Henri Rousseau, el pintor que no sabía pintar

Bueno, pintar sí que sabía pintar, pero con un estilo tan primitivo e infantil que según quien lo mire, podría resultar cómico o incluso lamentable. Lo cierto es que Henri Rousseau fue ridiculizado en vida debido a que era un pintor autodidacta, no tenía formación académica de ningún tipo. Pero a la larga ese estilo tan peculiar le convirtió en todo un referente dentro de las vanguardias de principios del siglo XX; más bien podríamos afirmar que él fue una vanguardia en sí mismo.

 

El aduanero.

Se sabe muy poco de la vida personal de Rousseau antes de su llegada a París, puesto que él mismo se encargó de crear ese misterio inventándose parte de su vida para darse importancia. Pero lo que sí sabemos es que nació en Laval en 1844, que tuvo una infancia bastante dura, rozando la indigencia en Angers y que a los 24 años se trasladó a París, donde se casó y consiguió un empleo de recaudador de impuestos en la oficina arancelaria, de ahí su apodo de “El aduanero”.
Desempeñó este trabajo hasta 1893, cuando decidió que ya podía vivir de su arte. Lo cierto es que se equivocaba puesto que en muchas ocasiones tuvo que vender sus cuadros en la calle o dar clases de violín para poder subsistir.

 

Autodidacta.

La clave del éxito de Rousseau estriba paradójicamente en su nula formación académica, vamos, que el tipo era un auténtico desastre a nivel técnico. Era incapaz por ejemplo, de pintar caras o de colocar figuras correctamente sobre un plano, todas sus pinturas tienen un aire infantil y naíf mas propio de los intentos por dibujar de un niño, que de un adulto. Pero quizá sea por eso por lo que atraen y fascinan, por esa frescura e ingenuidad, además su colorido es espectacular. Sus escenas selváticas llenas de exuberante vegetación y animales al acecho son sencillamente geniales, incluso se ha contado en una de sus pinturas hasta 48 tonos distintos de verde, todos ellos muy bien definidos y combinados.

“La encantadora de serpientes” (1907), Musée d’Orsay, Paris.

Rousseau nunca salió de Francia, así que para poder pintar esas escenas de frondosas selvas tiró mucho de imaginación, pero también de un exhaustivo trabajo de documentación, libros, fotografías de junglas, bosques y animales salvajes. Además era un asiduo del zoológico y del jardín botánico de París, donde cuenta que se maravillaba paseando entre todas esas especies exóticas de plantas. Aunque él siempre contó una versión totalmente distinta (y falsa), la de que adquirió sus conocimientos siendo soldado en México en la expedición militar francesa de apoyo a Maximiliano de Habsburgo.

“Tigre en una tormenta tropical” (1891), National Gallery, London.

Estas escenas tropicales son realmente cautivadoras, el salvaje cromatismo, la frondosidad y la gran variedad de plantas y animales le dan un toque psicodélico, incluso sinestésico, no en vano el mismo Kandinsky además de considerarle uno de los padres del nuevo realismo y un referente del arte moderno, dijo de él que había llegado a un estado emocional puro en el arte y que sus pinturas “emanaban uno de los sonidos mas especiales que jamas había escuchado”.

“La gitana dormida” (1897), MoMA, New York.

Aunque la intención Rousseau era pintar cuadros realistas, su particular estilo y pocos conocimientos le llevaron a crear obras de corte surrealista aún sin quererlo; La gitana dormida, es su máximo exponente. Es una escena muy onírica (para algunos clara precursora del surrealismo), que influyó en grandes como Ernst, Magritte o Delvaux entre otros.

“La guerra” (1894), Musée d’Orsay, Paris.

Veinte años después del final de la guerra franco-prusiana, Rousseau pintó La guerra. En ella vemos una escena dantesca, una mujer que parece la encarnación de Belona, la diosa romana de la guerra, cabalga sobre una especie de caballo monstruoso, que parece volar sobre un grotesco mar de cadáveres mutilados y descompuestos, mientras los cuervos se dan un festín en un paisaje del que la muerte se ha enseñoreado completamente. A nivel técnico es una chapuza, pero a nivel visual tiene una fuerza arrolladora. Pues bien, esta pintura fue adquirida en su día por Pablo Picasso y estoy segurísimo de que si no hubiera contemplado esta carnicería, no habría pintado nunca su famoso Guernica, ni habría desarrollado el cubismo, ya que para ello tomó de Rousseau la redefinición del espacio pictórico, ordenando los elementos desde el fondo hasta el primer plano, como si de collages superpuestos se trataran.

