Otros cinco relatos que deberías leer

Como la primera entrega de relatos recomendados, tuvo tan buena acogida aquí te traigo una segunda parte. Los de hoy tienen en su mayoría tintes un tanto oscuros, así que si te gustan este tipo de historias, seguro que los disfrutas.
Y por cierto, estaré encantado de recibir tus comentarios al respecto y sobre todo, que me descubras tus relatos favoritos. Un saludo.

 

El Horla

Guy de Maupassant es uno de los grandes cuentistas de todos los tiempos y El Horla es una de sus mejores creaciones, si no la mejor. Un terrorífico relato construido a modo de diario, en el que el protagonista nos habla de unos sucesos extraños que le vienen ocurriendo desde hace tiempo y que le perturban en extremo. Al parecer cuando Maupassant lo escribió era objeto de alucinaciones debidas a su gradual e inexorable descenso a la locura. Hay dos versiones, la segunda que es la mejor la puedes leer aquí.

 

La nariz

Nikolai Gógol ocupa un lugar preferente en la historia de la literatura rusa. Una de sus creaciones más famosas es La nariz, un relato surrealista y absurdo en el que el autor destruye la lógica que impera en la literatura fantástica para crear una pequeña obra maestra imprevisible y muy cómica. Se dice que es una sátira del aparato burocrático ruso de la época, aunque yo no estoy tan seguro, ya que creo que hay otros niveles de interpretación más profundos. Léelo aquí.

 

Tripas

Se cuenta que cuando Chuck Palahniuk estaba de promoción de su libro Fantasmas, solía leer en voz alta este relato a la audiencia provocando decenas de desmayos. Puede ser verdad o tan solo un truco promocional para incrementar las ventas, pero lo cierto es que este relato podría llegar a crear ese efecto en personas sensibles, ya que lo que comienza como una historia cómica, acaba siendo algo bastante terrorífico y desagradable. Lo interesante es la construcción del relato, ya que el autor nos hace pasar de un estado al otro casi sin darnos cuenta y eso es muy difícil de conseguir. Léelo aquí… si te atreves.

 

Los sueños en la casa de la bruja

Terror y ciencia ficción se aúnan en este relato de H. P. Lovecraft para crear una auténtica obra maestra del género. Aquí encontraremos brujería, atmósferas opresivas, seres grotescos y una bruja fugada de los juicios de Salem que se mueve a sus anchas por el hiperespacio. Una de las claves de que el terror de este relato sea tan efectivo, es que se desarrolla en un espacio tan minúsculo como inabarcable y esta paradoja es la que presenta la posibilidad más aterradora al lector que se deje llevar a los mundos creados por el solitario de Providence. Puedes leerlo aquí.

 

Minority Report

Este relato de ciencia ficción escrito por Philip K. Dick en 1956, trata de una organización que predice crímenes con la ayuda de tres mutantes y gracias a eso puede detener a los potenciales criminales antes de que cometan el delito. Pero no todo es tan fácil como parece, las implicaciones morales y filosóficas de esta actividad pueden ser cuestionables… Minority Report es un trepidante relato cargado de acción que fue llevado al cine por Steven Spielberg en 2002 y, aunque la película está muy bien, se aleja un poco de la historia tramada por Dick, pero creo que ambas se podrían considerar como historias complementarias. Léelo aquí.

 

 

 

 

 

 

 

No se culpe a nadie – Julio Cortázar

Era una mañana de Enero en el punto B-305, mientras finas hebras de un sol invernal atravesaban la ventana, inundando de luz la habitación, J y M remoloneaban adormilados en una cama, acompasados con el ritmo de un blues lento, cuyas notas fluctuaban en el aire acariciándolos. En un momento dado, J le propuso a M leer un cuento de Julio Cortázar. M accedió encantado, así que J sacó las Instrucciones para leer cuentos, las consultó un par de minutos, busco el relato y entonces procedió a leérselo a M.

