LA VISITA AL MUSEO – VLADIMIR NABOKOV

La visita al museo es un relato bastante curioso y extraño de Vladimir Nabokov. Se podría englobar en la categoría de relato fantástico, pero probablemente su significado tenga más que ver con el sentimiento del propio Nabokov de ser un exiliado que otra cosa. Lo interesante es la forma en que está contada esta historia rica en simbología y en la que el lector es introducido lentamente en una atmósfera onírica en la que la extrañeza va creciendo gradualmente hasta devenir en pesadilla y llegar a un desenlace no menos desconcertante. Con todos estos ingredientes no tenemos método de saber si el protagonista lo está soñando, está delirando o simplemente se ha muerto y ese borgiano museo es una especie de purgatorio camino al infierno. No quiero desvelar detalles porque este relato a ratos surrealista y divertido al más puro estilo Nabokov y a ratos terrorífico por lo que sugiere, bien vale una lectura. Espero que os guste.

La traducción es de María Lozano y al final del post hay una explicación del propio autor referente a un pasaje que puede aclarar dudas a los lectores no rusos.

 

La visita al museo

Hace varios años, un amigo mío de París —una persona con alguna rareza, por decirlo suavemente—, al saber que yo iba a pasar unos días en Montisert, me pidió que me pasara por el museo local donde, según le habían dicho, se mostraba un retrato de su abuelo pintado por Leroy. Sin dejar de sonreír y con ademanes exagerados, me contó una historia bastante vaga a la que debo confesar que presté poca atención, en parte porque no me gustan los asuntos complicados de otra gente, pero sobre todo porque siempre había albergado mis dudas acerca de la capacidad de mi amigo para no dejarse llevar por la fantasía. La historia era más o menos así: después de que su abuelo hubiera muerto en su casa de San Petersburgo en tiempos de la guerra ruso-japonesa, los muebles de su casa fueron vendidos en subasta pública. El retrato, tras una serie de oscuras peregrinaciones, fue adquirido por el museo de la ciudad natal de Leroy. Mi amigo quería saber si el retrato estaba realmente allí; en el caso de que se encontrara en el citado museo, cuáles eran las posibilidades de rescatarlo; y si el rescate fuera posible, cuál sería el precio del mismo. Cuando le pregunté por qué no se ponía en contacto con el museo, respondió que ya les había escrito más de una vez sin haber recibido respuesta hasta el momento.
Me prometí a mí mismo no dar curso a su petición: siempre cabía la posibilidad de decirle que había caído enfermo o que había cambiado mi itinerario. La noción misma de ir a ver los monumentos turísticos, ya sean museos o edificios antiguos, me resulta desagradable; además, el encargo de mi buen amigo me parecía un tanto absurdo. Aconteció, sin embargo, que mientras deambulaba por las calles desiertas de Montisert en busca de una papelería, sin dejar de maldecir la torre altanera de una catedral, siempre la misma, que se empecinaba en aparecer ante mi vista en cuanto doblaba el recodo de una nueva calle, me vi sorprendido por un violento aguacero repentino que inmediatamente provocó la caída acelerada de las hojas de los plátanos porque el tiempo cálido de un octubre meridional se mantenía apenas en un hilo de vida. Corrí a resguardarme de la lluvia y me encontré en las escaleras de acceso al museo.
Era un edificio de proporciones modestas, construido con piedras de muchos colores, con columnas, una inscripción dorada sobre los frescos del pedimento y un banco de piedra de patas de león a ambos lados de la puerta. Una de sus hojas estaba abierta y el interior parecía oscuro contra el brillo del agua que caía. Me quedé un rato de pie en las escalinatas pero, a pesar del tejadillo que las protegía, iban poco a poco cubriéndose de motas húmedas. Vi que no se trataba de un aguacero pasajero sino que tenía visos de durar y, como no tenía nada mejor que hacer, decidí entrar en el museo. Apenas hube pisado las suaves losas resonantes del vestíbulo cuando llegó hasta mí el ruido de alguien que en una esquina distante había movido un taburete que se movía y el guarda, un jubilado insignificante al que le faltaba un brazo, se levantó y vino a mi encuentro, dejando de lado su periódico y mirándome por encima de las gafas. Pagué el franco que me correspondía y, tratando de no fijarme en las estatuas de la entrada (que eran tan convencionales e insignificantes como el número que abre un espectáculo de circo), entré a la sala principal.
Todo era como cabía esperar: tonos grises, sustancia dormida, materia desmaterializada. Ahí estaba la típica vitrina de monedas viejas y gastadas que descansaban sobre el terciopelo de sus correspondientes departamentos. Sobre la vitrina había un par de búhos, tinge y autillo, con sus nombres en francés que eran algo parecido a Gran Duque y Duque Secundario en traducción. Unos minerales venerables se mostraban en sus tumbas abiertas de polvoriento papier maché; la fotografía de un caballero atónito con barba puntiaguda dominaba una mezcolanza de voluminosos objetos negros de varios tamaños. Tenían un gran parecido con los excrementos de insecto congelados, y me detuve involuntariamente ante ellos, sin conseguir descifrar su naturaleza, composición o función. El guarda me había estado siguiendo con pasos de fieltro a una distancia respetuosa; sin embargo, en aquel momento, se acercó hasta mí, con un brazo a la espalda y el fantasma del otro en el bolsillo, sin dejar de deglutir algo a juzgar por el movimiento de su nuez.
—¿Qué son estas cosas? —pregunté.
—La ciencia no ha conseguido determinarlo todavía —replicó, con una frase que, sin duda, tenía aprendida de memoria—. Las encontró —continuó con el mismo tono de falsedad— Louis Pradier, concejal municipal y caballero de la Legión de Honor en 1895 —y con dedos trémulos indicó la fotografía.
—Eso está bien —dije—, pero lo que yo querría saber es ¿quién y por qué decidió que merecían un lugar en el museo?
—¡Y ahora permítame que dirija su atención hacia esta calavera! —exclamó el anciano enérgicamente, tratando de cambiar de tema.
—Sin embargo, me gustaría saber de qué material están hechos —le interrumpí.
—La ciencia… —comenzó de nuevo, pero se detuvo en seco y se miró como enfadado los dedos, sucios de tocar las vitrinas.
Yo me puse a contemplar entonces un jarrón chino, probablemente traído hasta allí por un marino; un grupo de fósiles porosos; un gusano pálido en nubes de alcohol y un mapa rojo y verde de Montisert en el siglo XVII; y también un trío de utensilios oxidados atados con una cinta fúnebre —una pala, un azadón y un pico. «Para excavar en el pasado», pensé distraído, pero esta vez no le pedí aclaraciones al guarda, que me seguía mansamente sin hacer ruido, deambulando en torno a la vitrinas expuestas. Detrás del primer vestíbulo había otro, aparentemente el último, en cuyo centro destacaba un gran sarcófago que parecía una bañera sucia, mientras que las paredes estaban cubiertas de cuadros.
Al punto los ojos se me quedaron prendidos en el retrato de un hombre que estaba entre dos paisajes abominables (con ganado y «ambiente»). Me acerqué y, ante mi considerable extrañeza, encontré el objeto preciso cuya existencia hasta ese momento se me había aparecido como un mero capricho de la imaginación de un hombre inestable. El hombre, pintado al óleo con pésimo arte, llevaba una levita, patillas y unos grandes quevedos sujetos con una cinta; tenía un cierto parecido con Offenbach, pero, a pesar del maldito convencionalismo del cuadro, tuve la sensación de que se podía vislumbrar en sus rasgos un cierto parecido, por así decir, con mi amigo. En una esquina del mismo, en carmín sobre fondo negro se leía la firma Leroy, escrita en una letra tan vulgar como la propia obra.
Sentí un aliento avinagrado junto a mis hombros y me volví a confrontar la mirada amable del guarda.
—Dígame —le pregunté—, supongamos que alguien quisiera comprar uno de estos cuadros, ¿a quién tendría que dirigirse?
—Los tesoros del museo constituyen el mayor orgullo de esta ciudad —replicó el anciano—, y el orgullo no está a la venta.
Ante su elocuencia decidí apresurado darle la razón en todo lo que dijera, lo cual no me impidió preguntarle el nombre del director del museo. Él trató de distraerme con la historia del sarcófago, pero yo seguí insistiendo. Finalmente me dio el nombre de un tal señor Godard y me explicó dónde encontrarlo.
Con toda franqueza debo decir que me alegré de que el cuadro existiera. Es divertido asistir al momento en que un sueño se hace realidad, incluso si no se trata de un sueño propio. Decid arreglar el asunto sin más dilaciones. Cuando decido hacer una cosa, no hay nada que pueda detenerme. Abandoné el museo con pasos decididos y sonoros para encontrar que había cesado la lluvia, que el azul se había extendido por el cielo, que una mujer de medias todas manchadas corría por la calle en una bicicleta que brillaba como la plata, y que las nubes se habían refugiado en las colinas que rodeaban la ciudad. Y de nuevo la catedral empezó a jugar al escondite conmigo, pero conseguí burlarla. Conseguí escapar apenas de la embestida de las ruedas de un furioso autobús rojo repleto de jóvenes que cantaban, crucé la calzada de asfalto y un minuto más tarde estaba llamando a la puerta de la verja del señor Godard. Resultó ser un enjuto caballero de mediana edad con cuello duro y pechera almidonada, con la consabida perla en el nudo de su corbata de plastrón, y un rostro que se asemejaba mucho al de un perro lobo ruso; como si aquello no fuera suficiente, se encontraba chupando unas costillas con ademanes absolutamente caninos mientras que a la vez trataba de pegar un sello en un sobre, cuando yo entré en aquella su habitación pequeña pero lujosamente amueblada con su tintero de malaquita sobre el escritorio y un jarrón chino, que me resultaba extrañamente familiar, sobre la repisa de la chimenea. Un par de floretes se cruzaban sobre el espejo, que reflejaba su estrecha nuca gris. Aquí y allá una serie de fotografías de un buque de guerra rompían la monotonía de la flora azul del papel que revestía las paredes.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó, arrojando la carta que acababa de sellar a la papelera. Esta acción me resultó extraña; sin embargo, no consideré oportuno intervenir. Le expliqué el objeto de mi visita en pocas palabras, e incluso pronuncié la importante suma de dinero que mi amigo estaba dispuesto a ofrecer, aunque él me había dicho que no mencionara ninguna cantidad, sino que esperara a conocer las condiciones que el museo requiriera.
—Lo que me dice es maravilloso —dijo el señor Godard—. El único problema es que usted está en un error… no existe tal cuadro en el museo.
—¿Qué quiere decir que no existe tal cuadro? ¡Acabo de verlo! Retrato de un aristócrata ruso de Gustave Leroy.
—Tenemos un Leroy —dijo el señor Godard cuando hubo hojeado un cuaderno con tapas de hule en una de cuyas páginas se detuvo apuntando una determinada entrada con su uña negra—. Sin embargo, no es un retrato sino un paisaje rural: El retorno del rebaño.
Repetí que había visto el cuadro con mis propios ojos cinco minutos antes y que no había poder en la tierra que me pudiera hacer dudar de su existencia.
—De acuerdo —dijo el señor Godard—, pero yo tampoco estoy loco. He sido conservador de nuestro museo casi durante veinte años y me sé de memoria este catálogo como si fuera el padrenuestro. Aquí dice El retorno del rebaño y eso quiere decir que hay un rebaño y que está volviendo al redil y que, a no ser que el abuelo de su amigo haya sido pintado como un pastor, no puedo ni siquiera concebir la existencia de su retrato en nuestro museo.
—Lleva levita —exclamé—. ¡Le juro que lleva levita!
—¿Y qué le pareció nuestro museo y sus colecciones? —preguntó Godard con cierta suspicacia—. ¿Le gustó el sarcófago?
—Escuche —dije (y creo que se hizo perceptible un cierto temblor en mi voz)—, hágame un favor, vayamos ahora mismo allí, y lleguemos al acuerdo de que en el caso de que el retrato está allí, usted me lo vende.
—¿Y si no está?
—Le pagaré la suma indicada, en cualquier caso.
—Está bien —dijo—. Aquí tiene, tome este lapicero rojo y azul y en rojo, en rojo,
por favor, póngame por escrito la proposición que acaba de hacerme.
Estaba tan excitado que hice lo que me pedía. Al ver mi firma, deploró la difícil pronunciación de los nombres rusos. Luego añadió su propia firma y doblando  rápidamente la hoja de papel se la metió en el bolsillo del chaleco.

