La visita al museo es un relato bastante curioso y extraño de Vladimir Nabokov. Se podría englobar en la categoría de relato fantástico, pero probablemente su significado tenga más que ver con el sentimiento del propio Nabokov de ser un exiliado que otra cosa. Lo interesante es la forma en que está contada esta historia rica en simbología y en la que el lector es introducido lentamente en una atmósfera onírica en la que la extrañeza va creciendo gradualmente hasta devenir en pesadilla y llegar a un desenlace no menos desconcertante. Con todos estos ingredientes no tenemos método de saber si el protagonista lo está soñando, está delirando o simplemente se ha muerto y ese borgiano museo es una especie de purgatorio camino al infierno. No quiero desvelar detalles porque este relato a ratos surrealista y divertido al más puro estilo Nabokov y a ratos terrorífico por lo que sugiere, bien vale una lectura. Espero que os guste.
La traducción es de María Lozano y al final del post hay una explicación del propio autor referente a un pasaje que puede aclarar dudas a los lectores no rusos.
La visita al museo
Hace varios años, un amigo mío de París —una persona con alguna rareza, por decirlo suavemente—, al saber que yo iba a pasar unos días en Montisert, me pidió que me pasara por el museo local donde, según le habían dicho, se mostraba un retrato de su abuelo pintado por Leroy. Sin dejar de sonreír y con ademanes exagerados, me contó una historia bastante vaga a la que debo confesar que presté poca atención, en parte porque no me gustan los asuntos complicados de otra gente, pero sobre todo porque siempre había albergado mis dudas acerca de la capacidad de mi amigo para no dejarse llevar por la fantasía. La historia era más o menos así: después de que su abuelo hubiera muerto en su casa de San Petersburgo en tiempos de la guerra ruso-japonesa, los muebles de su casa fueron vendidos en subasta pública. El retrato, tras una serie de oscuras peregrinaciones, fue adquirido por el museo de la ciudad natal de Leroy. Mi amigo quería saber si el retrato estaba realmente allí; en el caso de que se encontrara en el citado museo, cuáles eran las posibilidades de rescatarlo; y si el rescate fuera posible, cuál sería el precio del mismo. Cuando le pregunté por qué no se ponía en contacto con el museo, respondió que ya les había escrito más de una vez sin haber recibido respuesta hasta el momento.
Me prometí a mí mismo no dar curso a su petición: siempre cabía la posibilidad de decirle que había caído enfermo o que había cambiado mi itinerario. La noción misma de ir a ver los monumentos turísticos, ya sean museos o edificios antiguos, me resulta desagradable; además, el encargo de mi buen amigo me parecía un tanto absurdo. Aconteció, sin embargo, que mientras deambulaba por las calles desiertas de Montisert en busca de una papelería, sin dejar de maldecir la torre altanera de una catedral, siempre la misma, que se empecinaba en aparecer ante mi vista en cuanto doblaba el recodo de una nueva calle, me vi sorprendido por un violento aguacero repentino que inmediatamente provocó la caída acelerada de las hojas de los plátanos porque el tiempo cálido de un octubre meridional se mantenía apenas en un hilo de vida. Corrí a resguardarme de la lluvia y me encontré en las escaleras de acceso al museo.
Era un edificio de proporciones modestas, construido con piedras de muchos colores, con columnas, una inscripción dorada sobre los frescos del pedimento y un banco de piedra de patas de león a ambos lados de la puerta. Una de sus hojas estaba abierta y el interior parecía oscuro contra el brillo del agua que caía. Me quedé un rato de pie en las escalinatas pero, a pesar del tejadillo que las protegía, iban poco a poco cubriéndose de motas húmedas. Vi que no se trataba de un aguacero pasajero sino que tenía visos de durar y, como no tenía nada mejor que hacer, decidí entrar en el museo. Apenas hube pisado las suaves losas resonantes del vestíbulo cuando llegó hasta mí el ruido de alguien que en una esquina distante había movido un taburete que se movía y el guarda, un jubilado insignificante al que le faltaba un brazo, se levantó y vino a mi encuentro, dejando de lado su periódico y mirándome por encima de las gafas. Pagué el franco que me correspondía y, tratando de no fijarme en las estatuas de la entrada (que eran tan convencionales e insignificantes como el número que abre un espectáculo de circo), entré a la sala principal.
