Otros cinco relatos que deberías leer

Como la primera entrega de relatos recomendados, tuvo tan buena acogida aquí te traigo una segunda parte. Los de hoy tienen en su mayoría tintes un tanto oscuros, así que si te gustan este tipo de historias, seguro que los disfrutas.
Y por cierto, estaré encantado de recibir tus comentarios al respecto y sobre todo, que me descubras tus relatos favoritos. Un saludo.

 

El Horla

Guy de Maupassant es uno de los grandes cuentistas de todos los tiempos y El Horla es una de sus mejores creaciones, si no la mejor. Un terrorífico relato construido a modo de diario, en el que el protagonista nos habla de unos sucesos extraños que le vienen ocurriendo desde hace tiempo y que le perturban en extremo. Al parecer cuando Maupassant lo escribió era objeto de alucinaciones debidas a su gradual e inexorable descenso a la locura. Hay dos versiones, la segunda que es la mejor la puedes leer aquí.

 

La nariz

Nikolai Gógol ocupa un lugar preferente en la historia de la literatura rusa. Una de sus creaciones más famosas es La nariz, un relato surrealista y absurdo en el que el autor destruye la lógica que impera en la literatura fantástica para crear una pequeña obra maestra imprevisible y muy cómica. Se dice que es una sátira del aparato burocrático ruso de la época, aunque yo no estoy tan seguro, ya que creo que hay otros niveles de interpretación más profundos. Léelo aquí.

 

Tripas

Se cuenta que cuando Chuck Palahniuk estaba de promoción de su libro Fantasmas, solía leer en voz alta este relato a la audiencia provocando decenas de desmayos. Puede ser verdad o tan solo un truco promocional para incrementar las ventas, pero lo cierto es que este relato podría llegar a crear ese efecto en personas sensibles, ya que lo que comienza como una historia cómica, acaba siendo algo bastante terrorífico y desagradable. Lo interesante es la construcción del relato, ya que el autor nos hace pasar de un estado al otro casi sin darnos cuenta y eso es muy difícil de conseguir. Léelo aquí… si te atreves.

 

Los sueños en la casa de la bruja

Terror y ciencia ficción se aúnan en este relato de H. P. Lovecraft para crear una auténtica obra maestra del género. Aquí encontraremos brujería, atmósferas opresivas, seres grotescos y una bruja fugada de los juicios de Salem que se mueve a sus anchas por el hiperespacio. Una de las claves de que el terror de este relato sea tan efectivo, es que se desarrolla en un espacio tan minúsculo como inabarcable y esta paradoja es la que presenta la posibilidad más aterradora al lector que se deje llevar a los mundos creados por el solitario de Providence. Puedes leerlo aquí.

 

Minority Report

Este relato de ciencia ficción escrito por Philip K. Dick en 1956, trata de una organización que predice crímenes con la ayuda de tres mutantes y gracias a eso puede detener a los potenciales criminales antes de que cometan el delito. Pero no todo es tan fácil como parece, las implicaciones morales y filosóficas de esta actividad pueden ser cuestionables… Minority Report es un trepidante relato cargado de acción que fue llevado al cine por Steven Spielberg en 2002 y, aunque la película está muy bien, se aleja un poco de la historia tramada por Dick, pero creo que ambas se podrían considerar como historias complementarias. Léelo aquí.

 

 

 

 

 

 

 

Una rosa para Emily – Un relato de William Faulkner

Un rosa para Emily fue el primer relato publicado por William Faulkner, apareció en 1930 en el magazine The Forum. Es un claro exponente del gótico sureño, con algunas reminiscencias del estilo macabro de E. A. Poe. Es una historia ambientada en Jefferson, la capital del ficticio condado de Yoknapatawpha, donde transcurren la mayoría de la ficciones del escritor norteamericano.

Este relato fue lo primero que leí de Faulkner hace ya unos cuantos años y fue toda una revelación, recuerdo que me encantó la cadencia y la manera de contar la historia. Ese ritmo lento y pegajoso que te introduce en el ambiente de esa pequeña ciudad sureña, atrapada entre la modernidad y las rancias tradiciones de antes de la guerra civil, que parecen no querer abandonar. El personaje de Emily Grierson es un claro exponente de ese pasado que persiste y que lo impregna todo. Un personaje peculiar, altivo, desconectado de la realidad y del progreso, que vive en su propio mundo y que se resiste con vehemencia a cualquier tipo de cambio.

El relato también es interesante porque en muy pocas páginas, el autor nos ofrece un muestrario de las costumbres y códigos de conducta de la sociedad sureña de la época y también nos habla de los efectos de la soledad y de la locura. Además la maestría de Faulkner introduce la dosis justa de suspense para llevarnos de la mano hasta el final. En resumen, un relato magnífico y una buena manera de aproximarse a un escritor con fama de difícil.

 

Una rosa para Emily

I

Cuando murió la señorita Emily Grierson, todo nuestro pueblo fue a su funeral: los hombres por una especie de respetuoso afecto hacia un monumento caído, las mujeres sobre todo por la curiosidad de ver el interior de su casa, que nadie, excepto un viejo criado —mezcla de jardinero y cocinero— había visto, por lo menos, en los últimos diez años.

Era una casa de madera, grande, más bien cuadrada, que alguna vez había sido blanca; estaba decorada con cúpulas, agujas y balcones con volutas, según el airoso y pesado estilo de los setenta. Se ubicaba en la que antiguamente fue nuestra mejor calle, después invadida por talleres y limpiadoras de algodón que se inmiscuyeron e hicieron caer en el olvido incluso los apellidos más ilustres de ese vecindario. Sólo la casa de la señorita Emily seguía alzando su obstinada y coquetona decadencia por encima de los camiones de algodón y las bombas de gasolina —un adefesio entre adefesios. Y ahora la señorita Emily había ido a reunirse con los que otrora portaran aquellos ilustres apellidos en el lánguido cementerio de cedros, donde yacían entre las tumbas, ordenadas en filas y anónimas, de los soldados de la Unión y la Confederación que cayeron en la batalla de Jefferson.

En vida, la señorita Emily había sido una tradición, una preocupación y un deber; algo así como una obligación hereditaria que recayó sobre el pueblo desde aquel día de 1894 en que el coronel Sartoris, el alcalde —quien creó el decreto por el cual ninguna mujer negra podría salir a la calle sin un delantal— le condonó el pago de impuestos desde la muerte de su padre y a perpetuidad. No era que la señorita Emily hubiera aceptado una obra de caridad. El coronel Sartoris inventó una complicada historia según la cual el padre de ella había prestado dinero al pueblo, dinero que la comunidad, por cuestiones financieras, prefería pagarle de esta manera. Sólo un hombre de la generación y con la mentalidad del coronel Sartoris podría haber inventado algo así, y sólo una mujer podría haberlo creído.

Este acuerdo generó cierto descontento cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, llegó a la alcaldía y al Consejo. El primer día del año le enviaron por correo una notificación del pago de impuestos. Llegó febrero y aún no había respuesta. Le escribieron un oficio para pedirle que se presentara en la oficina del alguacil en cuanto le fuera posible. Una semana después, el alcalde mismo le escribió, ofreciéndose a visitarla o enviarle su coche y recibió como respuesta una nota escrita en un papel de apariencia anticuada, con caligrafía fina y fluida y tinta desvanecida, en la que la señorita Emily le decía que ya no salía nunca. También incluía la notificación del pago de impuestos, sin comentario alguno.

Convocaron a una junta especial de concejales. Una delegación fue a buscarla y tocó la puerta por la que ningún visitante había pasado desde que ella dejó de dar clases de pintura en porcelana ocho o diez años antes. El viejo negro los guió hacia un oscuro vestíbulo, desde donde ascendía una escalera que se adentraba en una oscuridad todavía más profunda. Olía a polvo y desuso —un olor a encierro, a humedad. El negro los condujo a la sala, donde había pesados muebles de piel. Cuando él abrió las persianas de una ventana, pudieron ver las grietas en la piel de los muebles y al sentarse, un ligero polvillo se elevó perezosamente alrededor de sus muslos, girando con lentas motas a la luz del único rayo de sol. En un caballete dorado deslustrado que se encontraba frente a la chimenea, se erigía un retrato al carbón del padre de la señorita Emily.

Se levantaron cuando ella entró —una mujer pequeña y gorda, vestida de negro, con una delgada cadena de oro que descendía hasta su cintura y desaparecía en su cinturón. Se apoyaba en un bastón de ébano con cabeza de oro deslustrado. Su esqueleto era pequeño y enjuto; quizás por eso lo que en otra persona hubiera sido simple gordura, en ella era obesidad. Se veía hinchada y con el mismo color pálido que un cuerpo sumergido por mucho tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las protuberancias que formaban los pliegues de su cara, parecían dos pequeños carbones presionados en un bulto de masa que se movían de una cara a otra mientras los visitantes explicaban el motivo de su visita.

Ella no los invitó a sentarse. Solamente se paró bajo el marco de la puerta y escuchó en silencio hasta que el hombre titubeó y se detuvo. Entonces ellos pudieron escuchar el tictac del invisible reloj que colgaba de la cadena de oro.

Su voz era seca y fría. “Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. El coronel Sartoris me lo explicó. Quizás alguno de ustedes pueda tener acceso a los registros de la ciudad y comprobarlo por sí mismo.”

“Ya lo hicimos. Somos las autoridades de la ciudad, señorita Emily. ¿No recibió una notificación del alguacil, firmada por él mismo?”

“Sí, recibí un papel —dijo la señorita Emily—. Quizás él se cree el alguacil… Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”

“Pero, verá usted, no hay ningún registro que lo demuestre. Debemos seguir…”

“Vean al coronel Sartoris. Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”

“Pero, señorita Emily…”

“Vean al coronel Sartoris. (El coronel Sartoris había muerto hacía casi diez años.) Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. ¡Tobe! —el negro apareció—. Muéstrale a los caballeros dónde está la salida.”

II

Así que los venció, por completo, tal y como había vencido a sus antepasados treinta años atrás en relación con el olor. Eso fue dos años después de la muerte del padre de la señorita Emily y poco después de que su enamorado —el que todos creíamos que la desposaría— la abandonara. Después de la muerte de su padre ella salía muy poco; después de que su novio se fue, ya no se le veía en la calle en lo absoluto. Algunas damas tuvieron la osadía de buscarla pero no las recibió, y la única señal de vida en el lugar era el negro —joven entonces— que salía y entraba con la canasta del mercado.

“Como si un hombre —cualquier hombre— pudiera llevar una cocina adecuadamente”, decían las damas. Así que no se sorprendieron cuando surgió el olor. Fue otro vínculo entre el mundo ordinario, terrenal, y los encumbrados y poderosos Grierson.

Una vecina se quejó con el alcalde, el juez Stevens, de ochenta años de edad.

“¿Pero qué quiere que haga al respecto, señora?”, dijo.

“Bueno, mande a alguien a decirle que lo detenga —dijo la mujer—. ¿Acaso no hay leyes?”