—Vamos —dijo, haciendo el ademán de estirarse los puños.
Por el camino entró en una tienda donde compró una bolsa de caramelos
pegajosos que pasó a ofrecerme con insistencia; aun cuando yo rechacé su oferta, intentó meterme un par de ellos en la mano. Yo la retiré. Unos cuantos caramelos cayeron en la acera; se detuvo a recogerlos y luego me alcanzó en un trote. Cuando nos acercábamos al museo vimos el autobús rojo de los turistas (vacío, ahora) aparcado en la puerta.
—¡Ajá! —dijo Godard, complacido—. Veo que hoy tenemos muchos visitantes.
Se quitó el sombrero y con él en la mano como si fuera abriéndole paso, subió con todo decoro las escalinatas.
Algo no marchaba bien en el museo. Surgían de su interior gritos pendencieros, risas lascivas, e incluso lo que parecían ser los ruidos típicos de una pelea. Entramos al primer vestíbulo; allí el anciano guarda trataba de impedir que dos sacrílegos, todos sudorosos y de rostros ya rojos de energía, que portaban en las solapas una especie de emblemas festivos, se llevaran los excrementos del señor concejal de su correspondiente vitrina. El resto de los jóvenes, miembros de alguna organización deportiva rural, no paraban de hacer ruido y de reírse descaradamente, algunos del gusano conservado en alcohol, otros de la calavera. Uno hacía payasadas con las tuberías del radiador que pretendía era uno de los objetos expuestos; otro apuntaba con el puño e índice a una lechuza. Habría como unos treinta en total, y sus voces y movimientos creaban un tumulto de ruidos y estrépito.
Godard se puso a dar palmadas de atención y a apuntar a un cartel que decía: «Los visitantes del museo deben ir decentemente vestidos». Luego se abrió y me abrió camino hasta la sala segunda. Inmediatamente todo aquel tropel se apresuró a seguirnos. Yo llevé a Godard hasta el retrato; se quedó helado al verlo, hinchó el pecho, y luego se hizo atrás uno o dos pasos como para admirarlo, y con su tacón femenino le dio un pisotón a uno de aquellos energúmenos.
—Espléndido cuadro —exclamó con una sinceridad genuina—. Bueno, no seamos miserables en esta cuestión. Usted tenía razón, debe de haber un error en el catálogo.
Mientras hablaba, sus dedos, que parecían haber adquirido un movimiento independiente, rompieron nuestro acuerdo en miles de papelitos que fueron cayendo como copos de nieve en una escupidera maciza.
—¿Y quién es ese mono viejo? —preguntó un individuo con un jersey a rayas, mientras que otro gamberro, al ver que el abuelo de mi amigo estaba pintado con un puro encendido, intentaba encender su pitillo con la lumbre del puro.
—De acuerdo —dije—, fijemos el precio, y en cualquier caso, vayámonos de aquí.

Había una salida, de la que no me había percatado antes, al fondo de la sala y nos apresuramos a salir por ella.
—No puedo tomar una decisión —gritaba Godard por encima de aquel estrépito —. Ser decidido sólo es bueno cuando viene apoyado por la ley. Primero tengo que discutir este asunto con el alcalde, que acaba de morir y todavía no ha sido elegido. Dudo que pueda comprar el retrato pero, de todos modos, me gustaría enseñarle algunos de nuestros tesoros.
Nos encontramos en una sala de considerables dimensiones. Unos libros de color pardo, con un aspecto como si los hubieran pasado por agua y de páginas toscas y sucias, estaban dispuestos bajo un cristal sobre una larga mesa. En las paredes había unos muñecos, soldados de botas altas con rodillera.
—Hablemos del asunto —exclamé desesperado, tratando de dirigir las evoluciones de Godard hacia un sofá de terciopelo que había en una esquina. Pero el guarda me lo impidió. Blandiendo como espada su brazo sano, llegó corriendo hasta nosotros, perseguido por una jubilosa multitud de jóvenes, uno de los cuales se había tocado la cabeza con un casco de cobre de brillo rembrandtesco.
—¡Quíteselo, quíteselo! —gritaba Godard, y un empujón anónimo llevó al casco a volar por los aires con estruendo, lejos de la cabeza del gamberro.
—Sigamos —dijo Godard, tirándome de la manga, y entramos en la sección de escultura antigua.
Me perdí por un momento entre unas enormes piernas de mármol, y tuve que pasar dos veces por delante de una rodilla gigantesca antes de recobrar a Godard, que me buscaba también a mí desde detrás del tobillo blanco de una gigante cercana. Y en ese momento, un individuo con bombín, que debía haberse encaramado a la estatua, cayó de repente y desde las alturas al suelo de piedra. Uno de sus compañeros intentó ayudarle a levantarse, pero estaban los dos borrachos y Godard los dejó de lado y corrió hasta la sala vecina, radiante de alfombras orientales; tres podencos corrían sobre alfombras azules y un arco y una aljaba descansaban sobre una piel de tigre.
Curiosamente, sin embargo, la abigarrada mezcolanza de objetos así como la amplitud del lugar sólo provocaban en mí una sensación imprecisa como de opresión, que quizá fuera debida a que no dejaban de pasar ante mi vista nuevos visitantes y tal vez porque yo ya estaba impaciente por abandonar aquel museo innecesario, que no dejaba de expandirse, y dedicarme en calma y libertad a cerrar mis negociaciones mercantiles con Godard, empecé a experimentar una vaga sensación de alarma. Mientras tanto, habíamos transportado nuestros cuerpos hasta una nueva sala, que debía de ser realmente enorme, porque albergaba el esqueleto completo de una ballena, que parecía el casco de una fragata; a lo lejos se divisaban todavía más salas, con el correspondiente brillo oblicuo de los cuadros, llenos de nubes de tormenta, entre las que flotaban ídolos del arte religioso mostrando vestimentas azules y rosas; y todo ello se resolvía en una abrupta turbulencia de pliegues envueltos en la niebla, y candelabros todos relucientes y peces con agallas translúcidas que serpenteaban a través de acuarios iluminados. Al subir a toda prisa por una escalera vimos, desde la galería superior, un grupo de gente de pelo gris y con paraguas, examinando una réplica gigantesca del universo.
Finalmente, al llegar a la habitación sombría pero magnífica dedicada a la historia de las máquinas de vapor, conseguí detener por un instante a mi despreocupado guía.
—¡Ya basta! —grité—. Yo me voy. Hablaremos mañana.
Cuando acabé de hablar ya se había desvanecido. Me volví y vi, apenas a unos centímetros de donde yo estaba, las majestuosas ruedas de una sudorosa locomotora. Durante un largo rato traté de rehacer mi camino entre los distintos modelos de estaciones de ferrocarril. ¡Qué raras brillaban las señales violetas en la penumbra de detrás del abanico de los raíles húmedos, y qué espasmos sacudían mi pobre corazón! De repente, todo volvió a cambiar de nuevo: ante mí se extendía un pasillo infinitamente largo, que contenía numerosos armarios de oficina y también gente que se escabullía de forma un tanto escurridiza. Di un giro de noventa grados y me encontré en medio de instrumentos musicales; las paredes, todas un gran espejo, reflejaban una hilera de pianos de cola, mientras que en el centro había una especie de estanque con un bronce de Orfeo sobre una roca verde. El tema acuático no acababa ahí porque, al volver corriendo, di con mi persona en la Sección de Fuentes y Arroyos, y me resultaba difícil caminar por las riberas sinuosas y cenagosas de aquellas aguas.
De vez en cuando, a uno u otro lado, aparecían unas escaleras de piedra con unos charcos en los escalones que me producían una extraña sensación de miedo, que descendían hasta abismos llenos de niebla de los que surgían una serie de silbidos, el chocar de platos, el golpeteo de máquinas de escribir, martillazos, y muchos otros ruidos, como si, allá abajo, hubiera salas de exposiciones de algún que otro tipo, que ya estuvieran cerradas o cuyas obras estuvieran a punto de completarse. Luego me vi envuelto en la oscuridad y empecé a tropezar con todo tipo de muebles desconocidos hasta que finalmente vi una luz roja y salí a una plataforma que sonaba metálica a mi paso… y de repente, tras ella, me encontré con un cuarto de estar iluminado, amueblado con gusto al estilo Imperio, pero sin un alma, sin un alma… Para entonces yo ya estaba indescriptiblemente aterrado, pero cada vez que intentaba deshacer mi camino a lo largo de los distintos pasadizos, me volvía a encontrar en lugares desconocidos —en un invernadero con hortensias y cristales rotos a través de los cuales se colaba la oscuridad de la noche artificial o en un laboratorio desierto con alambiques polvorientos sobre las mesas. Finalmente fui a parar a una especie de habitación con percheros monstruosamente atiborrados de abrigos negros y pieles de astracán; desde detrás de una puerta llegaba un estallido de aplausos, pero cuando abrí la puerta de golpe, no encontré teatro alguno, sino únicamente una suave opacidad y una niebla de imitación tan perfecta que incluso mostraba de forma convincente una serie de manchas correspondientes a unas confusas farolas. ¡Más que convincentes! Avancé unos pasos e inmediatamente una inconfundible y bienvenida sensación de realidad reemplazó finalmente a toda aquella basura irreal contra la que me había ido estrellando por todos los lados. La piedra que tenía bajo mis pies era un auténtico adoquín de la acera, espolvoreada con nieve maravillosamente fragante y recién caída. Al principio la frescura silenciosa y nevada de la noche, que de alguna manera me resultaba extrañamente familiar, me produjo una sensación placentera después de mi deambular enfebrecido. Confiadamente, empecé a hacer conjeturas acerca del lugar en el que había estado y acerca del porqué de la nieve, y qué serían aquellas luces que brillaban exageradamente aunque indistintas, aquí y allá en la parda oscuridad. Me puse a mirar e incluso me agaché a tocar una piedra redonda del bordillo de la acera, y luego me quedé contemplando la palma de la mano, llena de húmedo frío granular, como si esperara encontrar allí una explicación. Sentí que iba vestido demasiado ligero, demasiado cándido, pero la conciencia de que había logrado escaparme del laberinto del museo era todavía tan fuerte que en los dos primeros minutos, no experimenté ni sorpresa ni miedo. Siguiendo con mi examen detenido miré la casa junto a la que me encontraba e inmediatamente me chocó el espectáculo de sus escaleras de hierro y de los raíles que bajaban hasta la nieve en su camino hacia el sótano. Me dio una punzada al corazón, y cuando volví a mirar la acera lo hice con una curiosidad de orden nuevo, un punto alarmada, al ver su cubierta blanca a lo largo de la cual se estiraban una serie de líneas negras, y también el cielo pardo cruzado por una luz persistente y misteriosa, y el parapeto macizo a cierta distancia. Me pareció que tras él había como una pendiente; algo crujía y regurgitaba allí abajo. Más allá, al otro lado de aquella cavidad lóbrega, se extendía una cadena de luces borrosas. Arrastrándome por la nieve con mis pies empapados, caminé unos cuantos pasos, sin dejar de mirar aquella casa oscura a mi derecha; sólo había luz en una ventana, donde una lámpara solitaria lucía débilmente bajo su pantalla de cristal verde. Una puerta de madera cerrada… Deben de ser los postigos de una tienda que duerme… Y a la luz de una farola cuyas formas me habían empezado a gritar su mensaje imposible, conseguí descifrar el final de un letrero —«… INKA SAPOG» (… CIÓN DE CALZADO)— pero no, no era la nieve la que había borrado el letrero. «No, no, en un minuto me despertaré», dije en alta voz, y, temblando, con el corazón a golpes, me di la vuelta, seguí caminando, me volví a detener. De algún lugar me llegó el ruido de unos cascos de caballo que se alejaban, la nieve se asentaba como un gorro de dormir sobre una piedra y se mostraba confusamente blanca sobre una pila de leña al otro lado de la verja, y entonces supe, de manera irrevocable, dónde me encontraba. ¡Ay de mí, no era en la Rusia que yo recordaba, sino en la Rusia real de hoy en día, prohibida para mí, desesperadamente servil, y también desesperadamente mi patria! Yo, un medio fantasma vestido con un traje extranjero de verano, me quedé de pie en la nieve impasible de una noche de octubre, en algún lugar junto al Moyka o al canal Fonanja, o quizá fuera en el Obvodny, y tenía que hacer algo, ir a algún lugar, correr; proteger con desesperación mi vida frágil, fuera de la ley. ¡Cuántas veces había experimentado esa misma sensación mientras dormía! Ahora, sin embargo, era realidad. Todo era real, el aire parecía mezclarse con los copos de nieve dispersos, con el canal que todavía no se había helado, con la casa flotante, y con aquel peculiar rectángulo de las ventanas oscuras y amarillas. Un hombre con una gorra de piel, y una cartera bajo el brazo, llegó hasta mí como desde la niebla, me lanzó una mirada asustada y se volvió a mirarme después de haberse cruzado conmigo. Esperé a que desapareciera y entonces, con prisas, empecé a sacar todo lo que llevaba en los bolsillos, destrozando papeles, arrojándolos en la nieve y después pisoteándolos. Había algunos documentos, una carta de mi hermana en París, quinientos francos, un pañuelo, cigarrillos: sin embargo, a fin de despojarme de todos los tejidos del exilio, tendría que desgarrar y destrozar mi ropa, mis calzoncillos, mis zapatos, todo, y quedarme idealmente desnudo: y aunque ya estaba temblando y con escalofríos a causa del frío y también de mi angustia, hice todo lo que pude en ese sentido.
Pero basta. No relataré la historia de cómo me arrestaron ni tampoco contaré las pruebas subsiguientes por las que hube dé pasar. Baste decir que me costó una paciencia y un esfuerzo increíbles volver a salir al extranjero, y que, desde entonces, me he jurado no llevar a cabo misiones confiadas por la locura de los otros.