Todo era como cabía esperar: tonos grises, sustancia dormida, materia desmaterializada. Ahí estaba la típica vitrina de monedas viejas y gastadas que descansaban sobre el terciopelo de sus correspondientes departamentos. Sobre la vitrina había un par de búhos, tinge y autillo, con sus nombres en francés que eran algo parecido a Gran Duque y Duque Secundario en traducción. Unos minerales venerables se mostraban en sus tumbas abiertas de polvoriento papier maché; la fotografía de un caballero atónito con barba puntiaguda dominaba una mezcolanza de voluminosos objetos negros de varios tamaños. Tenían un gran parecido con los excrementos de insecto congelados, y me detuve involuntariamente ante ellos, sin conseguir descifrar su naturaleza, composición o función. El guarda me había estado siguiendo con pasos de fieltro a una distancia respetuosa; sin embargo, en aquel momento, se acercó hasta mí, con un brazo a la espalda y el fantasma del otro en el bolsillo, sin dejar de deglutir algo a juzgar por el movimiento de su nuez.
—¿Qué son estas cosas? —pregunté.
—La ciencia no ha conseguido determinarlo todavía —replicó, con una frase que, sin duda, tenía aprendida de memoria—. Las encontró —continuó con el mismo tono de falsedad— Louis Pradier, concejal municipal y caballero de la Legión de Honor en 1895 —y con dedos trémulos indicó la fotografía.
—Eso está bien —dije—, pero lo que yo querría saber es ¿quién y por qué decidió que merecían un lugar en el museo?
—¡Y ahora permítame que dirija su atención hacia esta calavera! —exclamó el anciano enérgicamente, tratando de cambiar de tema.
—Sin embargo, me gustaría saber de qué material están hechos —le interrumpí.
—La ciencia… —comenzó de nuevo, pero se detuvo en seco y se miró como enfadado los dedos, sucios de tocar las vitrinas.
Yo me puse a contemplar entonces un jarrón chino, probablemente traído hasta allí por un marino; un grupo de fósiles porosos; un gusano pálido en nubes de alcohol y un mapa rojo y verde de Montisert en el siglo XVII; y también un trío de utensilios oxidados atados con una cinta fúnebre —una pala, un azadón y un pico. «Para excavar en el pasado», pensé distraído, pero esta vez no le pedí aclaraciones al guarda, que me seguía mansamente sin hacer ruido, deambulando en torno a la vitrinas expuestas. Detrás del primer vestíbulo había otro, aparentemente el último, en cuyo centro destacaba un gran sarcófago que parecía una bañera sucia, mientras que las paredes estaban cubiertas de cuadros.
Al punto los ojos se me quedaron prendidos en el retrato de un hombre que estaba entre dos paisajes abominables (con ganado y «ambiente»). Me acerqué y, ante mi considerable extrañeza, encontré el objeto preciso cuya existencia hasta ese momento se me había aparecido como un mero capricho de la imaginación de un hombre inestable. El hombre, pintado al óleo con pésimo arte, llevaba una levita, patillas y unos grandes quevedos sujetos con una cinta; tenía un cierto parecido con Offenbach, pero, a pesar del maldito convencionalismo del cuadro, tuve la sensación de que se podía vislumbrar en sus rasgos un cierto parecido, por así decir, con mi amigo. En una esquina del mismo, en carmín sobre fondo negro se leía la firma Leroy, escrita en una letra tan vulgar como la propia obra.
Sentí un aliento avinagrado junto a mis hombros y me volví a confrontar la mirada amable del guarda.