“Estoy seguro de que no será necesario —dijo el juez Stevens—. Probablemente sea solamente que su negro mató una víbora o una rata en el jardín. Hablaré con él al respecto.”

Al día siguiente recibió dos quejas más, una de ellas de un hombre que le dijo con tímida desaprobación: “De verdad debemos hacer algo al respecto, juez. Yo sería el último en molestar a la señorita Emily, pero debemos hacer algo.” Esa noche el Consejo se reunió —tres hombres con barbas grises y un hombre más joven, miembro de la nueva generación.

“Es simple —dijo este último—. Enviémosle un aviso para que limpie su propiedad. Le damos un plazo para hacerlo y si no lo hace…”

“Por Dios —dijo el juez Stevens—, ¿acusaría a una dama de oler mal en su propia cara?”

Así que la noche siguiente, después de media noche, cuatro hombres cruzaron el jardín de la señorita Emily y se escabulleron en la casa como ladrones, husmeando a lo largo del basamento de ladrillo y los huecos del sótano mientras uno de ellos hacía un movimiento regular con el brazo, como de sembrador, sacando algo de un saco que colgaba de su hombro. Rompieron la puerta del sótano y espolvorearon cal ahí y en todo el exterior de la casa. Cuando cruzaron de nuevo el jardín, una ventana que había estado apagada estaba ahora iluminada y se podía ver a la señorita Emily sentada, con la luz detrás de ella y la parte superior de su torso inmóvil como la de un ídolo. Se deslizaron silenciosamente a través del césped hacia la sombra de las acacias que bordeaban la calle. Después de una semana o dos el olor desapareció.

Eso fue cuando la gente ya había comenzado a sentir verdadera pena por ella. El pueblo recordaba cómo la anciana Wyatt, su tía abuela, se había vuelto completamente loca y creía que los Grierson se sentían más importantes de lo que realmente eran. Ningún joven era lo suficientemente bueno para la señorita Emily y su familia. Habíamos pensado durante mucho tiempo en ellos como si fueran un cuadro, la delgada figura de la señorita Emily en el fondo y la figura de su padre al frente, con la espalda vuelta hacia ella y sujetando un látigo, ambos enmarcados por la puerta principal abierta. Así que cuando ella cumplió treinta años y aún era soltera, no fuimos precisamente complacidos, sino vengados; incluso con la locura de su familia, ella no hubiera rechazado todas sus oportunidades si éstas se hubieran materializado de verdad.

Cuando su padre murió, se rumoraba que la casa fue todo lo que le dejó, y de alguna forma, la gente estaba contenta por ello. Finalmente podrían compadecerse de la señorita Emily. Al quedar sola y pobre, se había humanizado. Ahora también ella sabría lo que eran la desesperación y el temor de tener un centavo de más o de menos.

El día siguiente a la muerte de su padre, todas las damas se prepararon para ir a su casa y ofrecer sus condolencias y ayuda, como es nuestra costumbre. La señorita Emily las encontró en la puerta, vestida como siempre y sin señal alguna de aflicción en el rostro. Les dijo que su padre no estaba muerto. Lo hizo durante tres días, con todo y que los ministros y los doctores la buscaban tratando de persuadirla para deshacerse del cuerpo. Justo cuando iban a recurrir a la ley y la fuerza, ella tuvo una crisis y ellos enterraron a su padre rápidamente.

Entonces no decíamos que estaba loca. Creíamos que tenía que hacer lo que hizo. Recordábamos a todos los jóvenes que su padre había ahuyentado y sabíamos que, ahora que nada le quedaba, tendría que aferrarse a quien la había robado, como cualquiera en su lugar lo haría.

III

Estuvo enferma durante mucho tiempo y cuando volvimos a verla, se había cortado el cabello, lo que la hacía parecer una niña, con un ligero parecido a esos ángeles de los vitrales de las iglesias —entre trágicos y serenos.

El pueblo acababa de aceptar los contratos para pavimentar las aceras y las obras comenzaron en el verano que siguió a la muerte de su padre. La compañía de construcción llegó con negros y mulas, maquinaria y un capataz llamado Homer Barron, yanki —un hombre grande, de piel oscura, vivaz, con una voz fuerte y ojos más claros que su rostro. Los niños lo seguían en grupos para escucharlo maldecir a los negros y a éstos cantar al compás con que subían y bajaban los picos. Muy pronto Homer Barron conocía ya a todo el pueblo. Siempre que se escuchaban risas en algún lugar de la plaza, él estaba en el centro del grupo. Poco tiempo después comenzamos a verlo con la señorita Emily las tardes de domingo, conduciendo su coche con ruedas amarillas y el par de caballos bayos de la caballeriza.

Al principio nos dio gusto que la señorita Emily estuviera interesada en alguien, porque todas las damas decían: “Por supuesto, una Grierson no tomaría en serio a un obrero del norte.” Pero otros, mayores, afirmaban que ni siquiera la aflicción podría hacer que una verdadera dama olvidara la noblesse oblige —sin llamarla exactamente noblesse oblige. Solamente decían: “Pobre Emily. Su familia debería visitarla.” Ella tenía algunos parientes en Alabama; pero años atrás su padre se había peleado con ellos por la herencia de la anciana Wyatt, la loca, y ya no había comunicación entre las dos familias. Ni siquiera habían enviado a alguien en su representación al funeral.

Y tan pronto como los ancianos dijeron “Pobre Emily”, los rumores comenzaron. “¿Crees que sea cierto? —se decían entre ellos—. Por supuesto que sí. ¿Qué más podría…?” Lo decían a sus espaldas; y el susurro de la seda y el raso detrás de las persianas cerradas bajo el sol de la tarde de domingo conforme sonaba el rápido clop-clop-clop de los caballos: “Pobre Emily.”

Ella llevaba la frente muy en alto —incluso cuando creíamos que había caído. Era como si demandara más que nunca el reconocimiento de su dignidad como la última Grierson; como si ese toque de desenfado reafirmara su impenetrabilidad. Como cuando compró el veneno para ratas, el arsénico. Eso sucedió un año después de que comenzaran a decir “Pobre Emily”, durante la visita de sus dos primas.

“Quiero un veneno”, dijo al droguero. Entonces ya rebasaba los treinta, era aún una mujer delgada, aunque más delgada de lo normal, con ojos negros, fríos y arrogantes, en una cara con la piel estirada sobre las sienes y alrededor de los ojos, como uno imaginaría que debe verse la cara de un guardafaros. “Quiero un veneno”, dijo.

“Sí, señorita Emily. ¿De qué tipo? ¿Para ratas y cosas por el estilo? Le recomiendo…”

“Quiero el mejor que tenga. No me importa de qué tipo sea.”

El droguero mencionó varios. “Matarían hasta a un elefante. Pero lo que quiere es…”

“Arsénico —dijo la señorita Emily—. ¿Ése es bueno?”

“¿Arsénico?… Sí, señora. Pero lo que usted quiere…”

“Quiero arsénico.”

El droguero bajó la mirada. Ella lo miró, muy erguida, con el rostro como una bandera tirante. “Bueno, por supuesto —dijo el droguero—. Si eso es lo que desea. Pero la ley exige que diga para qué va a usarlo.”

La señorita Emily sólo lo miró, con la cabeza inclinada hacia atrás para verlo a los ojos, hasta que él desvió la mirada, fue por el arsénico y lo envolvió. El repartidor, un niño negro, le llevó el paquete; el droguero no volvió. Cuando ella abrió el paquete en su casa, estaba escrito sobre la caja, debajo del símbolo de la calavera y los huesos cruzados: “Para ratas.”

IV

Así que al día siguiente todos dijimos “Va a suicidarse”; y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando se le había comenzado a ver con Homer Barron, habíamos dicho “Se casará con él”. Luego dijimos “Todavía puede convencerlo”, porque el mismo Homer había puntualizado que él no era para casarse, le gustaba alternar con hombres y se sabía que bebía con los jóvenes en el Club de Elk. Después dijimos “Pobre Emily” detrás de las persianas, cuando pasaban por la tarde de domingo en el brillante coche, la señorita Emily con la frente en alto y Homer Barron con el sombrero ladeado y un puro entre los dientes, tomando las riendas y el látigo entre sus guantes amarillos.

Luego algunas damas comenzaron a decir que era una desgracia para el pueblo y un mal ejemplo para los jóvenes. Los hombres no querían intervenir, pero finalmente las damas forzaron al pastor de la iglesia bautista —la familia de la señorita Emily pertenecía a la iglesia episcopal— a que hablara con ella. Él nunca habría de decir qué pasó durante la entrevista, pero se negó a regresar. Al domingo siguiente ellos pasaron de nuevo por las calles y el lunes la esposa del ministro le escribió a los parientes de la señorita Emily en Alabama.

De modo que de nuevo tenía parientes bajo su techo y nosotros esperamos para ver los acontecimientos. Al principio no sucedió nada. Luego estábamos seguros de que se casarían. Nos enteramos de que la señorita Emily había ido con el joyero y le había pedido un juego de tocador de plata para hombre, con las letras H.B. grabadas en cada pieza. Dos días después nos enteramos de que había comprado un juego completo de ropa de hombre, incluyendo un camisón para dormir. Entonces dijimos “Están casados”. De verdad estábamos contentos. Lo estábamos porque las dos primas eran aún más Grierson de lo que la señorita Emily había sido.

De modo que no nos sorprendió que Homer Barron se fuera —las obras en las calles habían terminado desde hacía algún tiempo. Nos desilusionó un poco que no hubiera una despedida pública, pero creíamos que él se había ido para preparar la llegada de la señorita Emily, o para darle la oportunidad de deshacerse de sus primas. (Para entonces ya era una conspiración y todos éramos aliados de la señorita Emily para ayudar a ahuyentar a las primas.) Efectivamente, después de una semana partieron. Y, como todos esperábamos, tres días después Homer Barron volvió al pueblo. Una vecina vio al negro recibiéndolo por la puerta de la cocina en la penumbra una noche.

Ésa fue la última vez que vimos a Homer Barron. También a la señorita Emily, por algún tiempo. El negro entraba y salía con la canasta del mercado, pero la puerta principal seguía cerrada. De vez en cuando la veíamos en la ventana por un momento, como cuando la vieron los hombres que esparcieron la cal, pero durante casi seis meses ella no se apareció en la calle. Entonces supimos que también esto era de esperarse; como si la personalidad de su padre, que había frustrado su vida de mujer tantas veces, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa como para morir.

Cuando volvimos a verla, había engordado y su cabello se estaba volviendo gris. Con los años se tornó gradualmente más gris hasta que llegó a ser de un gris acerado, entrecano parejo, y así permaneció. El día de su muerte a los setenta y cuatro años seguía siendo el mismo brioso gris acerado, como el cabello de un hombre activo.

A partir de entonces la puesta principal de su casa permaneció cerrada, excepto por un periodo de seis o siete años, cuando ella tenía alrededor de cuarenta años, durante el cual dio clases de pintura en porcelana. Acondicionó una de las habitaciones a manera de estudio en la planta baja y allí le enviaban a las hijas y nietas de los coetáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y el mismo espíritu con que las mandaban a la iglesia los domingos, con una moneda de veinticinco centavos para la canastilla de la limosna. Para entonces ya le habían condonado el pago de impuestos.