 – Vladimir Nabokov.

«La visita al museo» («Poseshchenie muzeya») se publicó en la revista del exilio Sovremennyya Zapiski (1939) y posteriormente en el volumen de relatos Vesna v Fialte (1959). La versión inglesa apareció en Esquire en marzo de 1963 y posteriormente se incluyó en Nabokov’s Quartet (1966).
Los lectores que no sean rusos tal vez agradezcan una nota explicativa. En un determinado momento, el desgraciado narrador observa el rótulo de una tienda y se da cuenta de que no está en la Rusia de su pasado sino en la Unión Soviética. El detalle revelador es la ausencia de la letra que solía decorar el final de una palabra terminada en consonante en la vieja Rusia pero que se omite en la ortografía reformada adoptada por los soviéticos.

 

 

 

 

RUSH – MOVING PICTURES

Para añadir más diversidad a la web, hoy inauguro una nueva sección en la que presentaré algunos de mis discos favoritos. Mis gustos musicales son amplios y peculiares en algunos casos y me suelo mover más por los derroteros del rock progresivo, metal, blues, jazz… Así que no esperéis mucho pop o atrocidades como el reggaetón, trap y demás estilos de tendencia actuales, de los que no tengo conocimiento (ni lo quiero tener). He pensado que para comenzar estaría muy bien hablaros de uno de mis discos favoritos, de la que probablemente sea mi banda favorita: el Moving Pictures de los canadienses Rush.

Rock Progresivo minimalista.

Los conceptos rock progresivo y minimalismo no casan muy bien, más bien parecen antagónicos, pero Rush consiguió sintetizar al máximo sus composiciones para crear pequeñas obras maestras en formato reducido. Ya en su anterior disco, el también magnífico Permanent Waves, la banda empezó a refinar su sonido y a sinplificarlo, alejándose de la complejidad y el gran minutaje de sus discos de la década de los 70. El resultado fue este Moving Pictures lanzado en 1981 y que a la postre sería su disco más famoso y el pináculo de una exitosa carrera musical.

Geddy Lee, Neil Peart & Alex Lifeson.

Trio de virtuosos

¿Qué sucede cuando se juntan tres tipos muy talentosos que ponen sus egos al servicio del grupo? Pues que el resultado es Rush. Un trío de auténticas súper estrellas del rock que nunca fueron de ello. Tres tíos humildes a los que les encantaba juntarse para componer música y dar conciertos. Tres tíos que crearon auténticas obras de arte sónicas. Seguro que algunos de vosotros no habéis oído nunca hablar de esta banda, pero puede ser porque se alejaron del éxito fácil y siempre fueron fieles a lo que querían hacer en cada momento.

Este trío estaba compuesto por Geddy Lee (voz, bajo y sintetizadores), Alex Lifeson (guitarras) y la auténtica estrella de la banda: Neil Peart (batería y percusión).

Moving Pictures

Grabado durante el invierno de 1980 en Le Studio en Morin-Heights (Quebec) con el productor Terry Brown; Moving Pictures resultó un salto cualitativo a nivel musical y de producción. Como dije antes la banda enfocó las estructuras de las canciones de otra manera, mucho más comprimidas y más orientadas a la melodía que a los devaneos progresivos. Solo una canción supera la barrera de los 10 minutos, todo un hito para una banda que en la década de los 70 compuso temas de hasta 20 minutos de duración. La producción es de auténtico lujo, con un sonido cristalino en el que todos los instrumentos se escuchan perfectamente. Como dato curioso sería interesante añadir que fue uno de los primeros discos que se grabaron de manera digital, algo que fue un reto para el productor y la banda, ya que nunca habían grabado de esa manera. La portada es del famoso artista gráfico Hugh Syme y como el título del disco anuncia, muestra imágenes en movimiento.

A nivel musical las interpretaciones de los tres músicos son magistrales, cada uno dando el 100%, pero trabajando por y para las canciones. Eso es lo bueno de poner el talento al servicio del grupo, que todos brillan individualmente pero dejan espacio a los demás para que también destaquen. La voz de Geddy Lee no es tan estridente como en discos anteriores, está más modulada y orientada en las melodías vocales, sus lineas de bajo son demoledoras e intrincadas y además empieza a usar los sintetizadores de manera más amplia, aportando texturas y acompañamiento a las canciones. Las guitarras de Alex Lifeson también están llenas de texturas sónicas, tan pronto son heavys y salvajes como se calman y desgranan melodías etereas. Creo que es uno de los guitarristas más infravalorados de la historia y probablemente uno de los mejores y más creativos.

Mención aparte merece Neil Peart; su trabajo es simplemente de otro planeta. Sus patrones rítmicos parecen sencillos, pero son de una complejidad increíble, tiene esa extraña cualidad que solo poseen los genios, de hacer que parezca fácil lo difícil. Su trabajo aporta mucho a las canciones, dotándolas de matices que las convierten siempre en algo memorable.
Hace cosa de un mes encontré por casualidad un vídeo en YouTube en el que un usuario había subido solo las pistas de batería de este disco, las escuché y me quedé anonadado por su capacidad para no repetir ningún patrón, para hacer siempre lo insospechado y sobre todo por su imaginación y recursos para mejorar las canciones. (Link aquí). Peart también era el letrista de la banda y en esta ocasión las letras de las canciones se vuelven mucho más profundas y directas que en anteriores discos, hablando de temas personales y frustraciones, como por ejemplo en Limelight, donde habla de su problema para lidiar con la fama, ya que era una persona introvertida y que gustaba de la soledad. O en Tom Sawyer donde cuenta la historia de un espíritu libre rebelde. La distópica Red Barchetta o la tensión dialéctica entre las emociones del ser humano y la estructura de las ciudades modernas donde habita en The Camera Eye, son algunos de los temas que toca.

Las canciones

Desde el primer golpe de plato y sintetizador de Tom Sawyer, hasta el fade out de Vital Signs, encontramos siete cortes de pura magia y virtuosismo repartidos en apenas 40 minutos.

El álbum comienza con el que probablemente sea su tema más famoso: Tom Sawyer. Un medio tiempo lleno de sintetizadores que avanza grandiosamente y que contiene unos brutales mini solos de batería de Peart casi al final de la canción. El propio Peart comentó que son de una complejidad tal, que algunas veces le resultaba bastante difícil reproducirlos en directo. Después llega Red Barchetta, un tema que a pesar de su complicada estructura fue grabado en una sola toma, lo cual habla muy bien de las capacidades de los músicos. YYZ es el código del aeropuerto de Toronto y el título del tercer tema y mi favorito del album. Es un corte instrumental super técnico que comienza con la repetición en código morse del título (-.– -.– –..), tocada en un compás 10/8, para desembocar en un complicado y pegadizo riff de guitarra, acompañado de una batería y bajo demoledores. Todo un despliegue de técnica y virtuosismo. La cara A del disco se cierra con el single Limelight, un tema engañoso, puesto que parece muy accesible y comercial, pero que realmente es una composición bastante compleja. Una buena muestra de lo que os decía por ahí arriba de la capacidad de la banda de hacer que lo difícil parezca fácil.