—Dígame —le pregunté—, supongamos que alguien quisiera comprar uno de estos cuadros, ¿a quién tendría que dirigirse?
—Los tesoros del museo constituyen el mayor orgullo de esta ciudad —replicó el anciano—, y el orgullo no está a la venta.
Ante su elocuencia decidí apresurado darle la razón en todo lo que dijera, lo cual no me impidió preguntarle el nombre del director del museo. Él trató de distraerme con la historia del sarcófago, pero yo seguí insistiendo. Finalmente me dio el nombre de un tal señor Godard y me explicó dónde encontrarlo.
Con toda franqueza debo decir que me alegré de que el cuadro existiera. Es divertido asistir al momento en que un sueño se hace realidad, incluso si no se trata de un sueño propio. Decid arreglar el asunto sin más dilaciones. Cuando decido hacer una cosa, no hay nada que pueda detenerme. Abandoné el museo con pasos decididos y sonoros para encontrar que había cesado la lluvia, que el azul se había extendido por el cielo, que una mujer de medias todas manchadas corría por la calle en una bicicleta que brillaba como la plata, y que las nubes se habían refugiado en las colinas que rodeaban la ciudad. Y de nuevo la catedral empezó a jugar al escondite conmigo, pero conseguí burlarla. Conseguí escapar apenas de la embestida de las ruedas de un furioso autobús rojo repleto de jóvenes que cantaban, crucé la calzada de asfalto y un minuto más tarde estaba llamando a la puerta de la verja del señor Godard. Resultó ser un enjuto caballero de mediana edad con cuello duro y pechera almidonada, con la consabida perla en el nudo de su corbata de plastrón, y un rostro que se asemejaba mucho al de un perro lobo ruso; como si aquello no fuera suficiente, se encontraba chupando unas costillas con ademanes absolutamente caninos mientras que a la vez trataba de pegar un sello en un sobre, cuando yo entré en aquella su habitación pequeña pero lujosamente amueblada con su tintero de malaquita sobre el escritorio y un jarrón chino, que me resultaba extrañamente familiar, sobre la repisa de la chimenea. Un par de floretes se cruzaban sobre el espejo, que reflejaba su estrecha nuca gris. Aquí y allá una serie de fotografías de un buque de guerra rompían la monotonía de la flora azul del papel que revestía las paredes.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó, arrojando la carta que acababa de sellar a la papelera. Esta acción me resultó extraña; sin embargo, no consideré oportuno intervenir. Le expliqué el objeto de mi visita en pocas palabras, e incluso pronuncié la importante suma de dinero que mi amigo estaba dispuesto a ofrecer, aunque él me había dicho que no mencionara ninguna cantidad, sino que esperara a conocer las condiciones que el museo requiriera.
—Lo que me dice es maravilloso —dijo el señor Godard—. El único problema es que usted está en un error… no existe tal cuadro en el museo.
—¿Qué quiere decir que no existe tal cuadro? ¡Acabo de verlo! Retrato de un aristócrata ruso de Gustave Leroy.
—Tenemos un Leroy —dijo el señor Godard cuando hubo hojeado un cuaderno con tapas de hule en una de cuyas páginas se detuvo apuntando una determinada entrada con su uña negra—. Sin embargo, no es un retrato sino un paisaje rural: El retorno del rebaño.
Repetí que había visto el cuadro con mis propios ojos cinco minutos antes y que no había poder en la tierra que me pudiera hacer dudar de su existencia.
—De acuerdo —dijo el señor Godard—, pero yo tampoco estoy loco. He sido conservador de nuestro museo casi durante veinte años y me sé de memoria este catálogo como si fuera el padrenuestro. Aquí dice El retorno del rebaño y eso quiere decir que hay un rebaño y que está volviendo al redil y que, a no ser que el abuelo de su amigo haya sido pintado como un pastor, no puedo ni siquiera concebir la existencia de su retrato en nuestro museo.
—Lleva levita —exclamé—. ¡Le juro que lleva levita!