“Vista de la Ille de la Cité” (1890), Ackland Art Museum, Chapel Hill.

La relación entre Picasso y Rousseau fue bastante curiosa. Cuenta la historia que en 1908, paseando un día por la calle, el malagueño se encontró a nuestro protagonista vendiendo sus cuadros y se acercó a él con la intención de comprarle uno, además se le ocurrió invitarle a un banquete en su honor, una especie de homenaje/mofa con toda la créme de las vanguardias de la época. Rousseau aceptó el convite y al día siguiente acudió al Bateau Lavoir a una celebración que tuvo mucho de la hilaridad de La cena de los idiotas. Rousseau que se comportaba como si realmente fuera una celebridad, le comentó a Picasso tras varias copas “nosotros dos somos los pintores más grandes de nuestra época, tú en el estilo egipcio y yo en el moderno” y es que al parecer el español había declarado en una ocasión con sorna “si este señor hace arte moderno, lo mío debe ser arte egipcio”. Nunca sabremos si quiso devolvérsela o si en su aparente ingenuidad, se tomaba todo a bien, ironías y comentarios hirientes incluidos.

“Noche de carnaval” (1886), Philadelphia Museum of Art, Philadelphia.

Rousseau fue un incomprendido en su época, y por ello pasó desapercibido muriendo en la pobreza más absoluta en 1910, fue enterrado en una fosa común, pero días después de su sepelio varios de sus amigos organizaron una colecta entre los artista de Montmartre para darle un entierro digno al que solo asistieron siete amigos, entre ellos el poeta Guillaume Apollinaire, que escribió un bello epitafio para que Constantin Brâncusi lo esculpiera en su lápida.

“El sueño” (1910), MoMA, New York.

Días antes de su muerte, Rousseau había acabado de pintar la que quizá sea su obra maestra: El sueño, una bellísima pintura donde se resume todo su arte, exuberancia, colorido, vivacidad, onirismo, frescura y sobre todo pureza.

Rousseau demostró que la perseverancia y el amor al arte están por encima de todo; se obstinó en ser artista a pesar de sus limitaciones y las devastadoras críticas; influyó en cubistas, surrealistas y fauvistas; cumplió su sueño con honestidad y al final, esa pasión tuvo premio: la inmortalidad.

“Yo mismo: Retrato-paisaje” (1890). Národní galerie v Praze, Praha.

Y hasta aquí la entrada de hoy, espero que hayáis disfrutado con ella. Me gustaría conocer vuestras impresiones, ¿Qué os parece interesante de Rousseau? ¿A quién os recuerda? ¿Os gusta este formato?. Ya sabéis que vuestros comentarios, al igual que vuestras sugerencias son siempre bien recibidos, me sirven para seguir aprendiendo y mejorando.

Por cierto, en este link podéis ver la práctica totalidad de las obras del artista.

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8 comentarios en «Henri Rousseau, el pintor que no sabía pintar»

  1. Maravillosa historia. A mí, personalmente, me encanta su obra, me parece muy onírica y muy excepcional en su época.
    Me encantan estas nuevas entradas y el formato!! Ya estoy deseando leer la siguiente.

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    • Hola Naiara! Muchas gracias por tus palabras, es cierto que su obra tiene un gran componente onírico, sobre todo sus pinturas de selvas, esa exuberancia y colorido te hipnotizan y transportan.

      Responder
  2. Impresionante los tonos de “Vista de la Ille de la Cité” (1890), te hace sentir como en una noche calurosa de verano…. de esas que echamos tanto de menos en estos tiempos! Gracias Mikel, me encanta como lo presentas.

    Responder
  3. Gracias Mikel por acercarnos la vida y obra de estos autores. Me das una fantastica oportunidad de sentir y acercarme al arte en pequeñas dosis. Estoy esperando con ganas la siguiente «pildorita».

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