M recuerda que cerró los ojos mientras escuchaba a J para imaginarse mejor la historia y de vez en cuando los entreabría para verla leyendo muy concentrada el texto. M también recuerda que la voz de J, su acento (una bella amalgama entre argentino, canario y madrileño) y sus risas le daban un toque especial al relato. Una vez acabado el cuento, a M le entraron ganas de haber representado la historia de manera cómica mientras J lo leía y pensó en pedirle que se lo releyera, pero no lo hizo (quizá se lo pida la próxima vez). En lugar de eso, estuvieron riéndose y comentando el cuento entre caricias, cíclopes y sábanas relampagueantes. Y es que J y M son dos cronopios, que disfrutan con los mundos creados por el Gran Cronopio. Siguen fascinados, asombrándose cada vez que leen algo suyo como si fuera la primera vez y que cuando están juntos, las leyes de la realidad y el tiempo dejan de tener sentido y se trastocan hasta límites insospechados. Tanto como que en la (aparentemente inexistente) 503 haya dos dobles idénticos a ellos haciendo lo mismo pero al revés, que las sábanas contengan efímeras luciérnagas o que en la oscuridad total se materialicen de la nada y como por arte de magia, cuerpos, deseos y pasiones.

El cuento que J leyó a M es éste que os presento aquí, un relato muy divertido y con varias lecturas entre lineas. Un relato en el que como casi todo lo que escribió Cortázar, el orden cotidiano de la realidad se subvierte y se vuelve extraño, en este caso ponerse un jersey puede convertirse en toda una aventura. Espero que os guste tanto como a J y a mí.

 

No se culpe a nadie

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas, por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente, pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire, al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver, por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara, sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso, respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación, es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver, lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas, en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

Ilustración de Ángela Corti.

– Julio Cortázar

No se culpe a nadie, incluido en Final del juego, 1956.

 

Caronte – Un cuento de Lord Dunsany

Podría decir muchas cosas sobre Lord Dunsany, pero me las voy a guardar para un futuro post que estoy escribiendo sobre su obra. Pero aparte de ofreceros como aperitivo este breve cuento suyo, titulado Caronte, os diré que fue uno de los precursores del género fantástico. Maestro del que bebieron escritores más famosos como Tolkien o Lovecraft. Y creador de mitologías y mundos maravillosos de una riqueza y onirismo inigualables. Las obras de Dunsany son para imaginar y soñar sin límite. Y es que este aristócrata irlandés solo escribía sobre lo que soñaba y lo plasmaba en el papel con estilo exquisito.

Sin más preámbulos os dejo con Caronte, el barquero del Hades.

“La barca de Caronte” (1919) de Josep Benlliure y Gil, Museo de Bellas Artes de Valencia.

Caronte

Caronte se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas eran una con su cansancio.

Para él no era una cuestión de años o de siglos, sino de ilimitados flujos de tiempo, y una antigua pesadez y un dolor en los brazos que se habían convertido en parte de un plan creado por los dioses para él y en un pedazo de eternidad.

Si los dioses le hubieran enviado un viento contrario, habría dividido todo el tiempo en su memoria en dos fragmentos iguales.

Tan gris resultaba siempre todo donde él estaba, que si algún resplandor perduraba un momento entre los muertos, en el rostro de alguna reina como Cleopatra, sus ojos no podrían haberlo percibido.

Era extraño que actualmente los muertos estuvieran llegando en tales cantidades. Llegaban a miles cuando acostumbraban a llegar a cincuentenas. No era obligación ni deseo de Caronte considerar el porqué de estas cosas en su alma gris. Caronte se inclinó hacia adelante y remó.

Entonces nadie vino por un tiempo. No era habitual que los Dioses no enviaran a nadie desde la Tierra por aquel espacio de tiempo. Pero los Dioses saben.

Entonces un hombre llegó solo. Y la pequeña sombra se sentó estremeciéndose en el solitario banco y el gran bote zarpó. Solo un pasajero; los dioses saben. Y el gran y cansado Caronte remó una y otra vez junto al pequeño, silencioso y tembloroso espíritu.

Y el sonido del río era como un poderoso suspiro lanzado por Ezis en el inicio de los tiempos, y que no pudo morir como los ecos del dolor humano que se apagan en las colinas terrestres, sino que era tan antiguo como el tiempo y el dolor en los brazos de Caronte.

Entonces, por el gris y tranquilo río, el bote llegó a la costa de Dis y la pequeña sombra, aún estremeciéndose, puso pie en tierra, y Caronte viró el bote para regresar fatigosamente al mundo. Entonces habló la pequeña sombra, que había sido un hombre.