—¿Y qué le pareció nuestro museo y sus colecciones? —preguntó Godard con cierta suspicacia—. ¿Le gustó el sarcófago?
—Escuche —dije (y creo que se hizo perceptible un cierto temblor en mi voz)—, hágame un favor, vayamos ahora mismo allí, y lleguemos al acuerdo de que en el caso de que el retrato está allí, usted me lo vende.
—¿Y si no está?
—Le pagaré la suma indicada, en cualquier caso.
—Está bien —dijo—. Aquí tiene, tome este lapicero rojo y azul y en rojo, en rojo,
por favor, póngame por escrito la proposición que acaba de hacerme.
Estaba tan excitado que hice lo que me pedía. Al ver mi firma, deploró la difícil pronunciación de los nombres rusos. Luego añadió su propia firma y doblando rápidamente la hoja de papel se la metió en el bolsillo del chaleco.
—Vamos —dijo, haciendo el ademán de estirarse los puños.
Por el camino entró en una tienda donde compró una bolsa de caramelos
pegajosos que pasó a ofrecerme con insistencia; aun cuando yo rechacé su oferta, intentó meterme un par de ellos en la mano. Yo la retiré. Unos cuantos caramelos cayeron en la acera; se detuvo a recogerlos y luego me alcanzó en un trote. Cuando nos acercábamos al museo vimos el autobús rojo de los turistas (vacío, ahora) aparcado en la puerta.
—¡Ajá! —dijo Godard, complacido—. Veo que hoy tenemos muchos visitantes.
Se quitó el sombrero y con él en la mano como si fuera abriéndole paso, subió con todo decoro las escalinatas.
Algo no marchaba bien en el museo. Surgían de su interior gritos pendencieros, risas lascivas, e incluso lo que parecían ser los ruidos típicos de una pelea. Entramos al primer vestíbulo; allí el anciano guarda trataba de impedir que dos sacrílegos, todos sudorosos y de rostros ya rojos de energía, que portaban en las solapas una especie de emblemas festivos, se llevaran los excrementos del señor concejal de su correspondiente vitrina. El resto de los jóvenes, miembros de alguna organización deportiva rural, no paraban de hacer ruido y de reírse descaradamente, algunos del gusano conservado en alcohol, otros de la calavera. Uno hacía payasadas con las tuberías del radiador que pretendía era uno de los objetos expuestos; otro apuntaba con el puño e índice a una lechuza. Habría como unos treinta en total, y sus voces y movimientos creaban un tumulto de ruidos y estrépito.
Godard se puso a dar palmadas de atención y a apuntar a un cartel que decía: «Los visitantes del museo deben ir decentemente vestidos». Luego se abrió y me abrió camino hasta la sala segunda. Inmediatamente todo aquel tropel se apresuró a seguirnos. Yo llevé a Godard hasta el retrato; se quedó helado al verlo, hinchó el pecho, y luego se hizo atrás uno o dos pasos como para admirarlo, y con su tacón femenino le dio un pisotón a uno de aquellos energúmenos.
—Espléndido cuadro —exclamó con una sinceridad genuina—. Bueno, no seamos miserables en esta cuestión. Usted tenía razón, debe de haber un error en el catálogo.
Mientras hablaba, sus dedos, que parecían haber adquirido un movimiento independiente, rompieron nuestro acuerdo en miles de papelitos que fueron cayendo como copos de nieve en una escupidera maciza.
—¿Y quién es ese mono viejo? —preguntó un individuo con un jersey a rayas, mientras que otro gamberro, al ver que el abuelo de mi amigo estaba pintado con un puro encendido, intentaba encender su pitillo con la lumbre del puro.
—De acuerdo —dije—, fijemos el precio, y en cualquier caso, vayámonos de aquí.
Había una salida, de la que no me había percatado antes, al fondo de la sala y nos apresuramos a salir por ella.
