A Joseph Conrad lo descubrí tarde, hace apenas una década que cayó en mis manos La locura de Almayer, su primera novela, y desde entonces no he dejado de disfrutar con las historias de este marinero y novelista de origen polaco. Digo que lo descubrí tarde porque siendo un amante de los relatos marítimos y de aventuras, no entiendo como me pudo pasar desapercibida la obra de este gigante. Quizá no lo descubrí tarde, sino que lo hice en el momento adecuado. Cada vez estoy más seguro que ciertos autores y libros aparecen cuando estamos preparados para leerlos y entenderlos, cuando el bagaje que llevamos en la vida nos permite identificarnos con según que personajes y tramas. En Conrad he encontrado a un gran amigo literario, un amigo al que leer con deleite y con el que puedo consolarme y aprender cada vez que abro uno de sus libros, un amigo que ha vivido mucho, que sabe mucho de la condición humana y que la ha analizado y diseccionado para presentárnosla cruda y sin artificios.
Conrad supo retratar el alma humana como nadie. Sus personajes son sumamente reflexivos, se pierden en ensoñaciones, se hacen preguntas vitales, buscando las respuestas que les permitan seguir adelante en esta jungla llena de dolor y depredadores humanos. La melancolía y el escepticismo son dos constantes en su obra y lo transmite de la forma mas descarnada y realista posible, haciendo gala en innumerables pasajes de una exquisita y evocadora prosa poética. Siempre me ha parecido curioso que su prosa fuera tan fluida y efectiva, puesto que escribió todas sus obras en inglés, su cuarta lengua tras el polaco, el ruso y el francés, quizá tuviera algo que ver el hecho de que en su juventud, pasara sus horas libres leyendo a Shakespeare en los navíos en los que trabajaba. Javier Marías la describe muy bien: “el inglés de Conrad se convierte en una lengua extraña, densa y transparente a la vez, impostada, fantasmal, […] utilizando las palabras en la acepción que les es más tangencial y por consiguiente en su sentido más ambiguo“. Leer a Conrad es toda una experiencia que requiere tiempo y paciencia, no es una lectura fácil pues nos exige perdernos, al igual que sus personajes, en múltiples divagaciones y a veces en situaciones extremas, como en el libro que os presento hoy.
Tifón (1902)
Tifón (Typhoon) nos cuenta la travesía del Nan Shan, un vapor británico que navega bajo bandera de Siam por el mar de China. Además de la carga, también lleva como pasajeros a doscientos culís chinos, que vuelven a su país con todas sus ganancias, tras haber estado trabajando fuera. Todo indica un viaje agradable y sin problemas que Conrad aprovecha para contarnos como es la vida a bordo de un vapor. Nos va presentando a los personajes y sus respectivas ocupaciones y entre todos ellos sobresale el capitán McWhirr, un hombre hueco, empírico y sin imaginación, que se ciñe solo a la realidad contrastable, nunca elucubra ni especula. Se podría decir que para McWhirr solo existe el presente, con todo lo que éste contiene. Pasado y futuro carecen de importancia para él. Es un personaje curioso que en un principio parece irrelevante, pero que según avanza el relato va creciendo, hasta alcanzar niveles moderadamente épicos.
En un momento de la travesía, la cosa empieza a complicarse. En la lejanía, nubes amenazadoras se ciernen sobre el mar y los barómetros comienzan a bajar alarmantemente. Todo parece indicar que el barco se dirige al encuentro de una tormenta enorme. Los oficiales le sugieren al capitán que de un rodeo para esquivar la tormenta, pero éste, basándose en sus peculiares razonamientos, se niega. El barco sigue avanzando hasta que de repente en la oscuridad de la noche, es golpeado de lleno por el tifón, como si un depredador oculto en las sombras, atacara por sorpresa a su indefensa presa.
Las imágenes que crea Conrad narrando los devastadores efectos del tifón son magistrales: el viento huracanado y el ruido ensordecedor que provoca, las olas gigantes cayendo a plomo sobre la cubierta. El miedo y el desconcierto de los marineros por sentirse totalmente indefensos y a merced de los elementos, sabiendo que pueden morir en cualquier momento y sobre todo la oscuridad que trae el tifón, una negrura que eclipsa a la negrura de la noche y acrecienta la desorientación y el terror.
Por si fuera poco, en la bodega estalla una encarnizada pelea entre los chinos, mientras el barco es zarandeado por las olas como si fuera de papel. La tensión va en aumento, todo parece perdido. Pero es en esos momentos más difíciles donde el curioso carácter del capitán consigue encauzar de alguna manera a su aterrada tripulación, dando órdenes certeras. La mayoría de los marineros están inoperantes, paralizados por el miedo y tan solo el timonel, que sigue en su puesto impasible y los fogoneros que siguen alimentando las calderas del barco evitan que el desastre sea mayor. Sufriendo lo indecible, consiguen llegar al ojo del huracán, unos minutos de calma y tregua antes del segundo asalto contra el tifón… pero no voy a contar más, salvo que Conrad usa en esta parte un recurso elíptico muy efectivo.
Aparte de los mini retratos psicológicos de los personajes, donde el autor muestra su gran hacer, la descripción tan minuciosa del tifón hace que el lector sienta de lleno los efectos del temporal, a mí al menos me impactó, tanto que horas después soñé con algo parecido y fue aterrador. Las obras de Conrad tienen un componente autobiográfico muy marcado, así que entiendo que para describir con tanto detalle los efectos del tifón, tuvo que vivir alguno en su época de marinero. Otra constante en sus obras es la lucha del hombre contra sí mismo y contra otros y la lucha del hombre contra la naturaleza indómita. En esta novela corta encontramos un poco de todo eso, a pesar de no ser una obra mayor, muestra muy bien los resortes que se activan en la mente humana y sus comportamientos en situaciones límite.
Nota: Tanto la pintura de la cabecera como la que acompaña al texto, son obra del pintor ruso Ivan Aivazovski, famoso por sus pinturas de temática marítima. La ilustración en blanco y negro pertenece a una edición de Tifón de 1902 y su autor es Maurice Greiffenhagen.