Entonces la nueva generación se volvió la columna vertebral y el alma del pueblo, las alumnas de pintura crecieron, se fueron y no enviaron a sus hijas con cajas de colores y tediosos pinceles e imágenes recortadas de las revistas para damas a la casa de la señorita Emily. La puerta principal se cerró por última vez detrás de la última alumna y permaneció cerrada para siempre. Cuando el pueblo tuvo correo gratuito, únicamente la señorita Emily se negó a dejarlos poner los números metálicos sobre su puerta y a instalar un buzón. Ella no los escuchaba.

Día con día, mes con mes, año con año, vimos al negro encanecer y encorvarse, entrando y saliendo con la canasta del mercado. Cada diciembre enviábamos a la señorita Emily una notificación para que pagara sus impuestos, notificación que regresaría por correo una semana después, sin haber sido abierta. De vez en cuando la veíamos en una de las ventanas de la planta baja —evidentemente, había cerrado el piso superior de la casa— como el torso tallado de un ídolo en un nicho, sin que supiéramos si nos veía o no. Así siguió de generación en generación —cercana, ineludible, impenetrable, impasible y perversa.

Y así murió. Se enfermó en la casa llena de polvo y de sombras, con sólo el negro senil para atenderla. Ni siquiera nos enteramos de que estaba enferma; hacía mucho que habíamos dejado de intentar obtener información del negro. Él no hablaba con nadie, quizás ni siquiera con ella, ya que su voz se había vuelto áspera y oxidada, como por el desuso.

Ella murió en una habitación de la planta baja, en una pesada cama de nogal con cortina, su cabeza gris apoyada en una almohada amarillenta y mohosa por el tiempo y la falta de luz del sol.

V

El negro recibió a las damas en la puerta principal, con sus cuchicheos silbantes y sus miradas furtivas y curiosas, y luego desapareció. Atravesó la casa, salió por la parte trasera y nadie volvió a verlo.

Las dos primas vinieron en seguida. Ellas organizaron el funeral al segundo día y recibieron al pueblo que venía a ver a la señorita Emily bajo un ramo de flores compradas, con la cara al carbón de su padre meditando profundamente por encima del ataúd, las damas repugnantes susurrando y los muy ancianos —algunos con sus uniformes de la Confederación recién cepillados— en el porche y el césped, hablando de la señorita Emily como si hubiera sido contemporánea suya, creyendo que habían bailado con ella y que quizás hasta la habían cortejado, confundiendo el tiempo y su progresión matemática, como le pasa a los ancianos, para quienes el pasado no es un camino que se estrecha, sino un vasto campo al que el invierno nunca toca, separado de ellos por el estrecho cuello de botella de la década más reciente.

Ya sabíamos que había una habitación en el piso de arriba que nadie había visto en cuarenta años, cuya puerta debería forzarse. Esperaron, sin embargo, hasta que la señorita Emily estuviera decentemente bajo tierra antes de abrirla.

La violencia al romper la puerta pareció llenar la habitación con un polvillo penetrante. Un paño delgado como el de la tumba cubría toda la habitación que es taba adornada y amueblada como para unas nupcias: sobre las cenefas de color rosa desvaído, sobre las luces rosas, sobre el tocador, sobre los delicados adornos de cristal y sobre los artículos de tocador de hombre, cubiertos con plata deslustrada, tan deslustrada que las letras estaban oscurecidas. Entre ellos estaba un cuello y una corbata, como si alguien se los acabara de quitar; al levantarlos, dejaron sobre la superficie una pálida medialuna entre el polvo. Sobre una silla estaba colgado el traje, cuidadosamente doblado; debajo de éste, los mudos zapatos y los calcetines tirados a un lado.

El hombre yacía en la cama.

Durante un largo rato nos quedamos parados ahí, contemplando aquella sonrisa profunda y descarnada. Parecía que el cuerpo había estado alguna vez en la posición de un abrazo, pero ahora el largo sueño que sobrevive al amor, que conquista incluso los gestos del amor, le había sido infiel. Lo que quedaba de él, podrido bajo lo que quedaba del camisón, se había vuelto inseparable de la cama en la que yacía, y la cubierta uniforme del paciente y eterno polvo cubría el cuerpo y la almohada a su lado.

Entonces nos dimos cuenta de que en la segunda almohada estaba la marca de una cabeza. Uno de nosotros levantó algo de ella e, inclinándonos hacia delante, con el débil e invisible polvo seco y acre en la nariz, encontramos un largo mechón de cabello color gris acerado.

– William Faulkner

 A Rose for Emily (1930).

 

El horror del túmulo – Un relato de Robert E. Howard

Aprovechando que es Halloween, Samhain, Gau Beltza, Víspera de Todos los Santos o como queráis llamarlo y que en esta época se estila pasar miedo, se me ha ocurrido contribuir a ello con un poco de terror. Hoy os traigo un relato del gran escritor de pulps: Robert E. Howard. A muchos no os sonará su nombre, pero este tipo fue el creador de Conan el Bárbaro y Solomon Kane entre otros personajes. De fértil imaginación y corta vida, pues se suicidó a los 30 años, Howard escribió cientos de relatos de temáticas variadas que van desde el género fantástico al Western, además de aventuras, terror, misterio y ciencia ficción. Durante varios años fue una de las estrellas indiscutibles de la revista Weird Tales, junto con H. P. Lovecraft, Clark Ashton Smith y Seabury Quinn.

No me voy a extender mucho con su biografía, ya que estoy preparando una entrada más exhaustiva sobre su vida y obra. Aunque sí os diré que este relato ambientado en Texas, es uno de mis favoritos, ya que mezcla dos géneros que me apasionan: el Western y el terror. Una historia en la que encontramos viejas supersticiones, misterio, conquistadores españoles y sobre todo, mucho terror.

Así que sin más preámbulos os dejo con El horror del túmulo.

Espero que paséis un mal rato leyéndolo.

 

El horror del túmulo

Steve Brill no creía en fantasmas ni en demonios. Juan López sí. Pero ni la precaución de uno ni el obstinado escepticismo del otro pudieron protegerlos contra el horror que recayó sobre ellos… un horror olvidado por los hombres durante más de trescientos años, un monstruoso horror que procedente de épocas oscuras había resucitado.
Sin embargo, mientras Steve Brill se hallaba sentado en su desvencijado porche aquella última noche, sus pensamientos estaban tan alejados de extrañas amenazas como los pensamientos de cualquier hombre puedan estarlo. Los suyos eran pensamientos amargos pero materialistas. Miró sus tierras y luego blasfemó en voz alta. Brill era alto, delgado y tan duro como la piel de unas botas… un digno descendiente de los pioneros de cuerpos acerados que arrebataron a la tierra virgen el oeste de Texas. Estaba tostado por el sol y era fuerte como un novillo de cuerno largo. Sus delgadas piernas y las botas que las sostenían delataban sus instintos de vaquero, y ahora se maldecía a sí mismo por haber bajado de los lomos de su gruñón potro mesteño y haber dedicado su tiempo a sacar adelante una granja. El no era granjero, admitió el joven vaquero maldiciéndose una vez más.
Sin embargo, su fracaso no había sido totalmente culpa suya. Lluvia abundante en el invierno, tan escasa en el oeste texano, había creado fundadas esperanzas de buenas cosechas. Pero, como de costumbre, algo sucedió. Una helada tardía echó a perder toda la fruta. El grano que había prosperado tanto estaba ahora abierto, descascarillado y aplastado en el suelo tras una terrible granizada justo cuando ya estaba amarilleando. Un periodo de intensa sequía, seguido de otro granizo, acabó con el maíz.
Luego el algodón, que a duras penas había sobrevivido, sufrió una plaga de saltamontes que vació el campo de Brill de un día para otro. Así que Brill estaba sentado y jurando que no renovaría el arrendamiento, y daba las gracias fervientemente por no ser el propietario de aquella tierra en la que había malgastado su sudor, y por que hubiera todavía anchas cordilleras ondulantes hacia el Oeste en las que un hombre joven podía ganarse la vida cabalgando y echando el lazo.
En ese momento, allí sentado y descorazonado, vio que se acercaba una figura. Era su vecino más próximo, Juan López, un viejo mexicano taciturno que vivía en una cabaña al otro lado de la colina y el riachuelo, y que trabajaba por cuenta ajena como labriego para ganarse la vida. Últimamente había estado labrando una franja de tierra de una granja cercana, y al regresar a su choza solía cruzar una esquina de los pastos de Brill.
Brill observó ociosamente cómo subía por la cerca de alambre de espino y caminaba penosamente por el camino que él mismo había marcado con el uso chafando las yerbas ya resecas. Llevaba haciendo ese trabajo más de un mes, talando duros y nudosos mezquites y desenterrando las increíblemente largas raíces, y sabía que su vecino siempre tomaba el mismo camino a casa. Y al mirarlo, Brill se percató del largo rodeo que daba por un lado, como si evitara pasar cerca de un montículo que sobresalía por encima de los pastos. López vadeó ampliamente esa loma y Brill recordó que el viejo mexicano siempre lo rodeaba manteniéndose a cierta distancia. Y entonces otro pensamiento se apoderó de la mente de Brill… López siempre aceleraba el paso cuando pasaba más cerca del promontorio, y siempre se aseguraba de cruzarlo antes de la puesta de sol… Sin embargo, los trabajadores mexicanos normalmente trabajaban desde la primera luz de la mañana hasta el último resplandor del crepúsculo, especialmente en estos trabajos de campo, en los que cobraban por acre trabajado y no por jornada. La curiosidad de Brill aumentó.
Se levantó y, bajando lentamente el suave repecho en el que se elevaba su cabaña, detuvo al mexicano que avanzaba lentamente.
—¡Eh, López, espera un minuto!
López se detuvo; miró a su alrededor y se quedó inmóvil, pero sin mostrar entusiasmo alguno mientras el hombre blanco se aproximaba.
—López —dijo Brill perezosamente—, ya sé que no es asunto mío, pero sólo quería preguntarte… ¿por qué siempre bordeas a tanta distancia aquel viejo túmulo indio?
—No entiende —gruñó López secamente.
—Mentiroso —respondió Brill cordialmente—. Y tanto que entiendes; hablas inglés tan bien como yo. ¿Qué ocurre?… ¡Piensas que esa colina está embrujada o algo parecido!
Brill podía hablar español, y leerlo también, pero como la mayoría de los anglosajones prefería hablar su propio idioma.
López se encogió de hombros.
—No es un buen sitio, no bueno —farfulló, evitando la mirada de Brill—. Dejemos en paz las cosas ocultas.
—Supongo que tienes miedo a los fantasmas —bromeó Brill—. ¡Diantre, si aquello es un túmulo indio, esos indios han estado muertos desde hace tanto tiempo que sus fantasmas ya deben de haberse desgastado!
Brill sabía que los mexicanos analfabetos miraban con aversión supersticiosa los túmulos que hay esparcidos profusamente en el suroeste como vestigios de épocas pasadas y olvidadas, y que contenían los huesos mohosos de jefes y guerreros de una raza perdida.
—Mejor no remover lo que hay escondido bajo tierra —gruñó López.
—Tonterías —dijo Brill—. Algunos de los chicos y yo asaltamos uno de aquellos sepulcros allá en el condado de Palo Pinto y desenterramos huesos de un esqueleto, además de collares y flechas de sílex y cosas similares. Guardé algunos de los dientes durante mucho tiempo, hasta que los perdí, y nunca se me ha aparecido fantasma alguno.
—¿Indios? —bramó López súbitamente—. ¿Quién ha hablado de indios? Ha habido más que indios en este país. En la Antigüedad, aquí sucedieron cosas muy extrañas. He oído las historias de mi gente, que han pasado de generación en generación. Y mi gente había vivido aquí mucho antes que la suya, señor Brill.
—Sí, tienes razón —admitió Steve—. Los primeros hombres blancos que poblaron este país fueron los españoles, por supuesto. Coronado pasó no muy lejos de aquí, según he oído, y la expedición de Hernando de Estrada atravesó aquellas tierras de allá, hace no sé cuánto tiempo.
—En 1545 —dijo López—. Acamparon más allá, donde ahora está su corral.
Brill se giró para echar una ojeada a su corral vallado con raíles, habitado ahora por su caballo de montar, un par de jamelgos para las labores y una vaca esquelética.
—¿Cómo es que sabes tanto de eso? —preguntó con curiosidad.
—Uno de mis antepasados acompañaba a De Estrada —respondió López—. Un soldado: Porfirio López. El le habló a su hijo de aquella expedición, y el hijo a su hijo, y así unos a otros siguiendo la línea familiar hasta llegar a mí, pero yo no tengo hijos a los que contar la historia.
—No sabía que estuvieras tan bien relacionado —dijo Brill—. Quizás sepas algo sobre el oro que se suponía que De Estrada había escondido por aquí, en algún lugar.
—No había oro —bramó López—. Los soldados de De Estrada sólo llevaban sus armas, y tuvieron que abrirse camino luchando en un país hostil… muchos de sus huesos quedaron por el camino. Más tarde, muchos años después, una caravana de mulas de Santa Fe fue atacada por comanches a no mucha distancia de aquí, y los atacados escondieron el oro y escaparon; por eso las leyendas se confunden. Pero ni tan siquiera ese oro está allí ahora, porque unos gringos cazadores de búfalos lo encontraron y desenterraron.
Bill asentía abstraído, casi sin prestar atención. De todo el continente de Norteamérica no hay ninguna zona tan azotada por historias de tesoros perdidos o enterrados como el suroeste. Innumerables riquezas transitaron de un lado a otro a través de las colinas y llanuras de Texas y Nuevo México en los viejos tiempos, cuando España era propietaria de las minas de oro y plata del Nuevo Mundo y controlaba el comercio de pieles del Oeste, y aún sobreviven algunos ecos de aquella riqueza en las historias de alijos de oro. Un sueño similar, originado por el fracaso y la apremiante pobreza, vagaba ahora en la mente de Brill.
—Bueno, de todas formas, no tengo nada más que hacer —dijo en voz alta—, y creo que hurgaré en ese viejo túmulo a ver qué encuentro.
La reacción de López por ese simple comentario fue de lo más sobrecogedora.