—No puedo tomar una decisión —gritaba Godard por encima de aquel estrépito —. Ser decidido sólo es bueno cuando viene apoyado por la ley. Primero tengo que discutir este asunto con el alcalde, que acaba de morir y todavía no ha sido elegido. Dudo que pueda comprar el retrato pero, de todos modos, me gustaría enseñarle algunos de nuestros tesoros.
Nos encontramos en una sala de considerables dimensiones. Unos libros de color pardo, con un aspecto como si los hubieran pasado por agua y de páginas toscas y sucias, estaban dispuestos bajo un cristal sobre una larga mesa. En las paredes había unos muñecos, soldados de botas altas con rodillera.
—Hablemos del asunto —exclamé desesperado, tratando de dirigir las evoluciones de Godard hacia un sofá de terciopelo que había en una esquina. Pero el guarda me lo impidió. Blandiendo como espada su brazo sano, llegó corriendo hasta nosotros, perseguido por una jubilosa multitud de jóvenes, uno de los cuales se había tocado la cabeza con un casco de cobre de brillo rembrandtesco.
—¡Quíteselo, quíteselo! —gritaba Godard, y un empujón anónimo llevó al casco a volar por los aires con estruendo, lejos de la cabeza del gamberro.
—Sigamos —dijo Godard, tirándome de la manga, y entramos en la sección de escultura antigua.
Me perdí por un momento entre unas enormes piernas de mármol, y tuve que pasar dos veces por delante de una rodilla gigantesca antes de recobrar a Godard, que me buscaba también a mí desde detrás del tobillo blanco de una gigante cercana. Y en ese momento, un individuo con bombín, que debía haberse encaramado a la estatua, cayó de repente y desde las alturas al suelo de piedra. Uno de sus compañeros intentó ayudarle a levantarse, pero estaban los dos borrachos y Godard los dejó de lado y corrió hasta la sala vecina, radiante de alfombras orientales; tres podencos corrían sobre alfombras azules y un arco y una aljaba descansaban sobre una piel de tigre.
Curiosamente, sin embargo, la abigarrada mezcolanza de objetos así como la amplitud del lugar sólo provocaban en mí una sensación imprecisa como de opresión, que quizá fuera debida a que no dejaban de pasar ante mi vista nuevos visitantes y tal vez porque yo ya estaba impaciente por abandonar aquel museo innecesario, que no dejaba de expandirse, y dedicarme en calma y libertad a cerrar mis negociaciones mercantiles con Godard, empecé a experimentar una vaga sensación de alarma. Mientras tanto, habíamos transportado nuestros cuerpos hasta una nueva sala, que debía de ser realmente enorme, porque albergaba el esqueleto completo de una ballena, que parecía el casco de una fragata; a lo lejos se divisaban todavía más salas, con el correspondiente brillo oblicuo de los cuadros, llenos de nubes de tormenta, entre las que flotaban ídolos del arte religioso mostrando vestimentas azules y rosas; y todo ello se resolvía en una abrupta turbulencia de pliegues envueltos en la niebla, y candelabros todos relucientes y peces con agallas translúcidas que serpenteaban a través de acuarios iluminados. Al subir a toda prisa por una escalera vimos, desde la galería superior, un grupo de gente de pelo gris y con paraguas, examinando una réplica gigantesca del universo.
Finalmente, al llegar a la habitación sombría pero magnífica dedicada a la historia de las máquinas de vapor, conseguí detener por un instante a mi despreocupado guía.
—¡Ya basta! —grité—. Yo me voy. Hablaremos mañana.