-Soy el último -dijo.

Nunca nadie antes había hecho sonreír a Caronte, nunca nadie antes lo había hecho llorar.

Lord Dunsany

Charon” incluido en la colección de relatos “Fifty-one Tales”(1915).

 

La muerte viaja a caballo – Un cuento de Ednodio Quintero

Ednodio Quintero es uno de esos escritores “secretos” que poca gente conoce fuera de su país natal. Uno de esos que se mantienen trabajando y creando incansablemente en la periferia de los focos mediáticos, lejos de cualquier influencia mainstream, pero que rezuma calidad e inventiva por cada poro de su obra. Novelista, ensayista, traductor, fotógrafo, profesor y japonólogo. El trujillano es un maestro del cuento, donde mezcla la realidad con lo onírico y lo fantástico. Y lo hace de una manera magistral, ya que en algunas de sus narraciones, la realidad se distorsiona de tal manera, que no podemos estar seguros de si es una incursión de lo extraño, un estado alterado de conciencia o un desdoblamiento de la personalidad. Sus personajes parecen vivir esas situaciones extrañas con naturalidad, como aceptando que eso puede suceder realmente, lo que lo hace aún más inquietante, puesto que a veces la realidad parece imaginada y a veces lo imaginado parece ser la realidad. Es difícil saber dónde esta la linea que las separa. Muchas de sus ficciones se enmarcan en su tierra natal, concretamente en la región de Los Andes venezolanos. Lugares que proyectan toda la fuerza telúrica de la naturaleza virgen y la dureza de los habitantes de esas zonas rurales. La prosa de Quintero es sublime y muy fluida, lo que convierte su lectura en todo un deleite. Da gusto leer a un autor que escribe tan bien, que domina tanto el lenguaje y sobre todo, que tenga una imaginación tan salvaje y un estilo tan propio, como el que tiene este venezolano. Creedme, está a la altura de autores mucho más famosos y consagrados, vale la pena acercarse a sus obras.

Se me ha ocurrido, que siendo hoy el Día del Libro, qué mejor que celebrarlo dándolo a conocer. Reconozco que yo lo he descubierto hace poco, gracias a una recopilación de la siempre interesante editorial Atalanta, titulada: Cuentos Salvajes. Uno de los primeros relatos de este volumen (que contiene toda su narrativa breve), es el que os presento hoy: La muerte viaja a caballo. Un cuento breve y genial, del que no voy a comentar nada para no estropearos la lectura. Solo diré que a veces se puede decir mucho con muy pocas palabras, cosa difícil de hacer en una lengua como la española que se presta tanto a la divagación, debido a la riqueza de su vocabulario y a que los hispanohablantes necesitamos usar muchas palabras para expresar ideas, cosa que no ocurre en otros idiomas.

Espero que lo disfrutéis y feliz Día del Libro.

“Death on a Pale Horse” (1908) de Albert Pinkham Ryder, Cleveland Museum of Art.

La muerte viaja a caballo

Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró a la sala. Y con un gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.

A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre ese momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.

La detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo, en semicírculo­ rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida del abuelo.

– Ednodio Quintero.
La muerte viaja a caballo” (1974).

 

La resucitada – Un relato de Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán casi no necesita presentación, es una de las grandes escritoras que han dado las letras hispanas. Poseedora de una mente privilegiada, fue toda una revolucionaria para su época, reivindicando y defendiendo los derechos de las mujeres y la igualdad. Además de novelista, fue poetisa, ensayista, periodista, crítica literaria, profesora de universidad y dramaturga. Autora de novelas como La madre naturaleza, La tribuna, Insolación, El saludo de las brujas o su obra maestra: Los pazos de Ulloa. Su estilo fue variando del realismo de las primeras obras al simbolismo, pasando por el naturalismo (del que fue impulsora en España) y el espiritualismo literario.