Retrocedió y su moreno rostro se tornó color ceniza; los negros ojos brillaron y lanzó los brazos hacia arriba a modo de intenso desacuerdo.
—¡Dios, no! —gritó—. ¡No haga eso, señor Brill! Hay una maldición… mi abuelo me lo contó.
—¿Qué te contó? —preguntó Brill.
López se calló en un hosco silencio.
—No puedo hablar —murmuró—. Juré permanecer en silencio. Sólo a un primogénito varón podría abrir mi corazón. Pero créame cuando le digo que sería mejor que le rebanasen el pescuezo a que profanara aquel túmulo maldito.
—Bueno —dijo Brill harto de supersticiones mexicanas—, si es tan peligroso, ¿por qué no me lo cuentas? Dame una razón lógica por la que no debiera destriparlo.
—¡No puedo hablar! —gritó el mexicano desesperadamente—. ¡Lo sé!… pero juré silencio sobre la Santa Cruz, igual que lo juraron todos los miembros de mi familia. ¡Es algo tan oscuro, es una maldición demasiado peligrosa incluso para hablar de ella! Si se lo contase, haría que su alma explotara escapándose de su cuerpo. Pero lo he jurado… y no tengo primogénito, así que mis labios estás sellados para siempre.
—Oh, bueno —dijo Brill sarcásticamente—, ¿por qué no lo escribes entonces?
López dio un respingo, le miró y, para sorpresa de Steve, se mostró entusiasmado con la propuesta.
—¡Lo haré! Gracias a Dios, el buen sacerdote me enseñó a escribir cuando era niño. Mi juramento no decía nada de escribir. Juré no contarlo, pero escribiré todo para usted si jura que no lo contará a nadie después, y que destruirá el papel en cuanto lo haya leído.
—Claro que lo haré —dijo Brill para congraciarse, y el viejo mexicano pareció más aliviado.
—¡Bueno! Iré inmediatamente a escribirlo. ¡Mañana, cuando vaya a trabajar, le traeré el papel y entenderá por qué nadie debe abrir aquella tumba maldita!
Y López se alejó a toda prisa por el camino, con los hombros encogidos balanceándose de un lado al otro por el esfuerzo de tan inusual velocidad en él. Steve sonrió al ver cómo se alejaba, se encogió de hombros y giró en redondo dirigiéndose a su propia cabaña. Luego se detuvo y observó de nuevo el bajo promontorio con los bordes cubiertos de hierba. Debía de ser una tumba india, concluyó, por su simetría y similitud con los otros túmulos indios que había visto. Frunció el entrecejo intentando imaginar alguna posible conexión entre el misterioso montículo y el antecesor marcial de Juan López.
Brill observó la figura del viejo mexicano a lo lejos. Un valle plano, cortado por un riachuelo medio seco y rodeado de árboles y matorrales, separaba los pastos de Brill de la colina de suave pendiente tras la cual se hallaba la cabaña de López. El viejo mexicano desapareció al fin entre los árboles que bordeaban la ribera del río, y Brill tomó una súbita decisión.

Subió a toda prisa el suave repecho que llevaba a su casa, y tomó un pico y una pala del cobertizo de las herramientas que había construido en la parte trasera de la cabaña. El sol aún no se había puesto y Brill pensó que podría abrir el túmulo lo suficiente como para determinar su naturaleza antes de que anocheciese. En caso contrario, podía trabajar a la luz de un quinqué. Steve, como la mayoría de los de su raza, actuaba principalmente por impulsos, y su actual desvelo era destripar aquel misterioso promontorio y averiguar qué escondía dentro, si es que escondía algo. La idea de un tesoro retornó a su mente, avivada por la actitud evasiva de López.
¿Qué ocurriría si, después de todo, aquel bulto de tierra marrón recubierto de hierba escondiese riquezas… mineral virgen de minas olvidadas, o monedas acuñadas de la vieja España? ¿No era posible que los hombres de De Estrada hubiesen construido aquel promontorio sobre un tesoro que no pudieron llevarse con ellos, haciéndolo parecer un túmulo indio para engañar a los que intentaran encontrarlo? ¿Sabía eso el viejo López? No sería de extrañar que, a sabiendas de que el tesoro seguía allí, el viejo mexicano se abstuviese de profanarlo. Guiado por lúgubres miedos y supersticiones, podría perfectamente preferir una vida de árido trabajo que arriesgarse a la ira de los fantasmas o demonios que merodeaban… y es que los mexicanos dicen que el oro escondido siempre está maldito, y sin duda supondrían que había un funesto destino agazapado bajo este túmulo. Bueno, reflexionó Brill, los demonios de los indígenas latinos no causan terror alguno a los anglosajones; éstos más bien son atormentados por demonios de sequías, y tormentas y cosechas malogradas.
Steve se dispuso a trabajar con la salvaje energía característica de su raza. La tarea no era sencilla; la tierra, cocida bajo el sol fiero, era dura como el acero y estaba mezclada con rocas y gravilla. Brill sudaba abundantemente y gruñía con cada esfuerzo, pero el fuego del cazador de tesoros se había apoderado de él. Se sacudía el sudor de los ojos y hundía el pico con poderosos golpes que rompían y resquebrajaban la tierra compacta.
El sol se puso, y a la larga y ensoñadora luz del crepúsculo de verano siguió trabajando, olvidándose casi por completo del tiempo y el espacio. Empezó a convencerse de que el túmulo era una tumba india genuina cuando encontró rastros de carbón en el suelo. Los hombres de la Antigüedad que levantaron estos sepulcros mantenían hogueras durante días en alguna fase de su construcción. Todos los túmulos que Steve había abierto contenían una capa sólida de carbón cerca de la superficie. Pero los restos de carbón que encontró en esta ocasión estaban muy quebrados y esparcidos por el suelo.
Su idea de un tesoro oculto español se difuminó ligeramente, pero persistió. ¿Quién sabe? Quizás aquellas extrañas gentes, ahora llamadas Constructores de Túmulos, tenían sus propios tesoros que enterraban junto a los muertos.
En ese momento el pico de Steve golpeó sobre un trozo de metal y gritó exultante. Lo cogió y lo sostuvo en alto cerca de los ojos, aguzando la vista a la luz cada vez más débil. Estaba manchado y corroído con óxido, tan fino por el desgaste como un papel, pero supo enseguida de qué se trataba: la roseta de una espuela, sin duda de origen español, con sus crueles y largas puntas. En ese momento se paró en seco, completamente anonadado. Ningún español había levantado ese túmulo, pues había marcas innegables de construcción indígena. Sin embargo, ¿cómo es que había una reliquia de caballeros españoles escondida profundamente bajo el suelo compacto?