La cara B se abre con la canción más larga del disco: The Camera Eye, una mini-suite de casi 11 minutos, llena de pasajes instrumentales, cambios de ritmo y melodías asincopadas y donde predominan los teclados de una manera muy efectiva. Le sigue Witch Hunt, un tema tenebroso, extraño y experimental con unas letras muy interesantes y atemporales. El disco se cierra con Vital Signs, un corte muy influenciado por el reggae, pero con el toque de Rush que le da un enfoque muy particular. En conjunto es un disco que a priori parece accesible, pero que esconde una complejidad muy estudiada y que va ganando matices con cada nueva escucha.

Podría extenderme más, pero lo mejor de la música no es que alguien te cuente como suena, lo mejor es escucharla, así que sin más preámbulos os dejo con el link del disco entero en YouTube y Spotify (por si os ha interesado lo suficiente mi chapa).
Por supuesto me encantará conocer vuestras opiniones si le dais una escucha, ¡Un saludo!.

Los fantasmas de la guerra – El arte de Otto Dix

La Primera Guerra mundial tuvo un efecto devastador para el continente europeo y en especial para el Imperio Alemán, ya que fue derrotado y posteriormente humillado en Versalles, provocando una reacción en cadena que llevaría a los nazis al poder, desembocando años después en otra guerra mundial aún más salvaje y destructora.

Fue una época dura en la que el Imperio alemán pasó a convertirse en la República de Weimar. Una época de inflación desmedida, pobreza rampante, disturbios y violencia política. Pero también una época de gran efervescencia cultural. Fue en aquellos tiempos cuando surgieron algunas de las mejores obras literarias del siglo XX, apareció la Bauhaus, se desarrolló el cine, el Jazz inundó los cabarets y los tugurios de Berlin y también nacieron multitud de movimientos artísticos como el expresionismo y la Nueva objetividad. Es en esta última corriente pictórica donde se movió nuestro protagonista de hoy; Otto Dix.

A la belleza (Autorretrato), 1922. Museo Von der Heydt, Wuppertal.

Retratando la fealdad

Otto Dix fue uno de los principales referentes de la Nueva objetividad, una forma de realismo descarnado que distorsiona las imágenes para enfatizar la fealdad. El arte de Dix es brutal, satírico y provocador; experto en despojar a la realidad de todo lo bello, para mostrar esa fealdad ante la que el ser humano mira hacia otro lado, intentando sin exito negar su existencia.

El punto de inflexión en su vida fue su experiencia en combate durante la Primera Guerra Mundial. Lo que vivió en los campos de batalla le marcó profundamente y buena parte de esos traumas quedaron reflejados en sus obras posteriores.

La guerra, 1932. Albertinum – Staatliche Kunstsammlungen. Dresden.

En su tríptico “La guerra” pintado entre 1929 y 1932 se puede ver muy bien reflejada la destrucción y el horror que provocan las batallas, sembrando de muerte campos y ciudades.

Contemplando esta pintura, uno puede sentir de alguna manera la desesperación, la ansiedad y el miedo que sintió el artista cuando estuvo luchando en aquellas trincheras y también su deseo de exorcizar esos fantasmas. Me parece una de las representaciones artísticas de la guerra más brutales que existen.

Soldado herido, 1924.

 

Prager straße 1920. Staatsgalerie Stuttgart, Stuttgart.

Tras la guerra, probablemente sufrió estrés postraumático, algo que también acabo por influir en su percepción de la realidad y en su desencanto con la sociedad degradada que había surgido entre las ruinas de la contienda.

Es en esa época cuando Dix pinta algunos de sus cuadros más famosos, retratando prostitutas y soldados lisiados mendigando por las calles alemanas. Y lo hace de una manera totalmente original; sus pinturas son como caricaturas, pero no son divertidas, ya que su objetivo es provocar malestar. Además esa serie de personajes grotescos, eran un recordatorio de los horrores de la guerra y de la gran desigualdad social y decadencia moral de la Alemania de los años 20.

Los jugadores de Skat, 1920. Alte Nationalgalerie, Berlin.

 

Lisiados de guerra, 1920.

 

Enemigo de los nazis

Dix, como otros tantos artistas de la época, fue perseguido y defenestrado por el regimen nazi. Nada más llegar éstos al poder, fue despojado de su cátedra en la Academia de arte de Dresden y en 1937 fue considerado un “artista degenerado” ya que su obra no cumplía con los ideales artísticos nazis e insultaba a las fuerzas armadas. Sus obras (unas 260) fueron retiradas de los museos, para ser posteriormente destruidas o vendidas a otros países.

En 1938 fue arrestado por la Gestapo, acusado de participar en un atentado contra Adolf Hitler, por lo que fue encarcelado durante dos semanas. Además en 1945 fue llamado otra vez a filas y desplegado en el frente occidental, donde fue hecho prisionero por los franceses, hasta su puesta en libertad un año después.

Los siete pecados capitales, 1933. Staatliche Kunsthalle Karlsruhe.

 

Mujer reclinada sobre piel de leopardo, 1927. Johnson Museum of Art, Ithaca.

 

Metropolis, 1928.

Últimos años

Tras su liberación volvió a Alemania donde continuó pintando, aunque se encontró con que no encajaba en ninguna de las corrientes artísticas que predominaban en las dos Alemanias: el Realismo socialista y el arte abstracto de posguerra. Dix siguió innovando a su manera, pintando con ese estilo tan característico suyo que le valió numerosos reconocimientos en ambos lados del telón de acero. Murió en 1964.

Otto Dix supo crear un estilo propio y reconocibe, combinando su talento y sus influencias renacentistas, cubistas y dadaístas con sus traumáticas experiencias vitales, para entrar en la historia como uno de los pintores más inusuales de su tiempo.

 

Retrato de la periodista Sylvia von Harden, 1926. Centre Pompidou, Paris.

 

La loca, 1925. Kunsthalle Mannheim. Mannheim.

Esto es todo, espero que hayáis disfrutado con las pinturas de este artista de lo grotesco. Yo reconozco que su arte me remueve, esa fealdad cruda que retrata tiene cierto magnetismo irresistible. Como por ejemplo en estas dos últimas pinturas: en la primera vemos a la periodista y poeta Sylvia von Harden como el estereotipo ambivalente de la nueva mujer alemana, una representación radicalmente alejada de los cánones femeninos tradiciones, que Dix subvierte para reflejar a una mujer moderna, libre y autónoma y por extensión a toda una época. En la segunda pintura, creo que podemos contemplar una de las representaciones de la locura más geniales y acertadas de la historia de las artes plásticas. ¿Qué os parece? Espero vuestros comentarios y sugerencias. Un saludo.

Os dejo un par de enlaces donde podéis ver más obras del pintor.

Wikiart

Shocks (su serie de grabados sobre la guerra).

 

 

Cinco relatos que deberías leer

Después de una larga temporada sin publicar en el blog, debido sobre todo a la falta de tiempo y a algún que otro percance, retomo la actividad con un post breve pero muy interesante, a la vez que aprovecho para terminar alguna que otra entrada pendiente y también decirte que se avecinan sorpresas en la web.

Escribir un relato es bastante difícil, puesto que en un espacio muy corto tienes que contar una historia lo suficientemente buena e interesante para enganchar al lector. Hay muchos escritores y escritoras de relatos, pero muy pocos están en lo que yo llamo “El Olimpo de los cuentistas”. Ese lugar privilegiado donde moran escritores como Cortázar, Chéjov, Borges, Maupassant, Dinesen, Kafka, Carver, Hemingway, O’ Connor, Dahl, Poe y un puñado más. Estos escritores han dominado el arte del relato llevándolo a otro nivel y escribiendo auténticas obras maestras del género corto.

Alguno de ellos estará hoy en la lista que te presento, que como siempre, nace de una opinión personal, ya que en esto como en todo, no hay ninguna verdad absoluta. Comparto estos relatos porque me encantan y porque creo que son fascinantes y siento que tienen algo especial. De todos modos me encantaría que en la sección de comentarios, me dejarais una lista con vuestros relatos favoritos, ya que siempre estoy dispuesto a descubrir buenas historias.

Sin más preámbulos, aquí te dejo la lista, espero que los disfrutes si te animas a leerlos.

 

El hombre que pudo ser rey

Escrito por Rudyard Kipling en 1888, cuenta la historia de dos pícaros ex soldados británicos en la India que planean convertirse en reyes del remoto e inaccesible país de Kafiristán. Aventuras, acción, cultos ancestrales, tesoros escondidos… este relato lo tiene todo para hacer pasar un buen rato. La historia es tan buena que en 1975 John Houston rodó una versión cinematográfica que acabó por convertirse en película de culto, con Sean Connery, Michael Caine y Christopher Plummer en los papeles principales. Puedes leerlo aquí.

 

Un suceso en el puente de Owl Creek

Este relato escrito en 1890 es probablemente uno de los mejores de Ambrose Bierce, sino el mejor. Transcurre durante la Guerra civil norteamericana y cuenta la historia de un hombre al que van ahorcar en un puente. No puedo desvelar más detalles porque estropearía totalmente la trama, pero os aseguro que tiene un final brutal. Bierce era todo un maestro del cuento corto, además de ser un personaje bastante peculiar. En este Post hablé hace ya algún tiempo de su misteriosa desaparición. Puedes leer el relato aquí.

 

La última pregunta

Uno de los relatos más perfectos y que más me han hecho pensar. El argumento nace de una pregunta que dos borrachos realizan a una supercomputadora en el año 2061: ¿se puede revertir la entropía?. El ordenador la procesa y responde que no hay datos suficientes para una respuesta. A partir de ahí nos embarcamos en un viaje a través del espacio y el tiempo en el que ordenadores cada vez más avanzados y potentes intentan responder la pregunta, hasta desembocar en un desenlace totalmente inesperado. Toda una genialidad de Isaac Asimov, que concibió este cuento en 1956, mucho antes de que naciera internet y la tecnología de la que disponemos hoy y que en muy pocas páginas desarrolla conceptos evocadores a más no poder. Léelo aquí.

 

La noche boca arriba

Hoy la cosa va de finales sorprendentes. Este relato tiene un inicio de lo más banal: un hombre tiene un accidente de moto y acaba en un hospital. A partir de ahí la maestría de Cortázar hace que seamos incapaces de distinguir qué es realidad y qué es sueño o delirio. Todo es confusión, mientras avanzamos por derroteros oníricos y alucinados donde nada es lo que aparenta ser, en un cuento que también nos sorprende cuando llega el momento de la revelación. Fue publicado originalmente en la colección de relatos Final del juego de 1956. Puedes leerlo en este enlace.

 

Las ruinas circulares

El quinto de la lista es sin duda mi relato favorito de Jorge Luís Borges. Las ruinas circulares nos cuenta la historia de un hombre, un mago que decide soñar a otro hombre y transplantarlo a la realidad. Nos habla de las vicisitudes que tiene que pasar hasta que lo consigue. Es un relato narrado de manera magistral, lleno de alegorías y referencias, con un genial y devastador final. Borges lo escribió en 1940 y posteriormente lo incluyó en Ficciones (1944). Puedes leerlo en este link.