Rica de cuna, ya que provenía de una familia de la aristocracia gallega, la condesa de Pardo Bazán tuvo una educación privilegiada y fue una viajera incansable. El sexismo reinante y su posición feminista le acarrearon no pocos problemas a lo largo de su vida, uno de ellos, el rechazo por tres veces de su candidatura a la Real Academia Española. Además su ensayo titulado La cuestión palpitante, le costó el matrimonio, ya que su marido, horrorizado por el revuelo que había montado en los estamentos religioso y político, le pidió que se retractara y dejara de escribir, a lo que Pardo Bazán se negó. Estás situaciones y alguna más, provocaron que en su día declarara, no sin razón: “Si en mi tarjeta pusiera Emilio, en lugar de Emilia, que distinta habría sido mi vida”. A pesar de ello, llegó a ser la primera mujer presidenta de la sección de literatura del Ateneo de Madrid y nombrada consejera de Instrucción Pública por el rey Alfonso XIII. Admiradora de Zola y Tolstoi, estuvo muy influenciada por ambos en distintas etapas de su carrera. Persona de gran actividad social, cultivó amistades como Unamuno, Sorolla, Cánovas, Carvajal y sobre todo con Benito Pérez Galdós, amistad que con el tiempo desembocaría en un apasionado romance.

Su producción cuentística fue impresionante: más de 650 cuentos publicados en diversos periódicos y revistas de la época, muchos de ellos de gran factura, acabaron recopilados en varios volúmenes. En sus relatos Pardo Bazán trató temas históricos, realistas, policiacos, feministas, intimistas o la violencia ejercida sobre las mujeres. También escribió relatos fantásticos, de misterio y de terror, como el que os presento hoy.

La resucitada apareció en el diario El imparcial en junio de 1908, para más tarde ser incluido en el volumen Cuentos trágicos, publicado en 1912. A mi entender el tema del cuento: la muerta que vuelve de la tumba, está de alguna manera influenciado por Poe y su relato Ligeia. Solo que el enfoque de la escritora gallega es diametralmente opuesto, pero no por ello menos efectivo y macabro. A mi me encanta y espero que a vosotros también. Ya sabéis, espero vuestros comentarios. Un saludo.

La resucitada

Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo.

Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce le impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía -como se percibe entre sueños- lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios…, y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced.

Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía. ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar el amanecer en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena… Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.

Era suya: pertenecía a su familia en patronato. Dorotea alumbraba perpetuamente, con rica lámpara de plata, a la santa imagen de Nuestro Señor de la Penitencia. Bajo la capilla se cobijaba la cripta, enterramiento de los Guevara Benavides. La alta reja se columbraba a la izquierda, afiligranada, tocada a trechos de oro rojizo, rancio. Dorotea elevó desde su alma una deprecación fervorosa al Cristo. ¡Señor! ¡Que encontrase puestas las llaves! Y las palpó: allí colgaban las tres, el manojo; la de la propia verja, la de la cripta, a la cual se descendía por un caracol dentro del muro, y la tercera llave, que abría la portezuela oculta entre las tallas del retablo y daba a estrecha calleja, donde erguía su fachada infanzona el caserón de Guevara, flanqueado de torreones. Por la puerta excusada entraban los Guevara a oír misa en su capilla, sin cruzar la nave. Dorotea abrió, empujó… Estaba fuera de la iglesia, estaba libre.

Diez pasos hasta su morada… El palacio se alzaba silencioso, grave, como un enigma. Dorotea cogió el aldabón trémula, cual si fuese una mendiga que pide hospitalidad en una hora de desamparo. «¿Esta casa es mi casa, en efecto?», pensó, al secundar al aldabonazo firme… Al tercero, se oyó ruido dentro de la vivienda muda y solemne, envuelta en su recogimiento como en larga faldamenta de luto. Y resonó la voz de Pedralvar, el escudero, que refunfuñaba:

-¿Quién? ¿Quién llama a estas horas, que comido le vea yo de perros?

-Abre, Pedralvar, por tu vida… ¡Soy tu señora, soy doña Dorotea de Guevara!… ¡Abre presto!…

-Váyase enhoramala el borracho… ¡Si salgo, a fe que lo ensarto!…

-Soy doña Dorotea… Abre… ¿No me conoces en el habla?