Brill sacudió la cabeza y reanudó el trabajo. Sabía que en el centro del túmulo, si realmente era una tumba indígena, encontraría una cámara estrecha construida con pesadas piedras que contendría los huesos del jefe por el que se había construido la tumba y las víctimas sacrificadas sobre él. Y en la creciente oscuridad notó que su pico golpeaba fuertemente contra una superficie impenetrable de algo parecido al granito. Tras palpar con la mano y mirar por el agujero excavado, comprobó que se trataba de un bloque sólido de piedra, toscamente tallado. Sin duda era uno de los extremos de la cámara mortuoria. Era inútil intentar romperlo, de modo que desconchó y picó la superficie, retirando la suciedad y los guijarros de las esquinas, hasta que comprobó que lo único que se podía hacer para levantarlo era hundir el pico por debajo y hacer palanca.
Pero ahora repentinamente fue consciente de que ya había caído la noche. Bajo la luna nueva los objetos se veían borrosos y misteriosos. Su potro mesteño relinchó en el corral, de donde llegaba el reconfortante crujir de mandíbulas de las cansadas bestias masticando maíz. Un chotacabras cantó lúgubremente desde las oscuras sombras del angosto y serpenteante riachuelo. Brill se enderezó de mala gana. Sería mejor coger un quinqué y continuar su exploración con luz.
Se tocó los bolsillos barajando la idea de quitar la piedra y explorar la cavidad a la luz de las cerillas. Luego se tensó. ¿Era su imaginación o acababa de oír un débil y siniestro crujido que parecía provenir de detrás del bloque de piedra? ¡Serpientes! Sin duda había agujeros en algún extremo de la base del túmulo, de modo que no sería raro que se cobijaran allí una docena de serpientes de cascabel de lomo de diamante enroscadas en aquella cámara con apariencia de cueva, esperando que introdujera las manos entre ellas. Tembló ligeramente ante la idea y salió rápidamente del hoyo que había cavado.
Desde luego, no era una buena idea hurgar a ciegas dentro de agujeros. Y durante los últimos minutos, ahora se daba cuenta, había estado percibiendo un tenue olor que salía de entre los intersticios que había alrededor del bloque de piedra, aunque admitió que podría tratarse del hedor típico de reptiles o de cualquier otro hedor amenazante. Olía ligeramente a osario, y a gases acumulados en la cámara de los muertos, sin duda peligrosos para los vivos.
Steve dejó el pico y regresó a la casa, impaciente por la obligada interrupción. Al entrar en el edificio a oscuras, encendió una cerilla y localizó el quinqué de queroseno que colgaba de un clavo en la pared. Sacudiéndolo, comprobó que estaba casi lleno de aceite de carbón, y lo encendió. A continuación volvió a salir hacia la tumba; la excitación no le permitía pararse ni tan siquiera a tomar un bocado. El hecho en sí de abrir y profanar el túmulo le intrigaba, como intrigaría a cualquier hombre con imaginación, y el descubrimiento de la espuela española había estimulado su curiosidad.

Salió a toda prisa de la cabaña, y el oscilante quinqué reflejaba largas y distorsionadas sombras frente a él y a sus espaldas. Se rió imaginándose los pensamientos y acciones de López cuando se enterase por la mañana de que su túmulo prohibido había sido profanado. Hacía bien en abrirlo esa noche, reflexionó Brill. López podría incluso haber intentado detenerle para que no lo abriese, si es que conocía su secreto.
En el ensoñador sosiego de la noche veraniega, Brill llegó al túmulo… levantó el quinqué… y maldijo estupefacto. El quinqué iluminó el hoyo excavado, las herramientas esparcidas por el suelo, donde las había dejado… ¡y una gran abertura negra! El enorme bloque de piedra estaba al fondo del hoyo que había excavado, como si hubiera sido apartado descuidadamente a un lado. Adelantó el quinqué con cautela y echó un vistazo a la pequeña cámara con aspecto de cueva, esperando descubrir algo. Pero allí sólo estaban las paredes en piedra viva de la celda estrecha y alargada, lo suficientemente grande para alojar el cuerpo de un hombre, y que aparentemente había sido construida con bloques toscamente tallados pero ingeniosa y sólidamente ensamblados.
—¡López! —exclamó Steve furioso—. ¡Sucio coyote! Seguro que ha estado espiándome mientras trabajaba… y cuando fui a por el quinqué se coló aquí, movió la roca y agarró todo lo que había ahí dentro… ¡Maldita sea su sombra, le daré su merecido!
Airado, apagó el quinqué y escudriñó a través del valle recubierto de yerbajos. Y mientras estaba allí mirando, algo le hizo ponerse en tensión. Una sombra se movía en un extremo de la colina que ocultaba la cabaña de López. La delgada luna se estaba poniendo y la débil luz y el efecto de las sombras eran desconcertantes. Pero los ojos de Steve estaban afinados por el sol y los vientos de los desiertos, y sabía que lo que desaparecía por la suave pendiente de la colina de mezquites era una criatura de dos piernas.
—Ahí va corriendo que se las pela a su cabaña —gruñó Brill—. Seguro que se ha hecho con algo de valor, o no estaría moviéndose a esa velocidad.
Brill tragó saliva, preguntándose por qué se había apoderado de él un extraño temblequeo. ¿Qué había de inusual en un viejo mexicano ladrón corriendo a casa con su botín? Intentó reprimir la sensación de que había algo peculiar en el modo de andar de la sombría silueta, que le había parecido que se movía con rápido paso furtivo. Vaya, el viejo y fornido Juan López debía de tener mucha necesidad de moverse rápido para ir a un ritmo tan extraño.
—Sea lo que sea que haya encontrado es tan mío como suyo —maldijo Brill, intentando alejar su mente la extraña manera de huir de la criatura—. Me arrendaron estas tierras y encima he hecho la mayor parte del trabajo cavando. ¡Maldita sea, diablos! No me extraña que me contase todas esas historias. Quería que dejase el túmulo tranquilo para poder quedárselo él. Es extraño que no lo hubiera desenterrado mucho antes. Pero uno nunca sabe cuando se trata de mexicanos.

Mientras reflexionaba sobre todo esto, Brill bajaba a zancadas la suave pendiente del prado en dirección al riachuelo. Se adentró en las sombras de los árboles y densos arbustos y cruzó el seco cauce del riachuelo, percatándose vagamente de que no se oía ni al chotacabras ni a la lechuza en la oscuridad. Había una expectante y vigilante tensión en la noche que no le hacía ninguna gracia. Las sombras en el cauce del riachuelo parecían demasiado densas, demasiado aterradoras. En ese momento deseó no haber apagado el quinqué, que aún llevaba con él, y se alegró de haber traído el pico, que sujetaba como un hacha de guerra en la mano derecha. Sintió el impulso de ponerse a silbar para romper el silencio, pero luego blasfemó y desechó la idea. Sin embargo se alegró aliviado cuando subió la ribera al otro lado del cauce y volvió a emerger bajo la luz de las estrellas.
Rebasó la cima y miró abajo, donde estaba la escuálida choza de López. Se veía una luz en una de las ventanas.
—Recogiendo el equipaje para largarse, supongo —gruñó Steve—. Oh, qué demonios…
En ese momento se tambaleó como si hubiera recibido un impacto físico al escuchar un terrorífico alarido rasgando la quietud. Deseó taparse las orejas con las manos para acallar el horror de aquel grito, que se elevó insoportablemente hasta quedar reducido finalmente a un abominable gorgoteo.
—¡Dios mío! —Steve sintió que le empapaba un sudor frío—. López… o alguien…
Incluso en el momento de pronunciar estas palabras bajaba corriendo por la colina tan rápido como sus largas piernas le permitían. Algún terror impronunciable se estaba desatando en aquella solitaria caseta, pero él iba a averiguarlo aunque significase enfrentarse con el mismísimo Diablo. Aferró con más fuerza el mango del pico y corrió.
Forajidos errantes, que tal vez estaban asesinando al viejo López por el botín que había cogido del túmulo, pensó Steve, y en ese momento olvidó toda su ira. Lo iba a pasar mal quien estuviera asaltando al viejo sinvergüenza, por muy ladrón que éste fuera.
Saltó sobre el llano, corriendo con todas sus fuerzas… y entonces la luz de la cabaña se apagó y Steve se tambaleó pasmado en plena carrera, chocándose contra un mezquite con tal fuerza que le hizo escupir un gemido, y arañándose las manos con las espinas. Rebotando y blasfemando, volvió a correr hacia la choza preparándose mentalmente para lo que pudiera ver allí, mientras los pelos se le erizaban ante lo que ya había visto.

Intentó abrir la única puerta de la caseta y comprobó que estaba cerrada. Gritó a López, y no recibió respuesta alguna. Sin embargo, el silencio no era total. Desde el interior llegaba un curioso y amenazador sonido que cesó en cuanto Brill golpeó la puerta con el pico. El endeble portón se hizo astillas y Brill se abalanzó al interior de la oscura cabaña con los ojos centelleantes y el pico en alto preparado para un ataque desesperado. Pero ningún sonido rasgó el lúgubre silencio, y en la oscuridad nada se movía, aunque la caótica imaginación de Brill pobló las sombrías esquinas de la choza con formas horrendas.
Con la mano húmeda por el sudor, encontró una cerilla y la encendió. Aparte de él, tan sólo López ocupaba la estancia… el viejo López, muerto sobre el sucio suelo, con los brazos extendidos a los lados como en un crucifijo, y la boca colgante abierta y una expresión de estupidez, mientras los ojos aparecían totalmente abiertos en una aterrada mirada que a Brill le resultó intolerable de contemplar. Una de las ventanas estaba abierta, mostrando por dónde había escapado el asesino, y puede que también por dónde había entrado. Brill se acercó a aquella ventana y miró fuera con precaución. Tan sólo vio la ladera de la colina a un lado, y el llano de mezquites al otro. De pronto dio un respingo… ¿era aquello un indicio de movimiento entre las raquíticas sombras de los mezquites y chaparrales… o simplemente se había imaginado que veía una borrosa forma avanzando ágilmente entre los árboles?
Se giró mientras la cerilla se apagaba chamuscándole los dedos.
Encendió la vieja lámpara de aceite de carbón que estaba sobre la tosca mesa, soltando blasfemias al quemarse la mano. La esfera de la lámpara estaba muy caliente, como si hubiera estado ardiendo durante horas.
De mala gana se giró hacia el cadáver que yacía en el suelo. Fuera cual fuera la muerte que había acabado con López, ésta había sido horrible; pero Brill, examinando cuidadosamente al hombre muerto, no encontró herida alguna… ni marca de cuchillo ni de contusión.
Pero… espera… Había un fino hilo de diminutos pinchazos en la garganta de López, de los que manaba sangre lentamente. Al principio pensó que habían sido hechos con un estilete, o un fino punzón de punta redonda, pero luego negó con la cabeza. Ya había visto antes heridas de estilete, él mismo tenía la cicatriz de una en su cuerpo. Estas heridas recordaban más bien la mordedura de algún animal… parecían marcas de colmillos afilados.
Sin embargo, no parecían lo suficientemente profundas como para causarle la muerte a alguien, ni tampoco había salido demasiada sangre a través de ellas. Una idea, abominable y de terribles significaciones, comenzó a apoderarse de los rincones oscuros de su mente: que López había muerto de miedo y que las heridas habían sido infringidas o bien simultáneamente en el momento de su muerte, o unos instantes después.
Pero Brill detectó algo más. Desparramadas por el suelo se veían varias hojas de papel sucias, con los garabatos de la tosca letra del viejo mexicano… Tal como había anunciado, había estado escribiendo sobre la maldición del túmulo. Tenía las hojas en las que había escrito, y el trozo de lápiz en el suelo, y tenía también la esfera caliente de la lámpara, todos ellos testigos mudos de que el viejo mexicano había permanecido sentado a la rústica mesa escribiendo durante horas. De modo que no había sido él quien había abierto la cámara del sepulcro y robado su contenido… Pero ¿quién lo había hecho, entonces, en nombre del cielo? ¿Y quién o qué era lo que Brill había visto moviéndose con rapidez en la cima de la colina?

