
mi cara verdadera, la del otro,
mi cara de nosotros siempre todos,
cara de árbol y de panadero,
de chofer y de nube y de marino,
cara de sol y arroyo y Pedro y Pablo,
cara de solitario colectivo,
despiértame, ya nazco:
vida y muerte
pactan en ti, señora de la noche,
torre de claridad, reina del alba,
virgen lunar, madre del agua madre,
cuerpo del mundo, casa de la muerte,
caigo sin fin desde mi nacimiento,
caigo en mí mismo sin tocar mi fondo,
recógeme en tus ojos, junta el polvo
disperso y reconcilia mis cenizas,
ata mis huesos divididos, sopla
sobre mi ser, entiérrame en tu tierra,
tu silencio dé paz al pensamiento
contra sí mismo airado;
abre la mano,
señora de semillas que son días,
el día es inmortal, asciende, crece,
acaba de nacer y nunca acaba,
cada día es nacer, un nacimiento
es cada amanecer y yo amanezco,
amanecemos todos, amanece
el sol cara de sol, Juan amanece
con su cara de Juan cara de todos,

puerta del ser, despiértame, amanece,
déjame ver el rostro de este día,
déjame ver el rostro de esta noche,
todo se comunica y transfigura,
arco de sangre, puente de latidos,
llévame al otro lado de esta noche,
adonde yo soy tú somos nosotros,
al reino de pronombres enlazados,

puerta del ser: abre tu ser, despierta,
aprende a ser también, labra tu cara,
trabaja tus facciones, ten un rostro
para mirar mi rostro y que te mire,
para mirar la vida hasta la muerte,
rostro de mar, de pan, de roca y fuente,
manantial que disuelve nuestros rostros
en el rostro sin nombre, el ser sin rostro,
indecible presencia de presencias . . .

quiero seguir, ir más allá, y no puedo:
se despeñó el instante en otro y otro,
dormí sueños de piedra que no sueña
y al cabo de los años como piedras
oí cantar mi sangre encarcelada,
con un rumor de luz el mar cantaba,
una a una cedían las murallas,
todas las puertas se desmoronaban
y el sol entraba a saco por mi frente,
despegaba mis párpados cerrados,
desprendía mi ser de su envoltura,
me arrancaba de mí, me separaba
de mi bruto dormir siglos de piedra
y su magia de espejos revivía
un sauce de cristal, un chopo de agua,
un alto surtidor que el viento arquea,
un árbol bien plantado mas danzante,
un caminar de río que se curva,
avanza, retrocede, da un rodeo
y llega siempre:

— Octavio Paz

Piedra de sol”, escrito en 1957 e incluido en su poemario “Libertad bajo palabra” (1960).

Mis escritores favoritos

En los últimos tiempos varias personas me han preguntado por mis novelas y escritores favoritos. Si alguna vez habéis intentado hacer una lista de este tipo, sabréis que es una tarea harto difícil y lo cierto es que me ha llevado bastante más tiempo del que pensaba. Aún así, después de varios días dándole vueltas, aquí tenéis una lista con mi Top 10.

 

1) Jorge Luis Borges

Siempre he visto a Borges como una especie de profesor, ya que era una auténtica enciclopedia viviente. El argentino creó un universo literario muy particular, lleno de libros, espejos, simetrías, laberintos, sueños y sobre todo gran erudición y buenos relatos. Redefinió el cuento y fue uno de los precursores del realismo mágico latinoamericano. Acercarse a su obra requiere paciencia y esfuerzo, debido a la gran cantidad de referencias literarias, filosóficas e históricas que salpican sus textos, pero su prosa certera y elegante hace que sea todo un deleite.

Relatos como Las ruinas circulares, El inmortal, La biblioteca de Babel, El milagro secretoEl Aleph o Tlön, Uqbar, Orbis Tertius rozan lo sublime.

 

2) Julio Cortázar

Otro argentino universal, si Borges es como un profesor, Cortázar es el compañero de juegos. Este cronopio gigante de eterna cara añiñada, me ha proporcionado incontables horas de puro deleite. Para mí, la gran virtud de Cortázar estriba en que sus cuentos están vivos, son entes vivos que crean mundos surrealistas, donde lo cotidiano y lo imposible conviven de manera natural.