 

 

 

Carolina Grau – Carlos Fuentes


¿Quién o qué es Carolina Grau? Esta es la pregunta que me he hecho al acabar esta breve colección de relatos fantásticos del mexicano Carlos Fuentes.
Relatos entretejidos de manera sutil por este personaje que vaga por ellos como fantasma, pensamiento, protagonista, recuerdo, obsesión… Se podría decir que es un recurso usado por el autor para conectar las historias, pero en el fondo es algo más, es un símbolo. Símbolo de las dos constantes que se repiten a lo largo de la obra: La sensación de encierro y la búsqueda de la libertad. Y es ahí donde la figura evanescente de Carolina Grau actúa de catalizador, ya que ella representa el movimiento perpetuo y la libertad. No está atada a ningún plano espacio temporal, puesto que lo mismo es una bióloga mexicana o una amante furtiva en Sevilla, como se aparece en un pueblito de la Marche en Italia o acoge a un desertor de las tropas de Hernán Cortés en las selvas de México. Pero su recuerdo o presencia de alguna manera también contribuye al encierro de los personajes, así que se podría decir que es un ser paradójico, una especie de daimón.

«El carcelero tiene su carcelero y éste al suyo y así al infinito. Tú y yo somos los eslabones finales de una larga cadena de sumisiones. Así está ordenado el mundo, mi joven amigo. ¿Hay otra salida?».

Fuentes confesaba a propósito de esta obra que quiso escribir sobre un mundo cerrado, ya que «Estamos encerrados en nuestro propio cuerpo al fin y al cabo, estamos encerrados en nuestra condición, en nuestra ciudad, en nuestra política, en nuestra nación; estamos encerrados en el mundo». Es una premisa muy valida, aunque yo debo discrepar en que aunque estamos encerrados en esta realidad que habitamos, siempre queda un reducto de libertad dentro de cada uno de nosotros; nuestra imaginación. Claro está que la imaginación también puede contribuir a nuestro encierro si enfocamos nuestros pensamientos en esa dirección, pero lo cierto es que la imaginación es inagotable y cada uno de nosotros puede crear innumerables microcosmos dentro de este macrocosmos en el que existimos. Las posibilidades son infinitas.

No sólo se sirve el autor de Carolina Grau para contar las historias, si no que además los argumentos son notables e interesantes. Entre los ocho relatos podríamos destacar una versión alternativa de El conde de Montecristo, una mujer que da a luz un niño que brilla como el oro, un joven que aparece en un pueblo extraño en el que todos los habitantes parecen esperarlo, un conquistador español que encuentra un templo olmeca perdido en la selva o las obsesiones y anhelos del gran poeta italiano Giacomo Leopardi… todos los cuentos tienen, a pesar de su condición onírica y confusa, algo de especial, algo que engancha y que mantiene en vilo. Por supuesto Carlos Fuentes no se lo pone nunca fácil al lector y demanda que sea este último el que rellene los huecos que deja en las historias, ya que a veces la narración es fragmentaria y poco concluyente. Pero esto lo hace aún más interesante, puesto que el lector está obligado a dejar vagar su imaginación para completar los hechos. Otra cosa a destacar son los lugares donde transcurren las historias, son parte importante de la sensación de encierro que tienen los protagonistas de cada relato. Son escenarios extraños que parecen arrancados directamente de sueños y pesadillas.

En resumen: ocho cuentos cortos que bien podrían ser una novela, ya que todos se conectan sutilmente entre sí y un final demoledor, el del último relato del libro, en el que el círculo se cierra de manera magistral.

«Los hechos son inasibles. Nunca sabemos si lo que ocurre está ocurriendo, ya ocurrió o está por ocurrir».

 

Nota: La foto de la cabecera pertenece al castillo de If, la prisión donde transcurre parte de la novela de El conde de Montecristo.

 

Sherlock Holmes – Estudio en escarlata

«En la madeja incolora de la vida encontramos la hebra escarlata del asesinato, y nuestro deber consiste en desenredarla, separarla de las restantes y sacar a la luz hasta el menor de sus detalles”.

Sherlock Holmes es sin duda, uno de los personajes mas fascinantes de la literatura. Creado por el escocés Arthur Conan Doyle a finales del siglo XIX, se convirtió rápidamente en un éxito en su Gran Bretaña natal y con el paso del tiempo en un icono universal.
Con su excéntrica personalidad, sus métodos deductivos, sus extensos conocimientos y su frialdad a la hora de resolver los casos, Holmes se convirtió en el azote del crimen en la era victoriana, acompañado siempre de su inseparable amigo y cronista, el Doctor John Watson.

La novela

Estudio en Escarlata (A Study in Scarlet), publicada en 1887 en la revista Beeton’s Christmas Annual, es la primera aventura del famoso detective consultor. Consta de dos partes: en la primera, Watson que es el narrador, nos cuenta como llegó a Londres después de ser herido en la guerra de Afganistán, como conoció a Holmes y como ambos se vieron envueltos en la resolución de un asesinato bastante inverosímil, que se va complicando a medida que transcurre la narración por la pistas falsas que van encontrando.
La segunda parte añade un poco más de confusión a la historia, puesto que sin previo aviso cambiamos las oscuras calles de Londres por el desolado desierto de Utah en los Estados Unidos. Aunque lentamente todo va cobrando sentido y nos damos cuenta de que es un flashback que explica parte de la historia. Al final de todo esto, Holmes resuelve el caso y da la explicación a sus desconcertados compañeros.
No he querido profundizar mucho en el argumento para no estropear la experiencia lectora a los que se acerquen por primera vez a esta obra.

Estudio en Escarlata es una novela corta llena de suspense, que se lee de un tirón, comparada con el resto de historias de Sherlock Holmes es quizá una de las más flojas, pero he querido reseñarla por su valor histórico y porque es la primera de una gran serie de aventuras que me fascinan desde la primera vez que las leí. 
La copia que tengo es una preciosa edición conmemorativa por el 125 aniversario de la primera publicación de la novela, que cuenta con la portada e ilustraciones originales de D.H. Friston, junto con los anuncios comerciales que aparecían en la revista donde se publicó la historia, además cuenta con una soberbia traducción a cargo de Esther Tusquets.

Icono universal

Poco podía imaginar en 1887 Conan Doyle, médico de profesión además de escritor, que este personaje se convertiría en su pasaporte a la eternidad literaria. Sherlock Holmes ha trascendido de tal manera, que hoy en día, hay gente que piensa que fue una persona real y el 221B de Baker Street donde se ubicaba su ficticia residencia, se ha convertido desde hace varios años en lugar de peregrinaje para los fans del detective, puesto que allí se encuentra su museo. Es, como dije más arriba, todo un icono universal, creado en una época particularmente fecunda, que nos legó otras creaciones literarias de culto como Drácula, Frankenstein o el Dr. Jekyll y Mr. Hyde. 

Aunque la creación del género policiaco es atribuida a Edgar Allan Poe en sus cuentos protagonizados por el detective Auguste Dupin y que autores como Charles Warren Adams (El Misterio de Notting Hill), Émile Gaboriau (El Caso Lerouge) o Wilkie Collins (La Piedra Lunar) ya habían incursionado en el género, no fue hasta la aparición de Sherlock Holmes cuando se disparó la moda de las novelas de misterio y policíacas, un género redefinido a lo largo del tiempo, que en la actualidad sigue gozando de muy buena fama y ventas.

En definitiva, una novela ideal para pasar el rato y sumergirse en el universo «Holmesiano«, lleno de misterios, aventuras y sobre todo, muy buenas historias.

«No hay satisfacción en la venganza a menos que el culpable encuentre el modo de saber quien es la mano que lo fulmina”.

 

Una rosa para Emily – Un relato de William Faulkner

Un rosa para Emily fue el primer relato publicado por William Faulkner, apareció en 1930 en el magazine The Forum. Es un claro exponente del gótico sureño, con algunas reminiscencias del estilo macabro de E. A. Poe. Es una historia ambientada en Jefferson, la capital del ficticio condado de Yoknapatawpha, donde transcurren la mayoría de la ficciones del escritor norteamericano.

Este relato fue lo primero que leí de Faulkner hace ya unos cuantos años y fue toda una revelación, recuerdo que me encantó la cadencia y la manera de contar la historia. Ese ritmo lento y pegajoso que te introduce en el ambiente de esa pequeña ciudad sureña, atrapada entre la modernidad y las rancias tradiciones de antes de la guerra civil, que parecen no querer abandonar. El personaje de Emily Grierson es un claro exponente de ese pasado que persiste y que lo impregna todo. Un personaje peculiar, altivo, desconectado de la realidad y del progreso, que vive en su propio mundo y que se resiste con vehemencia a cualquier tipo de cambio.

El relato también es interesante porque en muy pocas páginas, el autor nos ofrece un muestrario de las costumbres y códigos de conducta de la sociedad sureña de la época y también nos habla de los efectos de la soledad y de la locura. Además la maestría de Faulkner introduce la dosis justa de suspense para llevarnos de la mano hasta el final. En resumen, un relato magnífico y una buena manera de aproximarse a un escritor con fama de difícil.

 

Una rosa para Emily

I

Cuando murió la señorita Emily Grierson, todo nuestro pueblo fue a su funeral: los hombres por una especie de respetuoso afecto hacia un monumento caído, las mujeres sobre todo por la curiosidad de ver el interior de su casa, que nadie, excepto un viejo criado —mezcla de jardinero y cocinero— había visto, por lo menos, en los últimos diez años.

Era una casa de madera, grande, más bien cuadrada, que alguna vez había sido blanca; estaba decorada con cúpulas, agujas y balcones con volutas, según el airoso y pesado estilo de los setenta. Se ubicaba en la que antiguamente fue nuestra mejor calle, después invadida por talleres y limpiadoras de algodón que se inmiscuyeron e hicieron caer en el olvido incluso los apellidos más ilustres de ese vecindario. Sólo la casa de la señorita Emily seguía alzando su obstinada y coquetona decadencia por encima de los camiones de algodón y las bombas de gasolina —un adefesio entre adefesios. Y ahora la señorita Emily había ido a reunirse con los que otrora portaran aquellos ilustres apellidos en el lánguido cementerio de cedros, donde yacían entre las tumbas, ordenadas en filas y anónimas, de los soldados de la Unión y la Confederación que cayeron en la batalla de Jefferson.

En vida, la señorita Emily había sido una tradición, una preocupación y un deber; algo así como una obligación hereditaria que recayó sobre el pueblo desde aquel día de 1894 en que el coronel Sartoris, el alcalde —quien creó el decreto por el cual ninguna mujer negra podría salir a la calle sin un delantal— le condonó el pago de impuestos desde la muerte de su padre y a perpetuidad. No era que la señorita Emily hubiera aceptado una obra de caridad. El coronel Sartoris inventó una complicada historia según la cual el padre de ella había prestado dinero al pueblo, dinero que la comunidad, por cuestiones financieras, prefería pagarle de esta manera. Sólo un hombre de la generación y con la mentalidad del coronel Sartoris podría haber inventado algo así, y sólo una mujer podría haberlo creído.