Bueno, tan sólo cabía hacer una cosa; ensillar su mustang y cabalgar las diez millas que lo separaban de Coyote Wells, la población más cercana, e informar allí al sheriff del asesinato.
Recogió los papeles. El último estaba aún arrugado entre los crispados dedos del viejo y Brill pudo recuperarlo con cierta dificultad. Entonces, al girarse para apagar la luz, permaneció indeciso, y se maldijo a sí mismo por el miedo reptante que crecía en el fondo de su mente… miedo a la lúgubre forma que había visto cruzar la ventana un segundo antes de que se apagara la luz en la cabaña. Probablemente se trataba del largo brazo del asesino, pensó, extendido para apagar la lámpara, sin duda. ¿Qué era lo anormal o inhumano que había detectado en aquella visión, a pesar de estar distorsionada por la tenue luz de la lámpara y las sombras? Como un hombre que lucha por recordar los detalles de una pesadilla, Steve intentó definir en su mente algún motivo claro que explicase por qué aquella fugaz visión lo había sobrecogido hasta el punto de hacerle chocar de frente contra un árbol, y por qué el mero y vago recuerdo de ello le producía ahora un profuso sudor frío.
Maldiciéndose a sí mismo para recobrar parte del coraje, encendió su quinqué, apagó la lámpara que había encima de la mesa y avanzó con decisión agarrando su pico como si fuera una espada. Después de todo, ¿por qué unas simples irregularidades en un sórdido caso de asesinato iban a afectarle tanto? Estos crímenes eran abominables, es cierto, pero también eran lo suficientemente comunes, especialmente entre mexicanos que alimentaban disputas de lo más estrafalarias.
Salió a la silenciosa noche salpicada de estrellas, pero enseguida se paró en seco. Del otro lado del riachuelo se oyó el repentino y sobrecogedor relincho de un caballo totalmente aterrorizado… luego un enloquecido entrechocar de cascos alejándose en la distancia. Brill maldijo iracundo y consternado. ¿Se trataría de una pantera que merodeaba por las colinas… o tal vez un gato gigante lo que había asesinado al viejo López? Pero, entonces, ¿por qué la víctima no estaba marcada con las heridas de fieras y curvadas garras? ¿Y quién apagó la luz de la cabaña?
Mientras se hacía estas preguntas, Brill corría a toda pastilla hacia el oscuro riachuelo. Ningún vaquero permanece impasible ante la estampida de su ganado. Al cruzar la oscuridad de la maleza que rodeaba el cauce seco, notó que su lengua estaba extrañamente seca. Siguió tragando saliva y sostuvo en alto la linterna. Poco efecto hacía en la penumbra, pero parecía acentuar la negrura de las agobiantes sombras. Por alguna extraña razón, en la caótica mente de Brill surgió la idea de que, a pesar de que la tierra era nueva para los anglosajones, en realidad era muy vieja. Aquella tumba rota y profanada era la prueba silenciosa de que estas tierras habían acogido al hombre desde tiempos inmemoriales, y repentinamente la noche, las colinas y las sombras se cernieron sobre él con una sensación de repugnante antigüedad. Aquí habían vivido y muerto largas generaciones de hombres antes de que los antepasados de Brill hubieran siquiera tenido noticia de la existencia de estas tierras. De noche, entre las sombras de este mismo riachuelo, sin duda había habido hombres que habían sacrificado sus almas de forma a cada cual más terrible. Con estos pensamientos, se apresuró entre las sombras de los frondosos árboles.

Profundamente aliviado, exhaló aire cuando emergió de entre los árboles ya en tierra propia. Subió a toda prisa la suave pendiente hasta el cercado del corral y lo enfocó con la linterna. El corral estaba vacío; ni siquiera se veía a la plácida vaca. Y los barrotes estaban echados. Aquello apuntaba a un agente humano implicado en el asunto, lo cual lo hacía un tanto más siniestro. Alguien intentaba que Brill no cabalgase a Coyote Wells esa noche. Significaba que el asesino intentaba huir y quería conseguir suficiente ventaja para escapar de la ley, o si no… Brill sonrió irónicamente. A lo lejos, al otro lado de un llano de mezquites, le pareció oír todavía el débil y lejano ruido de caballos al galope. En nombre de Dios, ¿qué es lo que los había asustado de esa manera? Gélidos dedos de terror le recorrieron estremecedoramente la columna vertebral.
Steve se dirigió a la casa. No entró directamente. Se arrastró apartándose y rodeando la cabaña, mirando sobrecogido hacia las oscuras ventanas, escuchando con dolorosa atención para detectar cualquier ruido que delatase la presencia del asesino. Finalmente, se aventuró a entrar. Lanzó con fuerza la puerta hacia atrás y contra la pared para comprobar que no había nadie escondido allí, levantó la linterna y entró con el corazón latiéndole violentamente y sujetando el pico con fiereza. Sus sentimientos eran una mezcla de miedo y roja ira. Pero ningún asesino escondido se abalanzó sobre él, y una exhaustiva exploración de la cabaña no reveló nada.
Con un suspiro de alivio, cerró las puertas, aseguró las ventanas y encendió su vieja lámpara de aceite de carbón. La imagen del viejo López yaciendo en el suelo, un cadáver de ojos vidriosos abandonado en la cabaña al otro lado del riachuelo, le hizo estremecerse y temblar, pero no tenía intención de comenzar su viaje a la ciudad de noche.
Sacó de un escondrijo su viejo y leal Colt 45, giró el cilindro de acero azul, y sonrió tristemente. Quizás el asesino tenía la intención de no dejar vivo a ningún testigo de su crimen. Bueno, ¡pues que viniera! El, o ellos, descubrirían que un joven vaquero con un revólver de seis disparos no es tan fácil de atrapar como un viejo desarmado. Y aquello le hizo acordarse de los papeles que había cogido de la choza.
Asegurándose de que no estaba en línea de fuego de alguna ventana por la que pudiera entrar una bala, se dispuso a leer, con una oreja alerta a cualquier ruido sigiloso.
Y mientras leía el tosco y retorcido escrito, un lento y gélido horror fue creciendo
en su alma. Era una historia de terror que el viejo mexicano había garabateado… una historia que había ido pasando de generación en generación… una historia de épocas antiguas.
Y Brill leyó acerca de las andanzas del caballero Hernando de Estrada y sus lanceros con armadura, que se adentraron en los desiertos del suroeste cuando todo era extraño y desconocido. Al principio eran unos cuarenta entre soldados, sirvientes y señores, según narraba el manuscrito. Estaban el capitán De Estrada, y el sacerdote, y el joven Juan Zavilla y don Santiago de Valdez, un misterioso noble que había sido rescatado de un barco a la deriva en el mar Caribe; el resto de la tripulación y los pasajeros habían muerto de una plaga, según dijo el tal Valdez, y había lanzado sus cadáveres por la borda. Así que De Estrada lo hizo subir a bordo del barco que portaba la expedición de España, y De Valdez se unió a sus exploraciones.
Brill leyó algo sobre sus andanzas, narradas en el crudo estilo del viejo López, según había sido contado por sus antepasados durante más de trescientos años. Las crudas palabras escritas reflejaban débilmente los terribles sufrimientos que los exploradores padecieron; sequías, sed, inundaciones, tormentas de arena en el desierto, las flechas de los hostiles pieles rojas. Pero había otra amenaza en la narración de López; un monstruo abominable que acechó y atacó a la solitaria caravana que vagaba a través de la inmensidad de la naturaleza. Hombre a hombre, todos fueron cayendo, y ninguno supo quién fue el asesino. El miedo y las negras suposiciones se extendieron por la expedición como una gangrena, y el jefe no sabía hacia dónde dirigirse. De una cosa estaban seguros: entre ellos había un demonio con forma humana.
Los hombres comenzaron a distanciarse unos de otros, a esparcirse y separarse en la fila en la que marchaban, y estas sospechas mutuas que hacían que se buscase seguridad en la soledad facilitó las cosas al demonio. El esqueleto de la expedición avanzaba tambaleante a través de la maleza, perdidos, aturdidos y desvalidos, y el horror invisible aún flotaba entre sus filas, abatiendo y arrastrando a los rezagados, asaltando a centinelas somnolientos y hombres dormidos. Y en todas las gargantas se hallaban heridas de unos colmillos afilados que desangraban a la víctima hasta dejar la carne macilenta y blanca; y de este modo los vivos fueron conscientes del tipo de ser infernal al que se enfrentaban. Los hombres giraban como peonzas por entre la maleza, invocando a los santos, o pronunciando blasfemias aterrorizados, luchando frenéticamente contra el sueño, hasta que caían exhaustos y el sueño los embargaba de horror y muerte.
Las sospechas se centraron en un negro enorme, un esclavo caníbal de Calabar. Y lo encadenaron. Y entonces Juan Zavilla desapareció al igual que los anteriores, y luego le llegó el turno al sacerdote. Pero el sacerdote logró repeler a su demoníaco asaltante y vivió lo suficiente para susurrar el nombre del demonio a De Estrada. Y Brill, sobrecogido y con los ojos como platos, leyó:

«… y ahora era evidente para De Estrada que el buen sacerdote había dicho la verdad, y que el asesino era don Santiago de Valdez, un vampiro, un no-muerto, que existía gracias a la sangre de los vivos. Y De Estrada recordó entonces a un noble loco que había merodeado por las montañas de Castilla desde los tiempos de los Moros, que se alimentaba de la sangre de víctimas desamparadas, lo cual le otorgaba una terrorífica inmortalidad. Este noble había sido expulsado y nadie sabía dónde se había refugiado, pero parecía obvio que él y don Santiago eran la misma persona. Había huido de España en barco, y De Estrada sabía que los hombres de ese barco habían muerto, no por una plaga como había fingido el demonio, sino por los colmillos del vampiro.
De Estrada y el negro, acompañados por los pocos soldados que aún vivían, salieron en su busca y lo encontraron refocilándose en un sueño bestial entre unos matorrales del chaparral; estaba hastiado con la sangre de su última víctima. Es bien sabido que un vampiro, al igual que una gran serpiente cuando ha saciado su apetito, cae en un sueño profundo y puede ser atrapado sin peligro. Pero De Estrada no sabía qué hacer con el monstruo, porque ¿cómo se podría asesinar a un muerto? Un vampiro es un hombre que murió tiempo atrás, y sin embargo revive imbuido con alguna clase de execrable no-vida. Los hombres le conminaron a que clavara una estaca en el corazón de la bestia y le cortase la cabeza, pronunciando las palabras sagradas que destruirían su cuerpo muerto y lo convertirían en polvo, pero el sacerdote estaba muerto y De Estrada temía que durante el acto el monstruo se despertase.
Así pues… tomaron a don Santiago levantándolo suavemente y lo llevaron hasta un viejo túmulo indio que había cerca. Lo abrieron, sacaron los huesos que encontraron allí, colocaron al vampiro dentro y sellaron el túmulo. Y que así permanezca hasta el día del Juicio Final.
Es un lugar maldito, y desearía haberme muerto de hambre en cualquier otro lugar antes de haber acabado en este rincón del país buscando trabajo… porque desde mi niñez he sabido acerca de esta tierra y del riachuelo… y del túmulo que cobija su horrible secreto; así que ya ve, señor Brill, por qué no debe abrir el túmulo y despertar al demonio…».