Un reniego, enronquecido por el miedo, contestó nuevamente. En vez de abrir, Pedralvar subía la escalera otra vez. La resucitada pegó dos aldabonazos más. La austera casa pareció reanimarse; el terror del escudero corrió al través de ella como un escalofrío por un espinazo. Insistía el aldabón, y en el portal se escucharon taconazos, corridas y cuchicheos. Rechinó, al fin, el claveteado portón entreabriendo sus dos hojas, y un chillido agudo salió de la boca sonrosada de la doncella Lucigüela, que elevaba un candelabro de plata con vela encendida, y lo dejó caer de golpe; se había encarado con su señora, la difunta, arrastrando la mortaja y mirándola de hito en hito…

Pasado algún tiempo, recordaba Dorotea -ya vestida de acuchillado terciopelo genovés, trenzada la crencha con perlas y sentada en un sillón de almohadones, al pie del ventanal-, que también Enrique de Guevara, su esposo, chilló al reconocerla; chilló y retrocedió. No era de gozo el chillido, sino de espanto… De espanto, sí; la resucitada no lo podía dudar. Pues acaso sus hijos, doña Clara, de once años; don Félix de nueve, ¿no habían llorado de puro susto cuando vieron a su madre que retornaba de la sepultura? Y con llanto más afligido, más congojoso que el derramado al punto en que se la llevaban… ¡Ella que creía ser recibida entre exclamaciones de intensa felicidad! Cierto que días después se celebró una función solemnísima en acción de gracias; cierto que se dio un fastuoso convite a los parientes y allegados; cierto, en suma, que los Guevaras hicieron cuanto cabe hacer para demostrar satisfacción por el singular e impensado suceso que les devolvía a la esposa y a la madre… Pero doña Dorotea, apoyado el codo en la repisa del ventanal y la mejilla en la mano, pensaba en otras cosas.

Desde su vuelta al palacio, disimuladamente, todos le huían. Dijérase que el soplo frío de la huesa, el hálito glacial de la cripta, flotaba alrededor de su cuerpo. Mientras comía, notaba que la mirada de los servidores, la de sus hijos, se desviaba oblicuamente de sus manos pálidas, y que cuando acercaba a sus labios secos la copa del vino, los muchachos se estremecían. ¿Acaso no les parecía natural que comiese y bebiese la gente del otro mundo? Y doña Dorotea venía de ese país misterioso que los niños sospechan aunque no lo conozcan… Si las pálidas manos maternales intentaban jugar con los bucles rubios de don Félix, el chiquillo se desviaba, descolorido él a su vez, con el gesto del que evita un contacto que le cuaja la sangre. Y a la hora medrosa del anochecer, cuando parecen oscilar las largas figuras de las tapicerías, si Dorotea se cruzaba con doña Clara en el comedor del patio, la criatura, despavorida, huía al modo con que se huye de una maldita aparición…

Por su parte, el esposo -guardando a Dorotea tanto respeto y reverencia que ponía maravilla-, no había vuelto a rodearle el fuerte brazo a la cintura… En vano la resucitada tocaba de arrebol sus mejillas, mezclaba a sus trenzas cintas y aljófares y vertía sobre su corpiño pomitos de esencias de Oriente. Al trasluz del colorete se transparentaba la amarillez cérea; alrededor del rostro persistía la forma de la toca funeral, y entre los perfumes sobresalía el vaho húmedo de los panteones. Hubo un momento en que la resucitada hizo a su esposo lícita caricia; quería saber si sería rechazada. Don Enrique se dejó abrazar pasivamente; pero en sus ojos, negros y dilatados por el horror que a pesar suyo se asomaba a las ventanas del espíritu; en aquellos ojos un tiempo galanes atrevidos y lujuriosos, leyó Dorotea una frase que zumbaba dentro de su cerebro, ya invadido por rachas de demencia.

-De donde tú has vuelto no se vuelve…

Y tomó bien sus precauciones. El propósito debía realizarse por tal manera, que nunca se supiese nada; secreto eterno. Se procuró el manojo de llaves de la capilla y mandó fabricar otras iguales a un mozo herrero que partía con el tercio a Flandes al día siguiente. Ya en poder de Dorotea las llaves de su sepulcro, salió una tarde sin ser vista, cubierta con un manto; se entró en la iglesia por la portezuela, se escondió en la capilla de Cristo, y al retirarse el sacristán cerrando el templo, Dorotea bajó lentamente a la cripta, alumbrándose con un cirio prendido en la lámpara; abrió la mohosa puerta, cerró por dentro, y se tendió, apagando antes el cirio con el pie…

– Emilia Pardo Bazán.