Novelas como Rayuela o relatos como Continuidad de los parques, El perseguidor, Casa tomada o Axolotl son auténticas obras maestras.

 

3) William Faulkner

Dejamos por un momento los universos fantásticos y aterrizamos en el realismo mas puro de la mano de William Faulkner. Este caballero sureño redefinió la literatura, introduciendo técnicas innovadoras como el monólogo interior, saltos temporales o múltiples narradores. Faulkner exige mucho del lector, sus novelas requieren esfuerzos titánicos de concentración para seguir la historia que nos narra, pero una vez que te atrapa con su prosa hipnótica es muy difícil salir de su mundo. 

La mayoría de sus novelas están ambientadas en el ficticio condado de Yoknapatawpha en Mississippi y retratan la dureza y miseria del profundo sur estadounidense como nadie. El ruido y la furia, Mientras agonizo, Santuario o ¡Absalom, Absalom!, son algunas de sus novelas más representativas.

 

4) Joseph Conrad

Conrad es uno de esos escritores que supo retratar el alma humana como nadie. Sus historias nos hablan de pasiones, dolor, odio, amor y desesperación con una naturalidad increíble. Este marinero polaco de origen aristocrático, había visto mucho mundo y vivido muchas aventuras antes de dedicarse a la escritura, donde volcó buena parte de sus vivencias en lugares exóticos. Esto se refleja muy bien en obras como El corazón de las tinieblas, Lord Jim, Nostromo o Victoria, todas ellas de factura impecable y con una prosa exquisita. Lo cual no esta nada mal para un polaco que escribía en inglés, idioma que aprendió leyendo a Shakespeare, mientras navegaba en barcos británicos.

 

5) Italo Calvino

Volvemos a los dominios de la literatura fantástica, esta vez de la mano del italiano Italo Calvino. Un autor que nunca se cansó de fabular e innovar, ya que su imaginación no conocía límites. Como en El castillo de los destinos cruzados, donde los protagonistas no pueden hablar y tienen que contarse historias mediante tiradas de cartas de tarot. O hacer protagonista absoluto al lector en ese magnífico experimento titulado Si una noche de invierno un viajero.

Para mí, Calvino fue el heredero natural de Borges, continuó su senda pero con voz propia y sin caer en la imitación pobre, lo cual es ya de por sí, muy difícil. Las ciudades invisibles, Los amores difíciles y Nuestros antepasados, son otras de sus grandes obras.

 

6) Vladimir Nabokov

Vladimir Nabokov o lo que es lo mismo: la elegancia y el estilo personificados. Este aristócrata ruso que vivió exiliado en varios lugares de Europa y EEUU, creó un universo propio basado en la observación minuciosa de la vida y las relaciones entre los humanos, aderezado todo con un humor negro bastante particular. Para él lo único que contaba en la literatura era el estilo, algo que llevó hasta la excelencia. Condenado a ser un escritor en las sombras, no fue hasta su llegada a Estados Unidoscuando cosechó por fin, el reconocimiento que merecía con Lolita, su novela más famosa y controvertida. Como dato interesante decir que aparte de escritor, también fue entomólogo ya que amaba las mariposas.

Pálido fuego, Ada o el ardor, El ojo, Pnin Risa en la oscuridad, son otras de sus grandes novelas.


7) Edgar Allan Poe

 

El señor Poe casi no necesita presentación. Probablemente es uno de los escritores que más influencia ha ejercido en la historia de la literatura de terror. Poe revitalizó el genero alejando sus historias de los clichés góticos y románticos, centrándose en una dimensión más psicológica para alcanzar cotas de terror inimaginables en su época y que aún resuenan con mucha fuerza en la nuestra. Además también fue el creador de dos géneros tan importantes como la ciencia ficción y el relato detectivesco.