Cuando acabé de hablar ya se había desvanecido. Me volví y vi, apenas a unos centímetros de donde yo estaba, las majestuosas ruedas de una sudorosa locomotora. Durante un largo rato traté de rehacer mi camino entre los distintos modelos de estaciones de ferrocarril. ¡Qué raras brillaban las señales violetas en la penumbra de detrás del abanico de los raíles húmedos, y qué espasmos sacudían mi pobre corazón! De repente, todo volvió a cambiar de nuevo: ante mí se extendía un pasillo infinitamente largo, que contenía numerosos armarios de oficina y también gente que se escabullía de forma un tanto escurridiza. Di un giro de noventa grados y me encontré en medio de instrumentos musicales; las paredes, todas un gran espejo, reflejaban una hilera de pianos de cola, mientras que en el centro había una especie de estanque con un bronce de Orfeo sobre una roca verde. El tema acuático no acababa ahí porque, al volver corriendo, di con mi persona en la Sección de Fuentes y Arroyos, y me resultaba difícil caminar por las riberas sinuosas y cenagosas de aquellas aguas.
De vez en cuando, a uno u otro lado, aparecían unas escaleras de piedra con unos charcos en los escalones que me producían una extraña sensación de miedo, que descendían hasta abismos llenos de niebla de los que surgían una serie de silbidos, el chocar de platos, el golpeteo de máquinas de escribir, martillazos, y muchos otros ruidos, como si, allá abajo, hubiera salas de exposiciones de algún que otro tipo, que ya estuvieran cerradas o cuyas obras estuvieran a punto de completarse. Luego me vi envuelto en la oscuridad y empecé a tropezar con todo tipo de muebles desconocidos hasta que finalmente vi una luz roja y salí a una plataforma que sonaba metálica a mi paso… y de repente, tras ella, me encontré con un cuarto de estar iluminado, amueblado con gusto al estilo Imperio, pero sin un alma, sin un alma… Para entonces yo ya estaba indescriptiblemente aterrado, pero cada vez que intentaba deshacer mi camino a lo largo de los distintos pasadizos, me volvía a encontrar en lugares desconocidos —en un invernadero con hortensias y cristales rotos a través de los cuales se colaba la oscuridad de la noche artificial o en un laboratorio desierto con alambiques polvorientos sobre las mesas. Finalmente fui a parar a una especie de habitación con percheros monstruosamente atiborrados de abrigos negros y pieles de astracán; desde detrás de una puerta llegaba un estallido de aplausos, pero cuando abrí la puerta de golpe, no encontré teatro alguno, sino únicamente una suave opacidad y una niebla de imitación tan perfecta que incluso mostraba de forma convincente una serie de manchas correspondientes a unas confusas farolas. ¡Más que convincentes! Avancé unos pasos e inmediatamente una inconfundible y bienvenida sensación de realidad reemplazó finalmente a toda aquella basura irreal contra la que me había ido estrellando por todos los lados. La piedra que tenía bajo mis pies era un auténtico adoquín de la acera, espolvoreada con nieve maravillosamente fragante y recién caída. Al principio la frescura silenciosa y nevada de la noche, que de alguna manera me resultaba extrañamente familiar, me produjo una sensación placentera después de mi deambular enfebrecido. Confiadamente, empecé a hacer conjeturas acerca del lugar en el que había estado y acerca del porqué de la nieve, y qué serían aquellas luces que brillaban exageradamente aunque indistintas, aquí y allá en la parda oscuridad. Me puse a mirar e incluso me agaché a tocar una piedra redonda del bordillo de la acera, y luego me quedé contemplando la palma de la mano, llena de húmedo frío granular, como si esperara encontrar allí una explicación. Sentí que iba vestido demasiado ligero, demasiado cándido, pero la conciencia de que había logrado escaparme del laberinto del museo era todavía tan fuerte que en los dos primeros minutos, no experimenté ni sorpresa ni miedo. Siguiendo con mi examen detenido miré la casa junto a la que me encontraba e inmediatamente me chocó el espectáculo de sus escaleras de hierro y de los raíles que bajaban hasta la nieve en su camino hacia el