La resucitada” (1908).

El barón Bagge de Alexander Lernet-Holenia

«Cada uno de nosotros solo tiene que ver consigo mismo. Nadie puede ayudar a otro y, por lo menos así lo siento, cada individuo esta solo, muy solo. En última instancia no hay ninguna relación verdadera entre los seres humanos. Uno es siempre para el otro únicamente un motivo y nada más. Un motivo para odiar o un motivo para amar. Pero el amor y el odio nacen en nosotros, nos dominan y vuelven a dejarnos solos. No se teje ningún hilo verdadero que una a un ser humano con otro. Todo lo que uno puede llegar a ser para otro, es tan sólo una excusa, más bella o más fea, de los propios sentimientos».

Una pequeña obra maestra.

El Barón Bagge (Der Baron Bagge), publicado en 1936, es una pequeña obra maestra de apenas 96 páginas, un relato donde amor y muerte se van tejiendo hasta formar un todo indistinguible.
En 1915, en plena Primera Guerra Mundial, un destacamento de caballería del Imperio Austro-Húngaro, busca más allá de sus líneas a un enemigo inalcanzable; el ejército ruso. A través de una enorme llanura nevada, sobre la que se cierne un cielo plomizo y una densa niebla, la tropa se adentra en un silencioso mundo de sombras que vagan en la luz crepuscular. Un reino onírico-espectral, donde es difícil distinguir qué es real y qué es ensoñación. Veinte años después el Barón Bagge, narrador de la historia y único superviviente de aquél malogrado destacamento, recuerda aquella misión, en la que vivió la aventura que le dejó marcado para siempre.

Regusto “borgeano”.

Como dije antes, esta nouvelle me parece una obra maestra del género fantástico, es breve, elegante en su prosa y para mi gusto, tiene cierto toque “borgeano”. No es probable que su autor, el austriaco Alexander Lernet-Holenia leyera a Borges antes de escribirla, pero lo cierto es que parece inspirado por él. Sobre todo por esa sensación onírica y extraña que invade la lectura y que va in crescendo, hasta llegar al sorprendente final, que me parece sublime y no exento de poética melancolía. Además el texto está salpicado de digresiones filosóficas sobre el amor, la vida y la muerte, que lo hacen más interesante aún si cabe y que también me hace recordar a otra gran obra: El desierto de los tártaros de Dino Buzzati, si bien ésta se publico cuatro años más tarde. 

Mucho más que un relato fantástico.

Como dije antes, el texto esta lleno de digresiones filosóficas del calibre de la cita que hay al principio de este artículo. Confieso que he leído este relato tres veces en distintos momentos de mi vida y en todas me he sorprendido pensando acerca de los planteamientos que presenta el autor, ya sea sobre los tipos de amor o sobre la soledad. Sobre la inmovilidad y la repetición que nos invaden día tras día o sobre la imperceptible línea que hay entre la vida y la muerte. Además la sensación de irrealidad que permea todo el relato, unida a la salvaje (aunque sutil) imaginación que despliega Lernet-Holenia, lo hace aún si cabe, más propicio a la divagación.

Lernet-Holenia; Un autor para descubrir.

Lernet-Holenia no es un autor muy conocido en nuestro país, a pesar de contar con varias obras traducidas al español, como Marte en Aries, El estandarte o El conde Luna, todas de gran calidad literaria. En su país natal esta considerado un grande, no solo de la narrativa, pues también escribió poesía, guiones y obras de teatro, además fue amigo de otros grandes como Stefan Zweig, Ödön Von Horváth o Leo Perutz.  

Si queréis conocer a un autor interesante y leer una buena historia fantástica con uno de los mejores finales escritos, esta es una muy buena opción, yo lo tengo entre mis favoritos. Saludos.

«Los sueños están unidos aquí y allá por puentes. ¿Y quién puede decir verdaderamente qué es la vida y qué es la muerte, o dónde comienzan y dónde terminan el espacio y el tiempo que separan vida y muerte?.