Este acuerdo generó cierto descontento cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, llegó a la alcaldía y al Consejo. El primer día del año le enviaron por correo una notificación del pago de impuestos. Llegó febrero y aún no había respuesta. Le escribieron un oficio para pedirle que se presentara en la oficina del alguacil en cuanto le fuera posible. Una semana después, el alcalde mismo le escribió, ofreciéndose a visitarla o enviarle su coche y recibió como respuesta una nota escrita en un papel de apariencia anticuada, con caligrafía fina y fluida y tinta desvanecida, en la que la señorita Emily le decía que ya no salía nunca. También incluía la notificación del pago de impuestos, sin comentario alguno.

Convocaron a una junta especial de concejales. Una delegación fue a buscarla y tocó la puerta por la que ningún visitante había pasado desde que ella dejó de dar clases de pintura en porcelana ocho o diez años antes. El viejo negro los guió hacia un oscuro vestíbulo, desde donde ascendía una escalera que se adentraba en una oscuridad todavía más profunda. Olía a polvo y desuso —un olor a encierro, a humedad. El negro los condujo a la sala, donde había pesados muebles de piel. Cuando él abrió las persianas de una ventana, pudieron ver las grietas en la piel de los muebles y al sentarse, un ligero polvillo se elevó perezosamente alrededor de sus muslos, girando con lentas motas a la luz del único rayo de sol. En un caballete dorado deslustrado que se encontraba frente a la chimenea, se erigía un retrato al carbón del padre de la señorita Emily.

Se levantaron cuando ella entró —una mujer pequeña y gorda, vestida de negro, con una delgada cadena de oro que descendía hasta su cintura y desaparecía en su cinturón. Se apoyaba en un bastón de ébano con cabeza de oro deslustrado. Su esqueleto era pequeño y enjuto; quizás por eso lo que en otra persona hubiera sido simple gordura, en ella era obesidad. Se veía hinchada y con el mismo color pálido que un cuerpo sumergido por mucho tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las protuberancias que formaban los pliegues de su cara, parecían dos pequeños carbones presionados en un bulto de masa que se movían de una cara a otra mientras los visitantes explicaban el motivo de su visita.

Ella no los invitó a sentarse. Solamente se paró bajo el marco de la puerta y escuchó en silencio hasta que el hombre titubeó y se detuvo. Entonces ellos pudieron escuchar el tictac del invisible reloj que colgaba de la cadena de oro.

Su voz era seca y fría. “Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. El coronel Sartoris me lo explicó. Quizás alguno de ustedes pueda tener acceso a los registros de la ciudad y comprobarlo por sí mismo.”

“Ya lo hicimos. Somos las autoridades de la ciudad, señorita Emily. ¿No recibió una notificación del alguacil, firmada por él mismo?”

“Sí, recibí un papel —dijo la señorita Emily—. Quizás él se cree el alguacil… Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”

“Pero, verá usted, no hay ningún registro que lo demuestre. Debemos seguir…”

“Vean al coronel Sartoris. Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”

“Pero, señorita Emily…”

“Vean al coronel Sartoris. (El coronel Sartoris había muerto hacía casi diez años.) Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. ¡Tobe! —el negro apareció—. Muéstrale a los caballeros dónde está la salida.”

II

Así que los venció, por completo, tal y como había vencido a sus antepasados treinta años atrás en relación con el olor. Eso fue dos años después de la muerte del padre de la señorita Emily y poco después de que su enamorado —el que todos creíamos que la desposaría— la abandonara. Después de la muerte de su padre ella salía muy poco; después de que su novio se fue, ya no se le veía en la calle en lo absoluto. Algunas damas tuvieron la osadía de buscarla pero no las recibió, y la única señal de vida en el lugar era el negro —joven entonces— que salía y entraba con la canasta del mercado.

“Como si un hombre —cualquier hombre— pudiera llevar una cocina adecuadamente”, decían las damas. Así que no se sorprendieron cuando surgió el olor. Fue otro vínculo entre el mundo ordinario, terrenal, y los encumbrados y poderosos Grierson.

Una vecina se quejó con el alcalde, el juez Stevens, de ochenta años de edad.

“¿Pero qué quiere que haga al respecto, señora?”, dijo.

“Bueno, mande a alguien a decirle que lo detenga —dijo la mujer—. ¿Acaso no hay leyes?”

“Estoy seguro de que no será necesario —dijo el juez Stevens—. Probablemente sea solamente que su negro mató una víbora o una rata en el jardín. Hablaré con él al respecto.”

Al día siguiente recibió dos quejas más, una de ellas de un hombre que le dijo con tímida desaprobación: “De verdad debemos hacer algo al respecto, juez. Yo sería el último en molestar a la señorita Emily, pero debemos hacer algo.” Esa noche el Consejo se reunió —tres hombres con barbas grises y un hombre más joven, miembro de la nueva generación.

“Es simple —dijo este último—. Enviémosle un aviso para que limpie su propiedad. Le damos un plazo para hacerlo y si no lo hace…”

“Por Dios —dijo el juez Stevens—, ¿acusaría a una dama de oler mal en su propia cara?”

Así que la noche siguiente, después de media noche, cuatro hombres cruzaron el jardín de la señorita Emily y se escabulleron en la casa como ladrones, husmeando a lo largo del basamento de ladrillo y los huecos del sótano mientras uno de ellos hacía un movimiento regular con el brazo, como de sembrador, sacando algo de un saco que colgaba de su hombro. Rompieron la puerta del sótano y espolvorearon cal ahí y en todo el exterior de la casa. Cuando cruzaron de nuevo el jardín, una ventana que había estado apagada estaba ahora iluminada y se podía ver a la señorita Emily sentada, con la luz detrás de ella y la parte superior de su torso inmóvil como la de un ídolo. Se deslizaron silenciosamente a través del césped hacia la sombra de las acacias que bordeaban la calle. Después de una semana o dos el olor desapareció.

Eso fue cuando la gente ya había comenzado a sentir verdadera pena por ella. El pueblo recordaba cómo la anciana Wyatt, su tía abuela, se había vuelto completamente loca y creía que los Grierson se sentían más importantes de lo que realmente eran. Ningún joven era lo suficientemente bueno para la señorita Emily y su familia. Habíamos pensado durante mucho tiempo en ellos como si fueran un cuadro, la delgada figura de la señorita Emily en el fondo y la figura de su padre al frente, con la espalda vuelta hacia ella y sujetando un látigo, ambos enmarcados por la puerta principal abierta. Así que cuando ella cumplió treinta años y aún era soltera, no fuimos precisamente complacidos, sino vengados; incluso con la locura de su familia, ella no hubiera rechazado todas sus oportunidades si éstas se hubieran materializado de verdad.

Cuando su padre murió, se rumoraba que la casa fue todo lo que le dejó, y de alguna forma, la gente estaba contenta por ello. Finalmente podrían compadecerse de la señorita Emily. Al quedar sola y pobre, se había humanizado. Ahora también ella sabría lo que eran la desesperación y el temor de tener un centavo de más o de menos.

El día siguiente a la muerte de su padre, todas las damas se prepararon para ir a su casa y ofrecer sus condolencias y ayuda, como es nuestra costumbre. La señorita Emily las encontró en la puerta, vestida como siempre y sin señal alguna de aflicción en el rostro. Les dijo que su padre no estaba muerto. Lo hizo durante tres días, con todo y que los ministros y los doctores la buscaban tratando de persuadirla para deshacerse del cuerpo. Justo cuando iban a recurrir a la ley y la fuerza, ella tuvo una crisis y ellos enterraron a su padre rápidamente.

Entonces no decíamos que estaba loca. Creíamos que tenía que hacer lo que hizo. Recordábamos a todos los jóvenes que su padre había ahuyentado y sabíamos que, ahora que nada le quedaba, tendría que aferrarse a quien la había robado, como cualquiera en su lugar lo haría.

III

Estuvo enferma durante mucho tiempo y cuando volvimos a verla, se había cortado el cabello, lo que la hacía parecer una niña, con un ligero parecido a esos ángeles de los vitrales de las iglesias —entre trágicos y serenos.

El pueblo acababa de aceptar los contratos para pavimentar las aceras y las obras comenzaron en el verano que siguió a la muerte de su padre. La compañía de construcción llegó con negros y mulas, maquinaria y un capataz llamado Homer Barron, yanki —un hombre grande, de piel oscura, vivaz, con una voz fuerte y ojos más claros que su rostro. Los niños lo seguían en grupos para escucharlo maldecir a los negros y a éstos cantar al compás con que subían y bajaban los picos. Muy pronto Homer Barron conocía ya a todo el pueblo. Siempre que se escuchaban risas en algún lugar de la plaza, él estaba en el centro del grupo. Poco tiempo después comenzamos a verlo con la señorita Emily las tardes de domingo, conduciendo su coche con ruedas amarillas y el par de caballos bayos de la caballeriza.

Al principio nos dio gusto que la señorita Emily estuviera interesada en alguien, porque todas las damas decían: “Por supuesto, una Grierson no tomaría en serio a un obrero del norte.” Pero otros, mayores, afirmaban que ni siquiera la aflicción podría hacer que una verdadera dama olvidara la noblesse oblige —sin llamarla exactamente noblesse oblige. Solamente decían: “Pobre Emily. Su familia debería visitarla.” Ella tenía algunos parientes en Alabama; pero años atrás su padre se había peleado con ellos por la herencia de la anciana Wyatt, la loca, y ya no había comunicación entre las dos familias. Ni siquiera habían enviado a alguien en su representación al funeral.

Y tan pronto como los ancianos dijeron “Pobre Emily”, los rumores comenzaron. “¿Crees que sea cierto? —se decían entre ellos—. Por supuesto que sí. ¿Qué más podría…?” Lo decían a sus espaldas; y el susurro de la seda y el raso detrás de las persianas cerradas bajo el sol de la tarde de domingo conforme sonaba el rápido clop-clop-clop de los caballos: “Pobre Emily.”

Ella llevaba la frente muy en alto —incluso cuando creíamos que había caído. Era como si demandara más que nunca el reconocimiento de su dignidad como la última Grierson; como si ese toque de desenfado reafirmara su impenetrabilidad. Como cuando compró el veneno para ratas, el arsénico. Eso sucedió un año después de que comenzaran a decir “Pobre Emily”, durante la visita de sus dos primas.

“Quiero un veneno”, dijo al droguero. Entonces ya rebasaba los treinta, era aún una mujer delgada, aunque más delgada de lo normal, con ojos negros, fríos y arrogantes, en una cara con la piel estirada sobre las sienes y alrededor de los ojos, como uno imaginaría que debe verse la cara de un guardafaros. “Quiero un veneno”, dijo.

“Sí, señorita Emily. ¿De qué tipo? ¿Para ratas y cosas por el estilo? Le recomiendo…”

“Quiero el mejor que tenga. No me importa de qué tipo sea.”

El droguero mencionó varios. “Matarían hasta a un elefante. Pero lo que quiere es…”

“Arsénico —dijo la señorita Emily—. ¿Ése es bueno?”