sótano. Me dio una punzada al corazón, y cuando volví a mirar la acera lo hice con una curiosidad de orden nuevo, un punto alarmada, al ver su cubierta blanca a lo largo de la cual se estiraban una serie de líneas negras, y también el cielo pardo cruzado por una luz persistente y misteriosa, y el parapeto macizo a cierta distancia. Me pareció que tras él había como una pendiente; algo crujía y regurgitaba allí abajo. Más allá, al otro lado de aquella cavidad lóbrega, se extendía una cadena de luces borrosas. Arrastrándome por la nieve con mis pies empapados, caminé unos cuantos pasos, sin dejar de mirar aquella casa oscura a mi derecha; sólo había luz en una ventana, donde una lámpara solitaria lucía débilmente bajo su pantalla de cristal verde. Una puerta de madera cerrada… Deben de ser los postigos de una tienda que duerme… Y a la luz de una farola cuyas formas me habían empezado a gritar su mensaje imposible, conseguí descifrar el final de un letrero —«… INKA SAPOG» (… CIÓN DE CALZADO)— pero no, no era la nieve la que había borrado el letrero. «No, no, en un minuto me despertaré», dije en alta voz, y, temblando, con el corazón a golpes, me di la vuelta, seguí caminando, me volví a detener. De algún lugar me llegó el ruido de unos cascos de caballo que se alejaban, la nieve se asentaba como un gorro de dormir sobre una piedra y se mostraba confusamente blanca sobre una pila de leña al otro lado de la verja, y entonces supe, de manera irrevocable, dónde me encontraba. ¡Ay de mí, no era en la Rusia que yo recordaba, sino en la Rusia real de hoy en día, prohibida para mí, desesperadamente servil, y también desesperadamente mi patria! Yo, un medio fantasma vestido con un traje extranjero de verano, me quedé de pie en la nieve impasible de una noche de octubre, en algún lugar junto al Moyka o al canal Fonanja, o quizá fuera en el Obvodny, y tenía que hacer algo, ir a algún lugar, correr; proteger con desesperación mi vida frágil, fuera de la ley. ¡Cuántas veces había experimentado esa misma sensación mientras dormía! Ahora, sin embargo, era realidad. Todo era real, el aire parecía mezclarse con los copos de nieve dispersos, con el canal que todavía no se había helado, con la casa flotante, y con aquel peculiar rectángulo de las ventanas oscuras y amarillas. Un hombre con una gorra de piel, y una cartera bajo el brazo, llegó hasta mí como desde la niebla, me lanzó una mirada asustada y se volvió a mirarme después de haberse cruzado conmigo. Esperé a que desapareciera y entonces, con prisas, empecé a sacar todo lo que llevaba en los bolsillos, destrozando papeles, arrojándolos en la nieve y después pisoteándolos. Había algunos documentos, una carta de mi hermana en París, quinientos francos, un pañuelo, cigarrillos: sin embargo, a fin de despojarme de todos los tejidos del exilio, tendría que desgarrar y destrozar mi ropa, mis calzoncillos, mis zapatos, todo, y quedarme idealmente desnudo: y aunque ya estaba temblando y con escalofríos a causa del frío y también de mi angustia, hice todo lo que pude en ese sentido.
Pero basta. No relataré la historia de cómo me arrestaron ni tampoco contaré las pruebas subsiguientes por las que hube dé pasar. Baste decir que me costó una paciencia y un esfuerzo increíbles volver a salir al extranjero, y que, desde entonces, me he jurado no llevar a cabo misiones confiadas por la locura de los otros.
– Vladimir Nabokov.
«La visita al museo» («Poseshchenie muzeya») se publicó en la revista del exilio Sovremennyya Zapiski (1939) y posteriormente en el volumen de relatos Vesna v Fialte (1959). La versión inglesa apareció en Esquire en marzo de 1963 y posteriormente se incluyó en Nabokov’s Quartet (1966).
Los lectores que no sean rusos tal vez agradezcan una nota explicativa. En un determinado momento, el desgraciado narrador observa el rótulo de una tienda y se da cuenta de que no está en la Rusia de su pasado sino en la Unión Soviética. El detalle revelador es la ausencia de la letra que solía decorar el final de una palabra terminada en consonante en la vieja Rusia pero que se omite en la ortografía reformada adoptada por los soviéticos.