Entre sus relatos hay obras maestras del terror como: El pozo y el péndulo, El entierro prematuro, La caída de la casa Usher, Ligeia, La verdad sobre el caso del señor Valdemar, El tonel de amontillado… También es destacable su extraña e inconclusa novela Las aventuras de Arthur Gordon Pym, continuada años más tarde por dos de sus mayores fans: Jules Verne y H.P. Lovecraft.

 

8) Franz Kafka

Kafka fue uno de los pioneros en la mezcla de elementos realistas y fantásticos. Para mi es sinónimo de surrealismo y ansiedad, sus relatos y novelas pueden llegar a ser agónicos y sus personajes parecen atrapados en bucles de repetición infinita. Leer a Kafka es agotador, pero siempre muy gratificante. Incomprendido en su tiempo, le debemos mucho a su amigo Max Brod que no hizo caso a la última voluntad de Kafka y no destruyó sus manuscritos, si no que los sacó a la luz, para que las generaciones posteriores pudieran disfrutar del genio de uno de los escritores más originales que ha dado la historia de la literatura.

El castillo, El proceso y La transformación son tres obras fascinantes y desquiciantes a partes iguales.

 

9) Jules Verne

El bretón Jules Verne es uno de los grandes escritores de la literatura universal. Junto con Stevenson y Dumas sembraron en mi infancia la semilla del amor por la lectura. Aún recuerdo el impacto que sentí al leer por primera vez Viaje al centro de la tierra, La isla misteriosa Veinte mil leguas de viaje submarino (tres de mis novelas favoritas de todos los tiempos), las trepidantes aventuras de Miguel Strogoff o el misterio que encerraban El castillo de los Cárpatos y La esfinge de los hielos. Verne era un narrador nato, miembro de esa estirpe de unos pocos elegidos que sabían como contar una buena historia.

Poseedor de una magnífica imaginación y de una desmesurada hambre de conocimientos científicos y geográficos, “profetizó” de alguna manera una gran cantidad de adelantos tecnológicos, que en su época sonaban a ciencia ficción pero que en la nuestra son ya una realidad cotidiana. Solo por eso y por la gran calidad de sus escritos, merece ser un escritor leído y releído y no solo por un público infantil y juvenil, que es donde ha sido injustamente relegado.

 

10) Roberto Bolaño

Al chileno Roberto Bolaño se le conoce principalmente por sus extraordinarias novelas, aunque lo cierto es que tenía alma de poeta, pero de poeta maldito y esto se reflejó en su vida, en la que en muchos momentos llevó una existencia paupérrima y oscura. Todo esto se proyecta en las vidas de los personajes que pueblan sus novelas. Mujeres y hombres derrotados e instalados en ocasiones en la locura o arrastrados irremediablemente por el destino. Es uno de los autores con los que más conecto, pero tengo que leerlo en pequeñas dosis.

Los detectives salvajes, 2666, Estrella distante o Nocturno de Chile son algunas de sus obras maestras.

 

Bueno pues hasta aquí mi lista, se han quedado en el tintero escritores como: Quiroga, Kipling, Dostoyevski, Buzzati, Schwob, Bierce, Twain, Pessoa, Ellroy, Meyrink, García Marquez, Tolstoi, Maupassant, Céline, Proust, Ginzburg, Lovecraft, Schulz, Yourcenar, Joyce, Steinbeck, Eudora Welty, Woolf, Wilde, Pavese, Piglia, Dinesen, Conan Doyle, Carpentier, Machen, Turguenev, Lem, Orwell, Baroja, Perec, Chandler, Bulgakov, Nemirovsky, London, Mann, Fuentes, Mutis, Quintero, Hammett, Bioy Casares, Zweig, Márai, Rulfo, Garro, Babel, Ocampo, Ashton Smith, Blackwood, Capote, Valle-Inclán, Eco, Gogol, K. Dick, Onetti, Arreola, Hemingway, Flannery O’Connor, Bradbury, Pizarnik, Dumas, Stevenson, Galdós, Joyce Carol Oates, Balzac, Howard… la lista sería interminable.

Me encantaría conocer cuáles son vuestros escritores y escritoras favoritos, ya sabéis que podéis dejarme comentarios por aquí abajo. ¡Un saludo!