“¿Arsénico?… Sí, señora. Pero lo que usted quiere…”

“Quiero arsénico.”

El droguero bajó la mirada. Ella lo miró, muy erguida, con el rostro como una bandera tirante. “Bueno, por supuesto —dijo el droguero—. Si eso es lo que desea. Pero la ley exige que diga para qué va a usarlo.”

La señorita Emily sólo lo miró, con la cabeza inclinada hacia atrás para verlo a los ojos, hasta que él desvió la mirada, fue por el arsénico y lo envolvió. El repartidor, un niño negro, le llevó el paquete; el droguero no volvió. Cuando ella abrió el paquete en su casa, estaba escrito sobre la caja, debajo del símbolo de la calavera y los huesos cruzados: “Para ratas.”

IV

Así que al día siguiente todos dijimos “Va a suicidarse”; y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando se le había comenzado a ver con Homer Barron, habíamos dicho “Se casará con él”. Luego dijimos “Todavía puede convencerlo”, porque el mismo Homer había puntualizado que él no era para casarse, le gustaba alternar con hombres y se sabía que bebía con los jóvenes en el Club de Elk. Después dijimos “Pobre Emily” detrás de las persianas, cuando pasaban por la tarde de domingo en el brillante coche, la señorita Emily con la frente en alto y Homer Barron con el sombrero ladeado y un puro entre los dientes, tomando las riendas y el látigo entre sus guantes amarillos.

Luego algunas damas comenzaron a decir que era una desgracia para el pueblo y un mal ejemplo para los jóvenes. Los hombres no querían intervenir, pero finalmente las damas forzaron al pastor de la iglesia bautista —la familia de la señorita Emily pertenecía a la iglesia episcopal— a que hablara con ella. Él nunca habría de decir qué pasó durante la entrevista, pero se negó a regresar. Al domingo siguiente ellos pasaron de nuevo por las calles y el lunes la esposa del ministro le escribió a los parientes de la señorita Emily en Alabama.

De modo que de nuevo tenía parientes bajo su techo y nosotros esperamos para ver los acontecimientos. Al principio no sucedió nada. Luego estábamos seguros de que se casarían. Nos enteramos de que la señorita Emily había ido con el joyero y le había pedido un juego de tocador de plata para hombre, con las letras H.B. grabadas en cada pieza. Dos días después nos enteramos de que había comprado un juego completo de ropa de hombre, incluyendo un camisón para dormir. Entonces dijimos “Están casados”. De verdad estábamos contentos. Lo estábamos porque las dos primas eran aún más Grierson de lo que la señorita Emily había sido.

De modo que no nos sorprendió que Homer Barron se fuera —las obras en las calles habían terminado desde hacía algún tiempo. Nos desilusionó un poco que no hubiera una despedida pública, pero creíamos que él se había ido para preparar la llegada de la señorita Emily, o para darle la oportunidad de deshacerse de sus primas. (Para entonces ya era una conspiración y todos éramos aliados de la señorita Emily para ayudar a ahuyentar a las primas.) Efectivamente, después de una semana partieron. Y, como todos esperábamos, tres días después Homer Barron volvió al pueblo. Una vecina vio al negro recibiéndolo por la puerta de la cocina en la penumbra una noche.

Ésa fue la última vez que vimos a Homer Barron. También a la señorita Emily, por algún tiempo. El negro entraba y salía con la canasta del mercado, pero la puerta principal seguía cerrada. De vez en cuando la veíamos en la ventana por un momento, como cuando la vieron los hombres que esparcieron la cal, pero durante casi seis meses ella no se apareció en la calle. Entonces supimos que también esto era de esperarse; como si la personalidad de su padre, que había frustrado su vida de mujer tantas veces, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa como para morir.

Cuando volvimos a verla, había engordado y su cabello se estaba volviendo gris. Con los años se tornó gradualmente más gris hasta que llegó a ser de un gris acerado, entrecano parejo, y así permaneció. El día de su muerte a los setenta y cuatro años seguía siendo el mismo brioso gris acerado, como el cabello de un hombre activo.

A partir de entonces la puesta principal de su casa permaneció cerrada, excepto por un periodo de seis o siete años, cuando ella tenía alrededor de cuarenta años, durante el cual dio clases de pintura en porcelana. Acondicionó una de las habitaciones a manera de estudio en la planta baja y allí le enviaban a las hijas y nietas de los coetáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y el mismo espíritu con que las mandaban a la iglesia los domingos, con una moneda de veinticinco centavos para la canastilla de la limosna. Para entonces ya le habían condonado el pago de impuestos.

Entonces la nueva generación se volvió la columna vertebral y el alma del pueblo, las alumnas de pintura crecieron, se fueron y no enviaron a sus hijas con cajas de colores y tediosos pinceles e imágenes recortadas de las revistas para damas a la casa de la señorita Emily. La puerta principal se cerró por última vez detrás de la última alumna y permaneció cerrada para siempre. Cuando el pueblo tuvo correo gratuito, únicamente la señorita Emily se negó a dejarlos poner los números metálicos sobre su puerta y a instalar un buzón. Ella no los escuchaba.

Día con día, mes con mes, año con año, vimos al negro encanecer y encorvarse, entrando y saliendo con la canasta del mercado. Cada diciembre enviábamos a la señorita Emily una notificación para que pagara sus impuestos, notificación que regresaría por correo una semana después, sin haber sido abierta. De vez en cuando la veíamos en una de las ventanas de la planta baja —evidentemente, había cerrado el piso superior de la casa— como el torso tallado de un ídolo en un nicho, sin que supiéramos si nos veía o no. Así siguió de generación en generación —cercana, ineludible, impenetrable, impasible y perversa.

Y así murió. Se enfermó en la casa llena de polvo y de sombras, con sólo el negro senil para atenderla. Ni siquiera nos enteramos de que estaba enferma; hacía mucho que habíamos dejado de intentar obtener información del negro. Él no hablaba con nadie, quizás ni siquiera con ella, ya que su voz se había vuelto áspera y oxidada, como por el desuso.

Ella murió en una habitación de la planta baja, en una pesada cama de nogal con cortina, su cabeza gris apoyada en una almohada amarillenta y mohosa por el tiempo y la falta de luz del sol.

V

El negro recibió a las damas en la puerta principal, con sus cuchicheos silbantes y sus miradas furtivas y curiosas, y luego desapareció. Atravesó la casa, salió por la parte trasera y nadie volvió a verlo.

Las dos primas vinieron en seguida. Ellas organizaron el funeral al segundo día y recibieron al pueblo que venía a ver a la señorita Emily bajo un ramo de flores compradas, con la cara al carbón de su padre meditando profundamente por encima del ataúd, las damas repugnantes susurrando y los muy ancianos —algunos con sus uniformes de la Confederación recién cepillados— en el porche y el césped, hablando de la señorita Emily como si hubiera sido contemporánea suya, creyendo que habían bailado con ella y que quizás hasta la habían cortejado, confundiendo el tiempo y su progresión matemática, como le pasa a los ancianos, para quienes el pasado no es un camino que se estrecha, sino un vasto campo al que el invierno nunca toca, separado de ellos por el estrecho cuello de botella de la década más reciente.

Ya sabíamos que había una habitación en el piso de arriba que nadie había visto en cuarenta años, cuya puerta debería forzarse. Esperaron, sin embargo, hasta que la señorita Emily estuviera decentemente bajo tierra antes de abrirla.

La violencia al romper la puerta pareció llenar la habitación con un polvillo penetrante. Un paño delgado como el de la tumba cubría toda la habitación que es taba adornada y amueblada como para unas nupcias: sobre las cenefas de color rosa desvaído, sobre las luces rosas, sobre el tocador, sobre los delicados adornos de cristal y sobre los artículos de tocador de hombre, cubiertos con plata deslustrada, tan deslustrada que las letras estaban oscurecidas. Entre ellos estaba un cuello y una corbata, como si alguien se los acabara de quitar; al levantarlos, dejaron sobre la superficie una pálida medialuna entre el polvo. Sobre una silla estaba colgado el traje, cuidadosamente doblado; debajo de éste, los mudos zapatos y los calcetines tirados a un lado.

El hombre yacía en la cama.

Durante un largo rato nos quedamos parados ahí, contemplando aquella sonrisa profunda y descarnada. Parecía que el cuerpo había estado alguna vez en la posición de un abrazo, pero ahora el largo sueño que sobrevive al amor, que conquista incluso los gestos del amor, le había sido infiel. Lo que quedaba de él, podrido bajo lo que quedaba del camisón, se había vuelto inseparable de la cama en la que yacía, y la cubierta uniforme del paciente y eterno polvo cubría el cuerpo y la almohada a su lado.

Entonces nos dimos cuenta de que en la segunda almohada estaba la marca de una cabeza. Uno de nosotros levantó algo de ella e, inclinándonos hacia delante, con el débil e invisible polvo seco y acre en la nariz, encontramos un largo mechón de cabello color gris acerado.

– William Faulkner

 A Rose for Emily (1930).

 

Regina Tenebrarum – Un poema de Juan Eduardo Cirlot

La faceta poética de Juan Eduardo Cirlot estuvo bastante soterrada bajo el peso de sus ensayos sobre arte, símbología y música, hasta que sus hijas decidieron sacarla a la luz, publicando toda su poesía en tres volúmenes que editó Siruela hace ya algunos años.

Cirlot se nos revela como un gran poeta, con una voz muy personal, alejado de corrientes y modas. Una poesía donde se mezclan surrealismo, mitología, onirismo, historia y simbolismo. Un poeta oscuro unas veces, cegador otras, proteico, metafísico y experimental, cuya obra transmite una sensación de pérdida que solo parece ser aliviada con palabras e imágenes.

Cirlot es famoso por su magnífico Diccionario de símbolos, toda una joya de erudición y un gran libro de consulta. Fue una de las mentes más inquietas de su época, un apasionado de la guerra y coleccionista de espadas. Perteneció al grupo de vanguardia Dau al set, fue músico, divulgador y crítico de arte. En definitiva, todo un polígrafo.

También estuvo interesado en el ocultismo y la cábala, ferviente católico, amante de las mitologías celta y germánica, de tendencias filonazis, pero según él, solo se sentía atraído por la simbología nazi y el esoterismo que la rodeaba, aunque horrorizado por sus crímenes.

Todo un personaje y un poeta raro y marginal. Hoy os presento un poema que me encanta, un poema oscuro y decadente, lleno de poderosas imágenes y simbología salvaje y en el que fluctúa esa sensación de pérdida de la que hablaba antes. Espero que os guste.

 

 

Regina Tenebrarum

Ira, suma, lira, ¿será rimar?

Como si los leones devorasen tu cuerpo, y tu sangre
corriera sobre el mármol escaso.
Así te miro, pensando
en el sagrado día de tu muerte,
cuando un sepulcro inmenso beberá tu hermosura
quemada por el tiempo.
Habrás sido una música ciega en lo alto de un muro.
Mi larga maldición te pertenece como tus propios huesos,
llévatela contigo a la tierra.
Tenebrosa, ¿de qué te sirve tanto oro
confundido con plata?
No podré ver tu muerte, comprobar tu agonía;
sólo tendré una escueta noticia inacabada,
la certidumbre del lugar ocupado por tus «restos»
y la seguridad mayor de que no he de nombrarte
cuando me refiera a mis ángeles clarividentes, erguidos.