El manuscrito acababa ahí, con un garabato errático del lápiz que había rasgado la arrugada hoja.
Brill se levantó con el corazón latiéndole agitadamente, el rostro lívido y la lengua clavada al paladar. Carraspeó y recobró el habla.
—Por eso estaba la espuela en el túmulo… se le caería a uno de los españoles cuando cavaban… y yo debí haber supuesto que había sido excavada anteriormente, al ver el carbón agrietado y esparcido alrededor… pero, por todos los santos…

Horrorizado, se estremeció ante las negras visiones… un monstruoso no-muerto removiéndose en la penumbra de su tumba, golpeando desde dentro para apartar la piedra que había sido desencajada por el pico de la ignorancia… una forma sombría deambulando por la colina hacia una luz que delataba una presa humana… un aterrador y largo brazo que cruzaba una ventana tenuemente iluminada…
—¡Es una locura! —jadeó—. ¡López estaba loco de remate! ¡Los vampiros no existen! Y si existieran, ¿por qué no me atacó a mí primero, en lugar de a López… a menos que estuviese explorando la zona, asegurándose de todo antes de atacar? ¡Ah, demonios! ¡Todo esto no son más que cuentos…!
Las palabras se le helaron en la garganta. Un rostro lo observaba desde la ventana y le farfullaba palabras silenciosamente. Dos gélidos ojos le atravesaron hasta el alma. Un alarido explotó en su garganta y aquel fantasmal rostro desapareció. Pero el mismo aire estaba impregnado del terrible hedor que había flotado en el milenario túmulo. Y entonces la puerta crujió… y se combó lentamente hacia dentro. Brill retrocedió hasta quedar pegado contra la pared, con la pistola agitándose en su mano. No se le ocurrió disparar a través de la puerta; en su caótico cerebro tan sólo había un pensamiento: que solamente aquel fino portal de madera lo separaba de un horror procedente de las entrañas de la noche y la penumbra y el oscuro pasado. Tenía los ojos distendidos cuando vio cómo cedía la puerta y oyó que los tornillos de las bisagras crujían.
La puerta reventó hacia el interior. Steve Brill no gritó. Tenía la lengua inmovilizada contra la parte superior de la boca. Sus aterrorizados ojos percibieron la alta figura con forma de buitre… los gélidos ojos, las largas y negras uñas… la mohosa mortaja, abominablemente vieja… las altas botas con espuelas… el desgarbado sombrero con su pluma arrugada… la capa ondeante cortada en largos jirones.
Enmarcada por el negro umbral se cernía aquella detestable figura procedente de tiempos pasados, y la mente de Brill comenzó a girar. Un frío salvaje manaba de la figura… un hedor a arcilla mohosa y a detritus de osario.
Y entonces el no-muerto se abalanzó sobre el vivo como un buitre cayendo en picado.
Brill disparó a quemarropa y vio unos trozos de tela podrida que salían disparados del pecho de la Cosa. El vampiro se tambaleó virando por el impacto de la pesada bala, luego volvió a erguirse y reanudó su aproximación con aterradora velocidad. Brill se tambaleó hacia atrás contra la pared dejando escapar un grito ahogado, y la pistola se le cayó de su temblorosa mano. Las negras leyendas eran ciertas… las armas humanas no servían de nada, y es que ¿acaso se puede matar a uno ya muerto hace siglos como se mata a los mortales?
Entonces las garras aferradas a su cuello provocaron en el vaquero una frenética locura. Al igual que sus antepasados pioneros luchaban cuerpo a cuerpo contra enemigos terroríficos, Steve Brill luchó contra la gélida y muerta cosa reptante que quería arrebatarle la vida y el alma.

De aquella terrible batalla Brill nunca pudo recordar mucho. Fue un caos ciego en el que él chillaba como un animal, arañaba, golpeaba y embestía, y unas largas y negras uñas similares a garras de pantera lo destrozaban, y dientes afilados le mordían una y otra vez en la garganta. Rodando y tropezando por la habitación, ambos medio cubiertos por los mohosos pliegues de la antigua capa putrefacta, se golpeaban y arañaban entre las ruinas del mobiliario destrozado, y la furia del vampiro no era más terrible que la desesperación aterrorizada de su víctima.
Cayeron con gran estruendo sobre la mesa y la lámpara de aceite se hizo añicos en el suelo, salpicando las paredes de súbitas llamas. Brill sintió la mordedura del aceite en llamas que le había salpicado, pero en la roja demencia de la pelea no le prestó atención. Las negras garras se hundían en su piel, los ojos inhumanos le quemaban el alma; entre sus crispados dedos la marchita piel del monstruo se notaba dura como madera seca. Y oleada tras oleada de ciega locura embargaban a Steve Brill. Como un hombre luchando contra una pesadilla, gritaba y golpeaba, mientras a su alrededor el fuego se elevaba y lamía las paredes y el techo.
Atravesando fogonazos y lenguas de fuego, dieron vueltas y rodaron como un demonio y un mortal guerreando en los suelos llameantes del infierno. Y en el creciente tumulto de las llamas, Brill se preparó para un ultimo y volcánico ataque de frenética fuerza. Alejándose tambaleante, jadeando y sangrando, se lanzó ciegamente contra la terrible forma y la inmovilizó en un abrazo del que ni siquiera el vampiro pudo zafarse. Y volteando a su demoníaco atacante, lo lanzó contra el extremo de la mesa que había quedado hacia arriba al caer, como cuando se rompe un trozo de madera contra la rodilla. Algo se quebró como una rama y el vampiro se desplomó soltándose de las manos de Brill y se retorció en una extraña postura descoyuntada sobre el suelo en llamas. Sin embargo, no estaba muerto, sus centelleantes ojos aún ardían mirando a Brill con terrible voracidad, y luchaba por arrastrarse hasta él con la espalda rota, como se arrastra una serpiente moribunda.
Brill, tambaleándose y jadeando, se sacudió la sangre de los ojos y salió a trompicones por la puerta rota. Y como un hombre que escapa de las puertas del infierno, corrió despavorido a través de mezquites y chaparral hasta derrumbarse exhausto. Miró hacia atrás y pudo ver las llamas de la casa ardiendo…
Y entonces dio gracias a Dios de que ardiese hasta que los mismísimos huesos de don Santiago de Valdez se extinguieran para siempre consumidos y alejados de la conciencia de los hombres.

Robert E. Howard

The Horror from the Mound (1932).

Nota: Aunque el inicio del relato no concuerda del todo, yo diría que la traducción es de Marta Lila Murillo, para la antología Canaan negro de la editorial Valdemar.

El texto original en inglés lo podéis encontrar en este link.

 

La resucitada – Un relato de Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán casi no necesita presentación, es una de las grandes escritoras que han dado las letras hispanas. Poseedora de una mente privilegiada, fue toda una revolucionaria para su época, reivindicando y defendiendo los derechos de las mujeres y la igualdad. Además de novelista, fue poetisa, ensayista, periodista, crítica literaria, profesora de universidad y dramaturga. Autora de novelas como La madre naturaleza, La tribuna, Insolación, El saludo de las brujas o su obra maestra: Los pazos de Ulloa. Su estilo fue variando del realismo de las primeras obras al simbolismo, pasando por el naturalismo (del que fue impulsora en España) y el espiritualismo literario.

Rica de cuna, ya que provenía de una familia de la aristocracia gallega, la condesa de Pardo Bazán tuvo una educación privilegiada y fue una viajera incansable. El sexismo reinante y su posición feminista le acarrearon no pocos problemas a lo largo de su vida, uno de ellos, el rechazo por tres veces de su candidatura a la Real Academia Española. Además su ensayo titulado La cuestión palpitante, le costó el matrimonio, ya que su marido, horrorizado por el revuelo que había montado en los estamentos religioso y político, le pidió que se retractara y dejara de escribir, a lo que Pardo Bazán se negó. Estás situaciones y alguna más, provocaron que en su día declarara, no sin razón: “Si en mi tarjeta pusiera Emilio, en lugar de Emilia, que distinta habría sido mi vida”. A pesar de ello, llegó a ser la primera mujer presidenta de la sección de literatura del Ateneo de Madrid y nombrada consejera de Instrucción Pública por el rey Alfonso XIII. Admiradora de Zola y Tolstoi, estuvo muy influenciada por ambos en distintas etapas de su carrera. Persona de gran actividad social, cultivó amistades como Unamuno, Sorolla, Cánovas, Carvajal y sobre todo con Benito Pérez Galdós, amistad que con el tiempo desembocaría en un apasionado romance.

Su producción cuentística fue impresionante: más de 650 cuentos publicados en diversos periódicos y revistas de la época, muchos de ellos de gran factura, acabaron recopilados en varios volúmenes. En sus relatos Pardo Bazán trató temas históricos, realistas, policiacos, feministas, intimistas o la violencia ejercida sobre las mujeres. También escribió relatos fantásticos, de misterio y de terror, como el que os presento hoy.

La resucitada apareció en el diario El imparcial en junio de 1908, para más tarde ser incluido en el volumen Cuentos trágicos, publicado en 1912. A mi entender el tema del cuento: la muerta que vuelve de la tumba, está de alguna manera influenciado por Poe y su relato Ligeia. Solo que el enfoque de la escritora gallega es diametralmente opuesto, pero no por ello menos efectivo y macabro. A mi me encanta y espero que a vosotros también. Ya sabéis, espero vuestros comentarios. Un saludo.

La resucitada

Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo.

Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce le impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía -como se percibe entre sueños- lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios…, y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced.

Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía. ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar el amanecer en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena… Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.

Era suya: pertenecía a su familia en patronato. Dorotea alumbraba perpetuamente, con rica lámpara de plata, a la santa imagen de Nuestro Señor de la Penitencia. Bajo la capilla se cobijaba la cripta, enterramiento de los Guevara Benavides. La alta reja se columbraba a la izquierda, afiligranada, tocada a trechos de oro rojizo, rancio. Dorotea elevó desde su alma una deprecación fervorosa al Cristo. ¡Señor! ¡Que encontrase puestas las llaves! Y las palpó: allí colgaban las tres, el manojo; la de la propia verja, la de la cripta, a la cual se descendía por un caracol dentro del muro, y la tercera llave, que abría la portezuela oculta entre las tallas del retablo y daba a estrecha calleja, donde erguía su fachada infanzona el caserón de Guevara, flanqueado de torreones. Por la puerta excusada entraban los Guevara a oír misa en su capilla, sin cruzar la nave. Dorotea abrió, empujó… Estaba fuera de la iglesia, estaba libre.

Diez pasos hasta su morada… El palacio se alzaba silencioso, grave, como un enigma. Dorotea cogió el aldabón trémula, cual si fuese una mendiga que pide hospitalidad en una hora de desamparo. «¿Esta casa es mi casa, en efecto?», pensó, al secundar al aldabonazo firme… Al tercero, se oyó ruido dentro de la vivienda muda y solemne, envuelta en su recogimiento como en larga faldamenta de luto. Y resonó la voz de Pedralvar, el escudero, que refunfuñaba:

-¿Quién? ¿Quién llama a estas horas, que comido le vea yo de perros?

-Abre, Pedralvar, por tu vida… ¡Soy tu señora, soy doña Dorotea de Guevara!… ¡Abre presto!…

-Váyase enhoramala el borracho… ¡Si salgo, a fe que lo ensarto!…

-Soy doña Dorotea… Abre… ¿No me conoces en el habla?

Un reniego, enronquecido por el miedo, contestó nuevamente. En vez de abrir, Pedralvar subía la escalera otra vez. La resucitada pegó dos aldabonazos más. La austera casa pareció reanimarse; el terror del escudero corrió al través de ella como un escalofrío por un espinazo. Insistía el aldabón, y en el portal se escucharon taconazos, corridas y cuchicheos. Rechinó, al fin, el claveteado portón entreabriendo sus dos hojas, y un chillido agudo salió de la boca sonrosada de la doncella Lucigüela, que elevaba un candelabro de plata con vela encendida, y lo dejó caer de golpe; se había encarado con su señora, la difunta, arrastrando la mortaja y mirándola de hito en hito…

Pasado algún tiempo, recordaba Dorotea -ya vestida de acuchillado terciopelo genovés, trenzada la crencha con perlas y sentada en un sillón de almohadones, al pie del ventanal-, que también Enrique de Guevara, su esposo, chilló al reconocerla; chilló y retrocedió. No era de gozo el chillido, sino de espanto… De espanto, sí; la resucitada no lo podía dudar. Pues acaso sus hijos, doña Clara, de once años; don Félix de nueve, ¿no habían llorado de puro susto cuando vieron a su madre que retornaba de la sepultura? Y con llanto más afligido, más congojoso que el derramado al punto en que se la llevaban… ¡Ella que creía ser recibida entre exclamaciones de intensa felicidad! Cierto que días después se celebró una función solemnísima en acción de gracias; cierto que se dio un fastuoso convite a los parientes y allegados; cierto, en suma, que los Guevaras hicieron cuanto cabe hacer para demostrar satisfacción por el singular e impensado suceso que les devolvía a la esposa y a la madre… Pero doña Dorotea, apoyado el codo en la repisa del ventanal y la mejilla en la mano, pensaba en otras cosas.

Desde su vuelta al palacio, disimuladamente, todos le huían. Dijérase que el soplo frío de la huesa, el hálito glacial de la cripta, flotaba alrededor de su cuerpo. Mientras comía, notaba que la mirada de los servidores, la de sus hijos, se desviaba oblicuamente de sus manos pálidas, y que cuando acercaba a sus labios secos la copa del vino, los muchachos se estremecían. ¿Acaso no les parecía natural que comiese y bebiese la gente del otro mundo? Y doña Dorotea venía de ese país misterioso que los niños sospechan aunque no lo conozcan… Si las pálidas manos maternales intentaban jugar con los bucles rubios de don Félix, el chiquillo se desviaba, descolorido él a su vez, con el gesto del que evita un contacto que le cuaja la sangre. Y a la hora medrosa del anochecer, cuando parecen oscilar las largas figuras de las tapicerías, si Dorotea se cruzaba con doña Clara en el comedor del patio, la criatura, despavorida, huía al modo con que se huye de una maldita aparición…

Por su parte, el esposo -guardando a Dorotea tanto respeto y reverencia que ponía maravilla-, no había vuelto a rodearle el fuerte brazo a la cintura… En vano la resucitada tocaba de arrebol sus mejillas, mezclaba a sus trenzas cintas y aljófares y vertía sobre su corpiño pomitos de esencias de Oriente. Al trasluz del colorete se transparentaba la amarillez cérea; alrededor del rostro persistía la forma de la toca funeral, y entre los perfumes sobresalía el vaho húmedo de los panteones. Hubo un momento en que la resucitada hizo a su esposo lícita caricia; quería saber si sería rechazada. Don Enrique se dejó abrazar pasivamente; pero en sus ojos, negros y dilatados por el horror que a pesar suyo se asomaba a las ventanas del espíritu; en aquellos ojos un tiempo galanes atrevidos y lujuriosos, leyó Dorotea una frase que zumbaba dentro de su cerebro, ya invadido por rachas de demencia.

-De donde tú has vuelto no se vuelve…

Y tomó bien sus precauciones. El propósito debía realizarse por tal manera, que nunca se supiese nada; secreto eterno. Se procuró el manojo de llaves de la capilla y mandó fabricar otras iguales a un mozo herrero que partía con el tercio a Flandes al día siguiente. Ya en poder de Dorotea las llaves de su sepulcro, salió una tarde sin ser vista, cubierta con un manto; se entró en la iglesia por la portezuela, se escondió en la capilla de Cristo, y al retirarse el sacristán cerrando el templo, Dorotea bajó lentamente a la cripta, alumbrándose con un cirio prendido en la lámpara; abrió la mohosa puerta, cerró por dentro, y se tendió, apagando antes el cirio con el pie…

– Emilia Pardo Bazán.

La resucitada” (1908).

Otra vuelta de tuerca

¿Qué es un fantasma?, ¿es el espíritu errante de un muerto?, ¿es la proyección de la mente de un vivo? o ¿puede ser energía impresa en un lugar u objeto determinados?. Sinceramente, no tengo respuesta a estas preguntas y dudo que alguien la tenga. Pero si tengo claro que al ser humano le encanta contar historias de fantasmas, le encanta provocar y sentir miedo.

Los fantasmas nos llevan acompañando desde el alba de los tiempos y quizá solo existan porque hablamos de ellos, porque creemos en ellos y seguirán existiendo mientras se sigan contando historias de aparecidos y almas en pena, atrapados al igual que nosotros en esta realidad, para siempre.

Las primeras historias de fantasmas aparecen ya en la Odisea de Homeroen un escrito de Plinio el Joven sobre una casa encantada en Atenas, habitada por un espíritu que arrastraba cadenas y también en obras como el Satiricón de Petronio o en algunas tragedias de Séneca. También aparecen en los relatos de Las mil y una noches, pero en forma de Djinns y Ghuls. La divina comedia de Dante Alighieri o Hamlet de Shakespeare son otros ejemplos famosos de interacción entre vivos y almas de difuntos.

Se podrían enumerar incontables obras a lo largo del tiempo, pero fue en el siglo XIX cuando la Ghost Story o cuento de fantasmas vivió su auge, curiosamente en la época de la revolución industrial y de grandes avances científicos, pareciera como si las tradiciones y los miedos ancestrales se resistieran a desaparecer con el imparable progreso y todo ello fue gracias a las obras de escritores anglosajones como Joseph Sheridan Le Fanu (El fantasma de la señora Crowl), Charles Dickens (El Guardavías), Margaret Oliphant (La puerta abierta), Edward Bulwer-Lytton (La casa y el cerebro), M.R. James (Silba y acudiré!) o Henry James, el autor del libro que reseño hoy, aunque sinceramente tampoco estoy muy seguro de por qué estoy hablando de fantasmas en esta introducción, porque puede que el relato del que voy a hablar no tenga nada que ver con ellos… o puede que sí, no lo sé.

Ambigüedad total.

Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw) 1898, es una novela corta en la que la ambigüedad es llevada a su máxima expresión.
Una joven institutriz llega a una antigua mansión en el campo, para hacerse cargo de la educación de dos niños pequeños que se han quedado huérfanos y están al cuidado de su tío. Al poco tiempo empiezan a sucederle situaciones extrañas, en las que se le aparecen los fantasmas de dos sirvientes fallecidos el año anterior y se convence de que éstos quieren hacer daño a los niños e intenta protegerlos a toda costa.
Sobre el papel parece la clásica historia de fantasmas, pero una vez que nos sumergimos en ella y avanza el texto, nos damos cuenta de que hay mucho más de lo que aparenta en un principio, nos damos de frente con un relato que puede tener múltiples interpretaciones. De hecho, a día de hoy, no hay consenso sobre lo que el autor quiso contar en esta obra.

Henry James era un maestro del relato psicológico, la ambigüedad y la elipsis, nunca acaba de contar lo que tiene que contar o lo que nosotros pensamos que tiene que contar. James siempre va dando un rodeo, se anda por las ramas y de vez en cuando nos da un pincelada aquí y otra allá que nos permite obtener algo de información para poder encajar las piezas. En Otra vuelta de tuerca alcanza una de sus cimas en este aspecto, la ambigüedad es tal, que en mi caso, mientras lo leía me ha hecho pensar de todo: fantasmas, locura, pesadillas, abusos, un montaje… y al final de todo, sigo tan desconcertado como durante la lectura. Realmente no sé de que trata este relato, aunque he disfrutado mucho leyéndolo.

Los personajes están vagamente definidos, parecen ser meros recipientes vacíos donde el lector puede volcar sus miedos, fantasías y significados. Al parecer para el autor, los personajes no son tan importantes como la historia en sí, pero la historia tampoco parece ser importante, puesto que lo importante en este caso es todo lo que no cuenta, todo lo que dice o mejor dicho, no dice entre líneas. Parece que el autor deja todo el peso al lector y a sus interpretaciones y actúa como un mero transmisor de la historia y todo esto a veces puede ser desconcertante y a la vez desafiante. Por eso creo que es una obra ciertamente interesante, puesto que permite reflexionar constantemente, sospechar, devanarse los sesos a conciencia para encontrar una interpretación a la historia y aún así, nunca estar seguro al 100 % de que sea la correcta.

Otra de las claves de esta ambigüedad, es que la narración está en primera persona, así que sólo conocemos el punto de vista de un único personaje, del que además sabemos muy poco. Así que no podemos contrastar su relato con el de otros, por lo tanto debemos fiarnos de lo que nos cuenta, pero la forma en la que lo hace es tan oscura y desconcertante que nos hace sospechar, es como si quisiera imponernos su punto de vista, pero no podemos estar seguros de si es un punto de vista veraz o por el contrario totalmente falso o distorsionado por la locura.
James trabaja magistralmente este aspecto a lo largo de toda la historia, es imposible interpretar de manera absoluta qué es lo que está pasando y además lo hace con una prosa exquisita y elegante, que es toda una maravilla.


Resumiendo, Otra vuelta de tuerca, es una obra maestra en la que se mezclan el terror, la fantasía y el suspense de manera fabulosa y que vale mucho la pena leer, sobre todo para terminar perplejo y darle vueltas a la cabeza durante días sin poder llegar a ninguna conclusión satisfactoria.
Dadle una oportunidad, no os arrepentiréis… Pero recordad, todo lo que 
penséis o sintáis leyendo esta obra, todo el miedo, el suspense o las interpretaciones que le deis, solo estarán en vuestra cabeza, Henry James no dice nada de eso en el relato… o sí, ¿Quién sabe?.