Los trozos de tu cuerpo estarán en mi recuerdo,
no entre las garras de las fieras.
Tu fragancia infernal aún será mía.
Las letras de tu nombre descompuesto formarán otros nombres
y en la pradera violeta crecerán otras torres
en los atardeceres prolongados por la sed hacia el pozo
donde tú, entonces, vivías
cuando el cielo era rojo y los árboles escarlatas crecían.
Así acontece ya con cada instante.
El sonido es la muerte que todavía resiste
y levanta, sin manos, un gesto hacia lo vivo.
Oye mi corazón; se está moviendo.
Y esta música horrenda que no le conmueve
soy yo.

Ven a verme llorar,
no lloro con los ojos ni con el pensamiento;
lloro con las entrañas, con los dedos quemados,
con la frente rajada por cuchillos
y con la llaga en llamas que yo todo soy.
Desciende del palacio, ven
a verme llorar.

Verás un monasterio cuando se despedaza
y verás dos mil años en sólo unos momentos,
o en un tiempo tan largo que la historia del mundo
no llena su interior.
(Allí dejamos sólo
un corazón abierto.
El árbol aún hablaba
cuando ya no era nada
en el campo monótono.)
Schoenberg está loco en el jardín de mi casa interior
Los jacintos aún florecen en la noche del África.
Dejadme, suplicó aquel mendigo.
Lo dejaron sin brazos, sin labios y sin ojos.
Yo tengo que recoger su espíritu,
bajarlo de la cruz,
y llevarlo a la cumbre de esta Tierra maldita.
Necesito las hachas brillantes, el punzón
que se clave en el centro de lo Negro.
Yo fui dorado como la nube al sol
o como la corona del monarca apresurado
a sentarse en su trono.
¿Dónde está mi draconario?
Las galeras han muerto, las torres
gimen en aglomeraciones de cenizas
y sus manos se agitan en un aire abrasado.
¿En qué guerra me podría salvar
entre esta turbamulta horrible de cristianos siniestros?

¡Violentos, venid!
Dentro de la dulzura se vierte lo corrupto
y los tejidos cantan un halo segregado.
Heridas sobrenadan,
hierbas, cruces.
Y el cabo de la rosa se repite el sudario.
Todos los cauces hablan con sus más grises bocas,
las rondas de las rocas viven bajo la tierra.
Oh, jardín
oye tu propia voz clavada en un pedazo
de inoíble papel.
Óyela y llora.

(Al amanecer, me aproximo al gran Valle perdido como si
fuese un gigante de piedra.)

Dime, belleza,
¿dónde te ocultarás cuando no exista este sonido
al que, feroz, te aferras?
¿Sabes lo que es el mar? Piensa.
Un día
vi una llaga horrorosa.
Parecía una flor, una torre, un extenso
paisaje bajo un sol de plomo.
Le pregunté: ¿Quién eres?
Me contestó un sonido sin habla,
un lamento que aún oigo sin oírlo,
un gemido sin letras. Pero creo
que mi nombre decía.
Es como si, de pronto,
mis heridas hablaran
y los ramos violetas que envuelven mi corazón
temblasen en la cabeza blanca del cementerio, así
una música absorta se eleva de las casas
e intenta retornar hacia el ave secreta
que te deshace lejos.
En la montaña abierta de par en par.
en aquella celeste puerta por la que ya no pasamos,
nuestras imágenes lanzan gritos agudos
y semejan relieves de cristal y de acero,
un Géminis de sangre.
Como si los paisajes fueran cerrojos
y tus manos la rosa inmensa que tapia los cielos;
así me acerco en silencio a tu gigantesco recuerdo,
mientras los lobos gimen en torno mío
y una esvástica negra
persigna mi frente donde siempre persistes
y donde te transformas en una fuente alada.
Pero la Oscuridad es tu dominio y por eso
me voy oscureciendo, Regina
Tenebrarum.
¿Dónde estará nuestro reino?.

– Juan Eduardo Cirlot

Regina Tenebrarum – 1966.

 

No se culpe a nadie – Julio Cortázar

Era una mañana de Enero en el punto B-305, mientras finas hebras de un sol invernal atravesaban la ventana, inundando de luz la habitación, J y M remoloneaban adormilados en una cama, acompasados con el ritmo de un blues lento, cuyas notas fluctuaban en el aire acariciándolos. En un momento dado, J le propuso a M leer un cuento de Julio Cortázar. M accedió encantado, así que J sacó las Instrucciones para leer cuentos, las consultó un par de minutos, busco el relato y entonces procedió a leérselo a M.

M recuerda que cerró los ojos mientras escuchaba a J para imaginarse mejor la historia y de vez en cuando los entreabría para verla leyendo muy concentrada el texto. M también recuerda que la voz de J, su acento (una bella amalgama entre argentino, canario y madrileño) y sus risas le daban un toque especial al relato. Una vez acabado el cuento, a M le entraron ganas de haber representado la historia de manera cómica mientras J lo leía y pensó en pedirle que se lo releyera, pero no lo hizo (quizá se lo pida la próxima vez). En lugar de eso, estuvieron riéndose y comentando el cuento entre caricias, cíclopes y sábanas relampagueantes. Y es que J y M son dos cronopios, que disfrutan con los mundos creados por el Gran Cronopio. Siguen fascinados, asombrándose cada vez que leen algo suyo como si fuera la primera vez y que cuando están juntos, las leyes de la realidad y el tiempo dejan de tener sentido y se trastocan hasta límites insospechados. Tanto como que en la (aparentemente inexistente) 503 haya dos dobles idénticos a ellos haciendo lo mismo pero al revés, que las sábanas contengan efímeras luciérnagas o que en la oscuridad total se materialicen de la nada y como por arte de magia, cuerpos, deseos y pasiones.

El cuento que J leyó a M es éste que os presento aquí, un relato muy divertido y con varias lecturas entre lineas. Un relato en el que como casi todo lo que escribió Cortázar, el orden cotidiano de la realidad se subvierte y se vuelve extraño, en este caso ponerse un jersey puede convertirse en toda una aventura. Espero que os guste tanto como a J y a mí.

 

No se culpe a nadie

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas, por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente, pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire, al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver, por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara, sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso, respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación, es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver, lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas, en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

Ilustración de Ángela Corti.

– Julio Cortázar

No se culpe a nadie, incluido en Final del juego, 1956.

 

El camino no elegido – Robert Frost

Esta tarde me fui a dar un paseo por el bosque buscando un poco de tranquilidad, un viento fuerte y frío mecía violentamente las copas de los árboles provocando un sonido atronador. Más que relajarme, me estaba perturbando. Parecía como si millones de abejas furiosas se hubieran juntado en un gigantesco enjambre y el zumbido de sus alas provocara una ensordecedora sinfonía disonante. Decidí huir de ese lugar e internarme en lo profundo de la floresta, donde el viento no pudiera barrer con sus impetuosos ataques la espesura y donde poder encontrar un poco de serenidad… y así caminado llegué a una zona desconocida, donde encontré una bifurcación en el camino y dudando por cual seguir, me vino a la mente este famoso poema de Robert Frost.

El camino no elegido

Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo,
y triste por no poder caminar por ambos
y por ser un viajero solitario, un largo rato estuve
mirando uno de ellos tan lejos como pude,
hasta donde se perdía en la espesura;

Así que elegí el otro de manera imparcial,
posiblemente la elección más adecuada
pues estaba cubierto de hierba y pedía ser usado;
Aunque en cuanto a eso, el pasar allí
los había desgastado a los dos casi por igual.

A ambos los cubría esa mañana
una capa de hojas que nadie había pisado.
¡dejaré el primero mejor para otro día!
Aunque tal y como son las cosas en la vida,
dudé si alguna vez volvería a aquel lugar.

Seguramente esto lo diré suspirando
en algún momento dentro de muchos años
dos caminos se bifurcaban en un bosque, y yo…
yo elegí el menos transitado,
Y eso marcó toda la diferencia.

– Robert Frost.

The Road Not Taken” incluido en “Mountain Interval”, 1916.

Bonito poema ¿verdad?. A mí me pasó un poco lo que a Frost, me quedé pensando qué camino seguir, pero al contrario que él, yo no me aventuré por ninguno, ya sé que quedaría mejor decir que me lancé por el menos transitado o por el otro, pero estaba anocheciendo y al final decidí darme la vuelta.

Mientras el sol declinaba y las sombras se iban alargando, me senté en una piedra a la vera del camino y me puse a pensar en el poema, divagué mucho sobre su significado y llegué a la conclusión de que el poeta quizá quiso expresar que a veces en la vida nos encontramos en encrucijadas y no sabemos qué camino tomar y, a veces no hay razón aparente para tomar un camino u otro, pero creemos que nuestra decisión tendrá consecuencias duraderas. En este caso Frost decide elegir al azar el que toma, porque no hay diferencias obvias entre ellos. En el poema se sugiere que el camino que toma es el menos transitado, pero no tiene forma de saber si el camino que no elige es más o menos transitado que el que elige, porque desconoce ambos. Más tarde la posibilidad de que pudiera volver sobre sus pasos para probar el otro camino se descarta, por la observación de que estaría tan influenciado por sus experiencias en el primer camino que ya no sería la misma persona que fue cuando tuvo la oportunidad de elegir el otro. Menudo trabalenguas me ha salido.

Pero por otra parte el poema es engañoso, al menos así lo consideraba el propio Frost. Se detecta cierto aire de ironía flotando entre lineas y quizá no tenga nada que ver con la romántica idea de “seguir tu propio camino”, si no que irónicamente se refiere a esas personas que elijan el camino que elijan, siempre se están lamentando de la opción no elegida. Al parecer, este poema fue inspirado por un amigo de Frost: el malogrado poeta Edward Thomas, que por lo que parece era de ese tipo de personas.

Cuando me quise dar cuenta, el bosque estaba en penumbra y me era difícil distinguir incluso el camino por el que yo había venido, me costó un rato volver a la senda conocida que me llevó a casa. Llegué cansado y aterido por el frío, pero contento por haber descubierto un lugar nuevo con dos caminos que quizá recorra un día…

¿Qué pensáis vosotros y vosotras?. Me gustaría conocer vuestra interpretación del poema. También os dejo la versión original que es más bella que mi triste “traducción”.

The Road Not Taken

Two roads diverged in a yellow wood,
And sorry I could not travel both
And be one traveler, long I stood
And looked down one as far as I could
To where it bent in the undergrowth;

Then took the other, as just as fair,
And having perhaps the better claim,
Because it was grassy and wanted wear;
Though as for that the passing there
Had worn them really about the same,

And both that morning equally lay
In leaves no step had trodden black.
Oh, I kept the first for another day!
Yet knowing how way leads on to way,
I doubted if I should ever come back.

I shall be telling this with a sigh
Somewhere ages and ages hence:
Two roads diverged in a wood, and I—
I took the one less traveled by,
And that has made all the difference.